El derecho a la estética del dolor sublime: entrevista a Alana Portero
Escribir desde la experiencia de un cuerpo que se siente ajeno es el ejercicio narrativo de Alana Portero en “La mala costumbre”, novela presentada con gran éxito en la Feria del Libro de Fráncfort y ya traducida a cinco idiomas.
Juan Camilo Rincón
Natalia Consuegra
Una niña, “pequeña travesti de incógnito en un barrio obrero”, empieza a transformarse frente a los secretos espejos de su casa y en esas calles olvidadas donde abundan los cadáveres de yonquis suicidas, los solares maltrechos y de vidrios rotos, los basurales que son el patio de recreo de los niños sin escuela y poco hogar.
Ella es la protagonista de La mala costumbre, novela en la que Alana Portero nos va descubriendo la urgencia de esa vida soñada en un cuerpo que pueda un día sentir como propio, para no seguir creciendo con la obligación de parecer algo que no es. “Todas las niñas trans crecemos solas” dice la narradora, y entre mujeres casi mitológicas, las dolorosas palabras de los padres, y una búsqueda para definirse a pesar de los prejuicios de otros, busca que el hecho de descubrirse a sí misma sea, ojalá, un motivo de celebración.
Sus primeras obras son de teatro y poesía, y esta es su primera novela. ¿Cómo fue ese salto a la narrativa?
Fue fundamental mi trabajo como columnista en medios de comunicación porque me ayudó a aterrizar las abstracciones poéticas y a concretar las abstracciones escénicas. En escena tienes que concretar en una imagen, pero puedes jugar mucho y puede haber mucho surrealismo ahí; puedes hacer juegos abstractos que no necesariamente tienen que ser narrativos. Escribir columnas me ayudó muchísimo a sintetizar ideas, a entender el lenguaje de otra manera, comprender que es un material de construcción artística y que yo solo lo usaba de un modo, por lo que me estaba perdiendo una cantidad de posibilidades tremendas. Así empecé a limpiarlo un poco sin dejar de tener una vocación poética, que para mí es irrenunciable, pero sí concretando. Una vez entendí eso y una vez me di cuenta, escribiendo columnas, de que era capaz de aterrizar el lenguaje, supe que estaba lista, que lo tenía. Ya lo había intentado antes, pero no me gustó lo que estaba haciendo.
Uno siente la poesía en esta novela y también una especie de puestas en escena.
Me gusta que lo vean así porque también es deliberado. Creo que nunca podré desprenderme -ni quiero hacerlo- de la poeta y de la directora escénica que soy. La mala costumbre tiene una vocación visual muy fuerte. A mí me sería muy fácil adaptarla a una obra de teatro; las escenas están muy claras. Yo quería que cuando entrásemos a cada capítulo los personajes casi estuvieran esperándonos para que les diésemos permiso de empezar a hablar, porque me interesa mucho esa manera de concebir las cosas, y además hace que estés más presente dentro del texto como lector o lectora. Lo hice de una manera muy clara y eso es irrenunciable para mí. Esa experiencia sinestésica, visual, sensorial del lenguaje, la he aprendido en el teatro, haciéndolo desde muy joven y me parece interesantísimo usarla como narradora.
Esa experiencia visual se traduce, por ejemplo, en la primera escena en la que usted narra un suicidio de una manera muy poética, y piensa uno en todas las estéticas alrededor de la muerte. Incluso usted habla de la sucia belleza del art nouveau…
El deseo y la oscuridad están relacionados en mí, y la estética de la muerte me ha seducido siempre. Quizá ahí también tiene algo que ver la solemnidad medieval. En mi infancia, en mi propio barrio -que es el barrio de la novela- he visto muchos jóvenes muertos, muchísimos, en la calle o en brazos de sus madres; esa fue una vivencia mía. Había algo extraordinariamente conmovedor en esas imágenes -sin fetichizarlas y desde el respeto absoluto-, la tristeza hondísima que esto suponía; contenían una belleza que a mí me rompía el corazón desde muy pequeña.
Los que usted llama fotogramas de dolor y miseria.
Es que eran chicos y chicas muy jóvenes y muy hermosos, la mayoría; las drogas ni siquiera habían tenido tiempo de comérselos vivos, de destrozarles el físico. Creo que hubo una impronta retinal que se quedó conmigo y que he buscado insistentemente. La estética de la muerte es algo que me seduce y que busco constantemente como impresión, como algo a lo que no puedo evitar mirar con ojos que están buscando la belleza y no otra cosa. Tenía que empezar así, eso lo tenía clarísimo; fue la primera cosa que escribí. La primera nota que tomé sobre la novela fue la muerte de Efrén. Además, me gustaba jugar con algo que es muy complicado, que es el deseo de una niña pequeña, porque hay algo hermoso y es angelical como lo expresa, pero ella lo desea y lo dice muy claramente: quiere besarlo, quiere quedárselo y que sea suyo.
