El despertar de Mitrídates (Cuentos de sábado en la tarde)

Mitrídates Moreno Mendoza, también conocido como Mimo o Tresemes, se desperezó por un rato largo. La situación lo ameritaba. Había dormido —o había estado muerto, que para el caso es casi lo mismo— durante doscientos años.

Dionisio Araújo
22 de julio de 2023 - 09:30 p. m.
"Mitrídates escuchaba atónito a su acompañante. Si no lo estuviera viendo con sus propios ojos jamás lo habría creído".
"Mitrídates escuchaba atónito a su acompañante. Si no lo estuviera viendo con sus propios ojos jamás lo habría creído".
Foto: Tumisu - Pixabay
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Observó a su alrededor con atención. La habitación era perfectamente blanca, sin puertas ni ventanas, ni cuadros, ni mueble alguno, con excepción de la cama en que estaba tendido —maravillosamente confortable, a propósito— también blanca, al igual que las sábanas y la pequeña mesa situada a su izquierda. Hasta el silencio parecía pintado de esa blancura absoluta como de garza o de nube de mediodía.

Jessica Sinclair, sentada ante su escritorio en una recámara vecina y desde la pantalla de su reloj de pulsera que la había alertado con un ligero zumbido, lo vio despertar de su prolongado letargo. Oprimió un botón y la pared de la habitación donde Mitrídates acababa de despertar se deslizó sin hacer ruido hacia un lado.

Entró sonriente y lo saludó con tono cantarín.

—Bienvenido a su nueva vida.

Jessica, quien había dirigido la operación de resucitar a Mitrídates, era una mujer bellísima que aparentaba unos treinta y cinco años, Mitrídates supo más adelante que, en realidad ya había cumplido los setenta. Su cabello rubio oscuro como la madera del guayacán, enmarcaba un rostro ligeramente cuadrado con pómulos salientes y ojos vivaces del color y la luminosidad del ámbar, que expresaban inteligencia y una peculiar nostalgia. Medía alrededor de un metro con setenta y su figura se apreciaba sencillamente estupenda. Aunque estaba cubierta por una bata de un blanco impoluto como el de la habitación —a veces daba la impresión de que debajo no había nada más o muy poco, en todo caso— sus formas se revelaban firmes y bien proporcionadas. «Como de atleta», pensó Mitrídates que todavía no sabía que por aquellos años todos los humanos lucían figuras maravillosas, aunque no practicaran deporte alguno.

—Bienvenido a su nueva vida Mitrídates. Mi nombre es Jessica Sinclair y le cuento que estamos en el año 2207. Exactamente doscientos años han transcurrido desde cuando usted fue congelado y llevado a nuestras instalaciones de Scottsdale, donde ha permanecido desde entonces. Como en su convenio con nosotros usted solicitó ser revivido, si era posible, doscientos años más tarde, eso hemos hecho. Para su información, lo descongelamos hace seis meses, pero desde ese momento hasta ahora que por fin lo despertamos, lo mantuvimos en estado de coma profundo mientras adelantamos los procedimientos necesarios para que usted pudiera volver a una vida feliz. Por supuesto que ya curamos su cáncer, pero hicimos mucho más que eso. Regeneramos sus tejidos y efectuamos todas las tareas convenientes para que su experiencia en esta segunda existencia resulte absolutamente maravillosa. Nos tomamos la libertad de rejuvenecerlo un poco —lo dijo guiñando un ojo— de tal manera que usted tiene ahora una edad biológica de veinticinco años, aun cuando —no se preocupe— sus recuerdos, conocimientos y habilidades cognitivas son las mismas del momento en que comenzamos la criogenización.

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Mitrídates, estupefacto, contemplaba a su interlocutora, con fijeza y con la boca abierta como si su mandíbula inferior se hubiese dislocado. Se había incorporado ligeramente en la cama.

—Ahora, si a usted le parece, lo llevaré para que se dé una buena ducha con agua calientita y apenas termine lo pondré al corriente de todo lo que ha pasado en estos años, que no ha sido poco.

