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Los tiempos del Imperio Romano de Oriente y Occidente generaron dos maneras casi que diametralmente opuestas de entender la monarquía, y lo hicieron por historia, por fe, herencias y costumbres, e incluso por falsas leyendas que se convirtieron en verdades, como la de la “Donación de Constantino”, surgida de un relato del siglo V según el cual el emperador había sido curado de lepra por el papa Silvestre y había acabado por postrarse ante él. Como escribió Peter Watson en “Ideas”, “En la parte oriental del imperio romano, las tradiciones helenísticas y orientales dieron origen a una concepción del emperador con ‘el que ha de venir’ de la profecía cristiana, representante de Dios en la tierra”. Cuando el rey invocaba el nombre de Dios, garantizaba el futuro de su pueblo, su bienestar, su progreso y la eterna victoria sobre los enemigos.
En la parte occidental, la idea del rey surgió de las tribus germánicas y sus invasiones, y del rol de la Iglesia Católica, que era cada vez más importante, magna e influyente. Para Watson, “Las antiguas creencias sobrenaturales de los paganos de Europa septentrional atribuían un poder carismático no a determinados individuos sino a clanes enteros (una idea que, siglos más tarde, Adolf Hitler consideraría muy atractiva)”. Los reyes germanos no tenían un vínculo especial, distintivo, con los dioses, o por lo menos, no eran tocados por la divinidad de forma individual. Dios disponía de ellos, igual que de sus clanes. Aunque sus logros militares los distinguían de los demás miembros de sus poblados, sus victorias reflejaban la superioridad de toda su gente, sus triunfos eran los triunfos de todos.
De alguna manera, esa forma de entender las ideas monárquicas, o el poder secular, esa fuerza que había tomado el pueblo, sumada al surgimiento de una clase mercantil cada vez más fuerte e independiente, derivaron en un descreimiento cada vez mayor de la autoridad real y terrenal. Si el rey no era portador de una majestad divina, debía regirse por la ley. Por otra parte, en palabras de Watson, “los cristianos habían heredado a través de Roma y de las tradiciones judeo-babilonio-griegas la idea de sacerdotes-gobernantes separados de los líderes militares”. Su poder divino y terrenal se había acrecentado con la adquisición de tierras, trabajadores, y exenciones de impuestos. La ley canónica era, en la mayoría de los casos, la ley aceptada.
Aquella diferencia entre los más importantes poderes de la Edad Media había sido representada con claridad en un mosaico del siglo VIII de la iglesia de San Juan de Letrán de Roma, en el que San Pedro le otorgaba una autoridad espiritual al papa León III, y apenas un poder temporal a Carlomagno. En diciembre del año de 800, Carlomagno fue coronado como ‘Imperator Augustus’ por León III, sucediendo en el trono a Constantino IV. Pese a que había sido rey de los francos 32 años antes, y señor de los lombardos en el 774, y a que fue el primer emperador ungido y reconocido luego de la caída del Imperio Romano de Occidente, sus súbditos jamás consideraron que estuviera a la altura del sumo pontífice.
Según Peter Watson, “En realidad, el catolicismo deriva su autoridad del apóstol y no directamente de Cristo, como ocurre en la tradición ortodoxa griega. Según la creencia en la sucesión apostólica del papado, san Pedro elevaba al papa espiritual por encima del rey temporal. Posteriores imágenes nos muestran a san Pedro entregando las llaves del cielo al papa mientras el rey se limita a mirarlo. De acuerdo con san Ambrosio, obispo de Milán, ‘el emperador es dentro de la iglesia, no por encima de ella’”. En la parte oriental del imperio todo era bastante diferente. Allí, los emperadores bizantinos tenían el poder, fundamentalmente porque habían conseguido vencer a los invasores bárbaros.