Sobre esto de ver a las madres con los hijos en brazos, hay también una especie de estética del sufrimiento vinculada a un tema de clase social. Usted dice: “Las madres de mi barrio no abrazaban a sus hijos muertos como las vírgenes renacentistas. Lo hacían volcadas sobre los cuerpos (…) como bestias desesperadas”.
Yo quería sublimar ese gesto de dolor animal y convertirlo en la Piedad de los pobres y de las pobres. Hubo algo que yo leí y aprendí muy joven, leyendo literatura griega, y es cómo las mujeres y los hombres en los funerales se arrancan el cabello. Esto también lo he visto en la vida, el mito hecho carne: esas madres que babean, esos padres que lloran apretando la mandíbula, esos gestos de dolor. Los pobres y las pobres merecemos ser tan sublimes como esas abstracciones de dolor renacentistas, como una Piedad, pero en lugar de imaginarme a esa Virgen María inmaculada y perfecta, a mi cabeza acuden las mujeres que me parecen las más hermosas del mundo: mis vecinas, mi propia madre, mis tías sufriendo de verdad. Creo que tenemos derecho a nuestra estética del dolor sublime.
También hay una presencia permanente de la mitología con las Afroditas, las Circes, los Oberones. ¿Cuál cree usted que es hoy el gran mito que nos rige?
Precisamente esas mitologías esenciales y esencialistas de divinización de los cuerpos, de lo que pueden o no pueden hacer algunos cuerpos, son las que persisten, y creo que es algo negativo en este caso. Podemos seguir maravillándonos ante lo que un cuerpo puede hacer, pero esencializarlo y divinizarlo me parece peligroso, porque ahí estamos hablando ya de dejar gente fuera. De la divinización y la esencialización al supremacismo hay un pasito muy corto. Yo siempre entendí los mitos como grandes historias y fantasías de transformación: la capacidad de mutar, de ser otro, de ser otra. Creo que eso de alguna manera podríamos aplicarlo a ser más flexibles; la mitología que nos permite cambiar a voluntad, transformarnos en lluvia, en animales, cambiar de género o habitar el fuego. Me parece que eso es interesante y no sé qué aplicación tiene, pero sé que eso me ha marcado muchísimo. He aplicado esas fantasías de transformación no solo a mi propia vida, sino en las estrellas del pop, por ejemplo. Lo que yo entiendo por los mitos actuales son las estrellas del pop; quizás más en los ochenta y en los noventa, que creo que estaban rodeados y rodeadas de una fantasía mucho mayor que ahora. Esto que se decía mucho en los noventa que las estrellas se reinventaban; pues qué maravilloso poder no sólo inventarse a una misma, sino reinventarse, además, cambiar a voluntad. Eso me parece maravilloso.
Una niña, “pequeña travesti de incógnito en un barrio obrero”, empieza a transformarse frente a los secretos espejos de su casa y en esas calles olvidadas donde abundan los cadáveres de yonquis suicidas, los solares maltrechos y de vidrios rotos, los basurales que son el patio de recreo de los niños sin escuela y poco hogar.
Ella es la protagonista de La mala costumbre, novela en la que Alana Portero nos va descubriendo la urgencia de esa vida soñada en un cuerpo que pueda un día sentir como propio, para no seguir creciendo con la obligación de parecer algo que no es. “Todas las niñas trans crecemos solas” dice la narradora, y entre mujeres casi mitológicas, las dolorosas palabras de los padres, y una búsqueda para definirse a pesar de los prejuicios de otros, busca que el hecho de descubrirse a sí misma sea, ojalá, un motivo de celebración.
Sus primeras obras son de teatro y poesía, y esta es su primera novela. ¿Cómo fue ese salto a la narrativa?
Fue fundamental mi trabajo como columnista en medios de comunicación porque me ayudó a aterrizar las abstracciones poéticas y a concretar las abstracciones escénicas. En escena tienes que concretar en una imagen, pero puedes jugar mucho y puede haber mucho surrealismo ahí; puedes hacer juegos abstractos que no necesariamente tienen que ser narrativos. Escribir columnas me ayudó muchísimo a sintetizar ideas, a entender el lenguaje de otra manera, comprender que es un material de construcción artística y que yo solo lo usaba de un modo, por lo que me estaba perdiendo una cantidad de posibilidades tremendas. Así empecé a limpiarlo un poco sin dejar de tener una vocación poética, que para mí es irrenunciable, pero sí concretando. Una vez entendí eso y una vez me di cuenta, escribiendo columnas, de que era capaz de aterrizar el lenguaje, supe que estaba lista, que lo tenía. Ya lo había intentado antes, pero no me gustó lo que estaba haciendo.
Uno siente la poesía en esta novela y también una especie de puestas en escena.