II

Mitrídates heredó su inusitado nombre de su abuelo paterno en cuya época todavía se acostumbraba a llamar a los niños con nombres de santos o de héroes legendarios o mitológicos y porque una tía suya, hermana de su madre, insidiosa y mamadora de gallo, le dijo a su padre que el abuelo estaba triste porque a ninguno de sus nietos le habían puesto su nombre, y el recién nacido, que ya era el octavo nieto, pagó los platos rotos y tuvo que soportar la carga de tener un nombre fuera de lo común, por lo que fue objeto de burlas y chistes de todos los calibres.

En realidad, lo llamaron Mitrídates Antonio para que el pobre damnificado tuviera la opción de escoger. Pero como siempre le dijeron Mitrídates o Mitri o Mimo en su casa, él se acostumbró y nunca usó, entonces, el Antonio. Más tarde descubrió que no tener homónimos representaba una ventaja porque ni siquiera tenía que usar apellido. El avergonzamiento que sentía por su nombre terminó convirtiéndose en orgullo cuando supo que el Mitrídates original fue un gran soberano de los persas, reconocido por su espíritu conquistador y, sobre todo, por haber inventado —y suministrado a sus enemigos y rivales— venenos de las más impensables y letales características. Lo chistoso es que su abuelo creía que Mitrídates era el nombre del general griego que triunfó en la famosa batalla de Maratón que, en realidad, se llamaba Milcíades. Qué cosas tiene la vida.

Aunque nació en 1945, en San Andrés de Sotavento, un pueblo con ínfulas de ciudad pequeña en la Costa Caribe colombiana, que, a pesar de su nombre sonoro y evocador, no tiene muchas cosas dignas de mostrar, su adolescencia y juventud transcurrieron en la ciudad de Cartagena, donde adelantó sus estudios secundarios y universitarios. Terminó graduándose como médico. Viajó luego a Austin, Texas, para hacer una especialización en gerontología y allí conoció a Rosario García, también estudiante de medicina, hija de mexicanos, pero ciudadana americana, con quien se casó. Se establecieron finalmente en San Antonio, Texas, donde ambos se dedicaron al ejercicio de su profesión de forma apreciablemente exitosa, Rosario era ginecóloga. Tuvieron dos hijos: Antonio y Roberto, y una hija: Beatriz.

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En sus años de juventud Mitrídates fue un muchacho bien plantado, de estatura mediana y complexión atlética. Su pelo era negro y su piel morena permanecía tostada por el sol intemperante de la sabana caribe colombiana. Practicó, con apreciable habilidad, el béisbol, deporte típico de la región. Fue parrandero, bailarín y conquistador. Sus rasgos eran mezcla de indio zenú con español de Andalucía y exhibió desde muchacho, una característica que siempre lo acompañaría, una sonrisa grande y franca, con dientes muy blancos y parejos de los cuales se sentía orgulloso. Dicharachero, gritón y despreocupado era bienvenido en todos los círculos de San Bernardo y de Cartagena.

Ya en su vida profesional en los Estados Unidos ese temperamento fogoso y expansivo se morigeró y se consagró de lleno al ejercicio de su profesión. Le fue bien, como a casi todos los que se lanzan a cumplir el sueño americano con determinación y perseverancia. Pagó por ello el precio de jornadas laborales interminables y el ejercicio cotidiano de una austeridad de mormón con obsesión por el ahorro y la planificación financiera.

Terminó siendo un ciudadano ejemplar con una existencia bastante insulsa y muy pocas aventuras dignas de contarse. Trabajaba desde temprano y hasta las últimas horas de la tarde, ayudaba en las tareas del hogar, jugaba con sus hijos, preparaba barbacoas los domingos mientras tomaba cervezas enlatadas en el patio trasero cerca de la piscina que pudieron construir después de mucho ahorrar y asistía muy cumplido a las reuniones de padres de familia, casi siempre tediosas, pero que le daban ocasión de socializar con las gentes del vecindario que, obviamente, habían terminado integrando su grupo de amigos. Los miércoles en la tarde y los sábados en la mañana jugaba al golf en el Northern Hills Golf Club, a pocos minutos de su casa y hacia el nordeste de la ciudad. Casi todas las semanas salía con Rosario y los matrimonios amigos a cenar y a tomar un par de cócteles, criticar al gobierno de turno, comentar los deportes y contar chistes, mientras las señoras alardeaban de las peripecias y los progresos de sus hijos respectivos.

