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El cuento latinoamericano: trece poéticas que fundaron y renovaron el género (XII)

Presentamos la undécima parte de una serie de entregas que publicaremos sobre poéticas que han sido cruciales para el desarrollo del cuento en América Latina. Esta vez, el texto será sobre Juan Villoro.

Alejandro Alba García/ aalbag@unal.edu.co
09 de junio de 2022 - 12:30 a. m.
El escritor y periodista mexicano ganó en 2004 el Premio Herralde por su novela "El testigo".
El escritor y periodista mexicano ganó en 2004 el Premio Herralde por su novela "El testigo".
Foto: Luis Ángel - El Espectador
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XI. Cogito interruptus[1]

En “El rigor de la ciencia” Borges recrea una cultura cuyo estudio de la cartografía fue de tal precisión que todo lo figurado coincidía exactamente con su representación: “Levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el tamaño del Imperio”. Esta anécdota es recordada por Jean Baudrillard en Cultura y simulacro (1978) para esbozar el problema de la inautenticidad generalizada en la llamada sociedad posmoderna. Un mapa como el del cuento de Borges encarna no solo la simulacion baudrillardiana, sino también la quintaescencia del acriticismo: no se comprende ni se interpreta algo para representarlo, solo se lo reproduce tal como existe. Este es, quizás, el fundamento del llamado hiperrealismo, que Baudrillard analizó en la cultura contemporánea. Ambas cosas, la simulación y el acriticismo, son dos elementos constitutivos de la modernidad antimoderna (contemporaneidad, en el sentido de Cruz Kronfly) que aparece parodiada y cuestionada en los cuentos de Juan Villoro.

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Así como las poéticas contemporáneas del cuento coinciden en su clara conciencia del agotamiento de los grandes relatos modernos (emancipadores, de aspiración teleológica) y han cuestionado ampliamente la institución imaginaria de la sociedad (Castoriadis) y las comunidades imaginadas (Anderson), es decir, categorías como la familia, la identidad nacionalidad, etc., la propuesta de Villoro participa de estos debates actuales en la literatura del siglo XXI con un acento llamativo e innovador. Más allá del cuestionamiento de la identidad colectiva, ya problematizado incluso desde Borges, en los cuentos de Villoro se plantea una controversia más amplia y profunda, puesto que el escritor mexicano desconfía tanto de los valores y discursos modernos caducos, que perviven de manera inauténtica (el nacionalismo, el indigenismo, el progreso, el capital, etc.) como de las actitudes opuestas a estos discursos, que en principio fueron genuinas reacciones a la modernidad caduca, pero que luego fueron vaciadas de su sentido genuino en la sociedad actual dando como resultado la mercantilización de la experiencia, la banalización generalizada de la cultura o el acriticismo hiperindividualista. Emparentado con algunas de las reformulaciones del género cuentístico de sus contemporáneos, Villoro opta por un cuestionamiento irónico y socarrón, que tiene como telón de fondo el capitalismo de ficción (Verdú) propio de la cultura-mundo (Lipovetsky).

En el cuento “Apocalipsis (todo incluido)”, el personaje principal, un cincuentón escéptico de la supuesta debacle mediatizada del “apocalipsis maya”, es también un conocedor de esa cultura que, contra su convicción inicial, termina por compartir la versión comercial de la cultura a la que ha dedicado sus últimos años, todo para llamar la atención de una joven con la que traba relación durante un foro en Barcelona. En los personajes del cuento se encarnan distintas visiones de mundo contemporáneo, frecuentemente obnubiladas, bien sea por los anacronismos del pensamiento premoderno o bien por la defensa a ultranza de la totalizante banalidad mercantil.