Me gusta que lo vean así porque también es deliberado. Creo que nunca podré desprenderme -ni quiero hacerlo- de la poeta y de la directora escénica que soy. La mala costumbre tiene una vocación visual muy fuerte. A mí me sería muy fácil adaptarla a una obra de teatro; las escenas están muy claras. Yo quería que cuando entrásemos a cada capítulo los personajes casi estuvieran esperándonos para que les diésemos permiso de empezar a hablar, porque me interesa mucho esa manera de concebir las cosas, y además hace que estés más presente dentro del texto como lector o lectora. Lo hice de una manera muy clara y eso es irrenunciable para mí. Esa experiencia sinestésica, visual, sensorial del lenguaje, la he aprendido en el teatro, haciéndolo desde muy joven y me parece interesantísimo usarla como narradora.
Esa experiencia visual se traduce, por ejemplo, en la primera escena en la que usted narra un suicidio de una manera muy poética, y piensa uno en todas las estéticas alrededor de la muerte. Incluso usted habla de la sucia belleza del art nouveau…
El deseo y la oscuridad están relacionados en mí, y la estética de la muerte me ha seducido siempre. Quizá ahí también tiene algo que ver la solemnidad medieval. En mi infancia, en mi propio barrio -que es el barrio de la novela- he visto muchos jóvenes muertos, muchísimos, en la calle o en brazos de sus madres; esa fue una vivencia mía. Había algo extraordinariamente conmovedor en esas imágenes -sin fetichizarlas y desde el respeto absoluto-, la tristeza hondísima que esto suponía; contenían una belleza que a mí me rompía el corazón desde muy pequeña.
Los que usted llama fotogramas de dolor y miseria.
Es que eran chicos y chicas muy jóvenes y muy hermosos, la mayoría; las drogas ni siquiera habían tenido tiempo de comérselos vivos, de destrozarles el físico. Creo que hubo una impronta retinal que se quedó conmigo y que he buscado insistentemente. La estética de la muerte es algo que me seduce y que busco constantemente como impresión, como algo a lo que no puedo evitar mirar con ojos que están buscando la belleza y no otra cosa. Tenía que empezar así, eso lo tenía clarísimo; fue la primera cosa que escribí. La primera nota que tomé sobre la novela fue la muerte de Efrén. Además, me gustaba jugar con algo que es muy complicado, que es el deseo de una niña pequeña, porque hay algo hermoso y es angelical como lo expresa, pero ella lo desea y lo dice muy claramente: quiere besarlo, quiere quedárselo y que sea suyo.
Sobre esto de ver a las madres con los hijos en brazos, hay también una especie de estética del sufrimiento vinculada a un tema de clase social. Usted dice: “Las madres de mi barrio no abrazaban a sus hijos muertos como las vírgenes renacentistas. Lo hacían volcadas sobre los cuerpos (…) como bestias desesperadas”.
Yo quería sublimar ese gesto de dolor animal y convertirlo en la Piedad de los pobres y de las pobres. Hubo algo que yo leí y aprendí muy joven, leyendo literatura griega, y es cómo las mujeres y los hombres en los funerales se arrancan el cabello. Esto también lo he visto en la vida, el mito hecho carne: esas madres que babean, esos padres que lloran apretando la mandíbula, esos gestos de dolor. Los pobres y las pobres merecemos ser tan sublimes como esas abstracciones de dolor renacentistas, como una Piedad, pero en lugar de imaginarme a esa Virgen María inmaculada y perfecta, a mi cabeza acuden las mujeres que me parecen las más hermosas del mundo: mis vecinas, mi propia madre, mis tías sufriendo de verdad. Creo que tenemos derecho a nuestra estética del dolor sublime.
También hay una presencia permanente de la mitología con las Afroditas, las Circes, los Oberones. ¿Cuál cree usted que es hoy el gran mito que nos rige?
Precisamente esas mitologías esenciales y esencialistas de divinización de los cuerpos, de lo que pueden o no pueden hacer algunos cuerpos, son las que persisten, y creo que es algo negativo en este caso. Podemos seguir maravillándonos ante lo que un cuerpo puede hacer, pero esencializarlo y divinizarlo me parece peligroso, porque ahí estamos hablando ya de dejar gente fuera. De la divinización y la esencialización al supremacismo hay un pasito muy corto. Yo siempre entendí los mitos como grandes historias y fantasías de transformación: la capacidad de mutar, de ser otro, de ser otra. Creo que eso de alguna manera podríamos aplicarlo a ser más flexibles; la mitología que nos permite cambiar a voluntad, transformarnos en lluvia, en animales, cambiar de género o habitar el fuego. Me parece que eso es interesante y no sé qué aplicación tiene, pero sé que eso me ha marcado muchísimo. He aplicado esas fantasías de transformación no solo a mi propia vida, sino en las estrellas del pop, por ejemplo. Lo que yo entiendo por los mitos actuales son las estrellas del pop; quizás más en los ochenta y en los noventa, que creo que estaban rodeados y rodeadas de una fantasía mucho mayor que ahora. Esto que se decía mucho en los noventa que las estrellas se reinventaban; pues qué maravilloso poder no sólo inventarse a una misma, sino reinventarse, además, cambiar a voluntad. Eso me parece maravilloso.