Tres siglos antes de Carlomagno, cuando el papa Gregorio I y sus sucesores se dirigían al emperador bizantino, le decían “Señor Emperador”. Por el contrario, cuando se encontraban con los reyes de la Europa central y del norte, o cuando les escribían, los trataban de “queridos hijos”. Según Reinhardt Bendix, autor del libro “Kings or People”, “La Iglesia occidental haba asumido la función de consagrar, y por tanto autenticar, la sucesión real en contraste con la Iglesia oriental, que mediante la coronación del emperador simboliza el origen divino de su autoridad. La Iglesia occidental colocaba al rey bajo la ley de Dios tal y como lo interpretaba el papa; la Iglesia oriental aceptaba al emperador como representante de Cristo en la tierra”.
Con aquel poder casi que infinito, la Iglesia fue adquiriendo cada vez más y más tierras, y por lo tanto, más y más riquezas. Unas, por simple y llano negocio. Una parcela a cambio de un favor, o lo que era más grave y lo sería hasta la llegada de Martín Lutero, varios siglos más tarde, a cambio de indulgencias. Las otras tierras eran producto de donaciones de los propios reyes, que necesitaban tener al clero de su lado para obtener la obediencia de sus súbditos, y en la mayoría de los casos, porque creían firmemente en Dios y en la salvación eterna. Las tierras, con el paso de los años, fueron las sedes de innumerables monasterios. Los monasterios eran benditos y guardaban entre sus muros la Verdad del camino de los justos, que era impartida por los abades y los monjes. Así, lo material, lo espiritual y lo intelectual eran patrimonio de la Iglesia.
Mientras aquel poder iba desequilibrando la balanza en Occidente, la fuerza del feudalismo iba generando ciertas transformaciones en la sociedad y sus costumbres. Para comenzar, Watson decía que “Feudalismo” no era una palabra feudal, y explicaba que había sido inventada en el siglo XVIII y fue popularizada por Montesquieu y utilizada hasta la saciedad por Karl Marx, entre varios otros. “Las palabras que realmente se usaron en la época para describir la jerarquía feudal eran ‘vasallaje’ y ‘señorío’. El feudalismo, de hecho, fue una forma específica de gobierno descentralizado predominante en Europa occidental y septentrional desde el siglo IX hasta el XIII”. Para Norman Cantor, su origen fue el ‘comitatus’ o ‘gefolge’, una partida que los líderes le entregaba a los guerreros por su lealtad y valor.
Por aquellos tiempos, la palabra vasallo significaba muchacho, y los ejércitos de caballeros, que con el tiempo dieron lugar a numerosas historias, textos, trovas, eran grupos de jóvenes en busca de diversión, o de aprobación. No tenían nada que ver con la tenencia de las tierras, y vivían en cabañas que les entregaban “sus señores”, que también les daban comida y vestido. De acuerdo con Watson, lo que cambió aquellas maneras de vivir y de luchar fue la invención del estribo, o la idea del estribo que llegó desde Oriente. “La invención del estribo, en China, y su introducción en Europa cambiaría por completo la relación entre la caballería y la infantería. El estribo permitía a los jinetes concentrar la fuerza producto del peso y la velocidad en el punto de impacto, esto es, en la punta de su lanza”.
Aquel pequeño e inmenso invento transformó las armaduras, los caballos, y por ende, el costo de unos y otros. Para ir a las batallas, los “caballeros” requerían como mínimo de dos caballos, de otro par para llevar las armaduras, y de estas vestimentas de guerra, tanto para el animal como para el jinete. Los enfrentamientos fueron cada vez más y más costosos. Los señores feudales acabaron por decidir que la mejor paga era la tierra, “propiedades señoriales que les permitieran reunir los ingresos necesarios para cumplir con sus obligaciones en la batalla”, y que a su vez, llevaron a unos y a otros a una especie de ansias de tierras que produjeron parte de la creación de Europa, y un creciente debilitamiento tanto de las monarquías como de la Iglesia. Las lealtades de los señores y los caballeros se daban entre sí, no se dirigían hacia los reyes ni hacia el papa y sus obispos.