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El primer caso es el de Marcia, delegada del INAH, que tiene a cargo, como explica el narrador, “evitar las amenazas de la modernidad sobre los dioses antiguos” y que sabe “medir el éxito con criterio de emergencia”. La funcionaria está próxima a la visión reivindicativa de los símbolos culturales precolombinos y, por tanto, identitarios del México tradicional. En principio, esta es también la preferencia del protagonista, Rubén. Esa postura es parodiada por el narrador, puesto que representa un anacronismo: la vindicación de lo autóctono y lo local per se, sin la menor capacidad autocrítica de la cultura ancestral propia. Sin embargo, esta visión se pone en tensión cuando se enfrenta al más penoso utilitarismo mercantil del acervo maya, que ha convertido al Chichén Itzá en un “bazar que ofrecía sombreros de charro y mantas multicolor a cuarenta grados de temperatura” o que atraía turistas “más atentos a la resistencia de su bloqueador solar que a la cosmogonía maya”. El personaje de Pech encarna esta posición de comerciante grotesco y oportunista: “No podía comer cochinita pibil sin convertir el almuerzo en un negocio”, explica el narrador. Pech es, pues, el representante del más despreciable pragmatismo mercantil de la actualidad, que se promueve como una conducta deseable, ya que permite ver en todo lo que se haga una “oportunidad de negocio”. Pero este personaje no solo es un típico arribista que vive para cazar postores, sino que, además, es de ascendencia maya, lo cual le permite ostentar un título de “heredero legítimo” y, bajo ese conveniente y fraudulento escudo, queda blindado su discurso de baratija: más que un iluminado por sus ancestros, es un vendedor efectista de pánico que logra “estimular la truculencia”. Pech es un fraude, “pero criticarlo era políticamente incorrecto, y odiarlo, racista”. El dominio de la corrección política tampoco es extraño en el mundo actual y opera otro truco, otro engaño contemporáneo.

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Este pensamiento personificado en Pech ha convertido la cosmovisión maya en mero comercio, en el que el “proselitismo de la paranoia” es el arma perfecta para vender mientras que los indígenas se mueren de hambre[2], “ese era el verdadero apocalipsis”, dice Rubén en el inicio de su conferencia, antes de “convertirse al catastrofismo” y ganarse al público imbécil. El exotismo, el tremendismo y el show son herramientas del capitalismo de ficcion que se expresan en el cuento como formas eficaces para la comercialización de la experiencia. La aclaración del título “(todo incluido)” de entrada manifiesta el tono de anuncio promocional. Vender experiencias es, según Vicente Verdú, la forma de la mutación actual del capitalismo, puesto que la mercancía no es un artículo específico, sino una vivencia falseada a la que se le asigna un valor de cambio: en el cuento, el parque arqueológico disponía de distintas artimañas con el único e insondable fin de “que los turistas se sintieran exploradores de alto riesgo”.

Este es el panorama actual al que nos enfrenta Villoro, el de un mundo donde el pensamiento auténtico es constantemente obstaculizado por la imposición del capitalismo de ficción, de la experiencia comerciable, pero, además, aquella oferta, en este caso, permite la adquisición de una experiencia neomística, esotérica, propia del pensamiento premoderno (el apocalipsis maya). Sin embargo, Villoro problematiza ambas visiones en un doble gesto crítico. ¿Cómo se puede vivir de forma auténtica en un mundo que todo lo mezcla, que todo lo iguala?

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Si escritores como Piglia y Bolaño o como Fresán y Rosero apuestan por una forma de recuperación del significado auténtico de la experiencia, o por revitalizar, mediante el arte, la experiencia genuina, Villoro nos pone a la vista un problema que parece surgir, efecto colateral, de esa apuesta nueva. Si lo que el arte busca genuinamente es una recuperación de la experiencia, entonces, en seguida, el mutante sistema-mundo se adapta y ofrece una copia rebajada, simplificada al extremo, de la experiencia. Ese nuevo obstáculo para la autenticidad contemporánea es un fenómeno generalizado. Justamente, la inautenticidad efectista del kitsch ya no pertenece únicamente al campo del arte, puesto que al suponer que el arte debe ser la vida misma y que no puede ser de otro modo (como lo formula Bolaño, por ejemplo), el kitsch aparece a la orden del día. La dialéctica arte de vanguardia/ kitsch parece operar ahora en la búsqueda de autenticidad vital. Allí donde surja alguna creación auténtica, aparecerá la estetización de la cultura-mundo para banalizarla. Si esta creación es posible mediante la exploración vital genuina, entonces será la experiencia humana en sí misma la que, a la postre, tomará el cariz del kitsch. Ese panorama de apocalipsis (todo incluido) en el que la vida se convierte en baratija del acriticismo parece que da como resultado un cogito interruptus y… ¿adiós a la fertilidad?

Pues bien, la obra de Juan Villoro desafía también de este panorama y desempeña, en las nuevas poéticas del cuento latinoamericano, como lo hace el personaje de su cuento, “la valiente postura de los indecisos”.

[1] Impromptu motívico sobre Umberto Eco y su libro Apocalipticos e integrados (1965).

[2] Cualquier parecido con la actitud actual del gobierno colombiano es pura coincidencia.

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Por Alejandro Alba García/ aalbag@unal.edu.co

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