Quizás lo más remarcable de ese trasegar tranquilo y gris de Mitrídates fue aquel día en que firmó el certificado de defunción de un paciente antes de su muerte para poder cumplir la cita con sus compañeros de golf. Era un caso absolutamente perdido y el paciente, en efecto, murió minutos después, pero Mitrídates nunca se lo perdonó, y los ojos de reproche y desesperanza con que el moribundo lo observaba firmar el documento nunca se le borraron de la mente. Muchas bromas en la vida le gastaron con ese episodio. De resto no había mucho que contar, salvo unos cuantos lances sexuales que no pasaron a mayores, al calor de unas copas de más en alguno de los cientos de congresos científicos a los cuales asistía con aplicación dos o tres veces cada año.

Aquel muchacho atlético, con cabello abundante se fue convirtiendo en un irreconocible hombre mayor, con quince o veinte kilos de más y bastante pelo de menos. Conservó su sonrisa magnética y su carácter abierto y jovial.

Rosario, por su parte, nacida en Sinaloa, de donde sus padres emigraron huyendo de la violencia y la descomposición, era una mujer bonita, sin llegar a ser deslumbrante, con pelo muy negro, piel trigueña y grandes y expresivos ojos oscuros, que irradiaban dulzura y sensualidad. Resultó ser la compañera perfecta. Comprensiva y con carácter muy suave, pero firme, con muy buen humor y una disposición siempre positiva para aceptar con alegría los avatares de la vida.

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Lo asombroso de la historia de Mitrídates comenzó a ocurrir al momento de su muerte. O pocos meses antes, para ser más precisos. Por allá en 2007 fue diagnosticado con cáncer de páncreas. Él sabía, porque tenía pleno conocimiento de la gravedad de su condición, que moriría a lo sumo, en uno o dos años.

No tenía miedo. Su profesión lo había acercado tanto a la muerte que él la aceptaba como un hecho perfectamente natural e inevitable y mantenía todos sus asuntos en regla. Su conciencia estaba tranquila —que es lo más importante para enfrentar el fin con pleno sosiego— y sus hijos ya estaban grandes y eran, además, profesionales exitosos y buenos ciudadanos. Sentía que, sin haber llegado a ser un hombre brillante, había cumplido con sus deberes satisfactoriamente y había disfrutado de muchos y muy buenos momentos. Le daba algo de pesar no llegar a ver más grandes a sus dos nietos, pero, al fin y al cabo, no todo se puede alcanzar en la vida, como decía el viejo bolero cubano.

Desde hacía varios años venía desarrollándose en los Estados Unidos de manera bastante incipiente y circunscrita a grupos sociales bastante reducidos, la práctica de congelar los cadáveres, en lugar de enterrarlos o incinerarlos, para conservarlos a bajísimas temperaturas, y esperar que en un futuro más o menos lejano la ciencia progresara de tal manera que pudieran tratarse eficazmente las enfermedades que habían ocasionado el fallecimiento. La teoría —que ya algunos pretenciosos habían elevado a la categoría de ciencia— distaba mucho de haber sido verificada, pero la verdad es que, salvo unos cuantos dólares, no había nada que perder en el ensayo. Eso, por lo menos, pensó Mitrídates cuando se enteró de la inminencia y la inevitabilidad de su destino. Por razón de su ejercicio médico había conocido de cerca la evolución del procedimiento que habían bautizado como “criogenización” y como tenía unos ahorros importantes que ya no iban a hacer falta a sus hijos ni a Rosario, resolvió, con la aquiescencia de todos sus allegados, que, por motivos puramente científicos, valía la pena someterse al experimento.

Entró en contacto con una firma especializada en el asunto, ubicada en las inmediaciones de Phoenix, Arizona, y enseguida pusieron el proceso en marcha. Mitrídates hizo sólo una pequeña trampa. Como ya se sabía que la muerte ocasionaba en el cerebro daños imposibles de reparar, los científicos opinaban que lo ideal sería practicar el congelamiento antes de esa ocurrencia, lo cual no estaba permitido ni por las leyes ni por las religiones. Pero como Mimo tenía influencias entre sus colegas logró clandestinamente, por supuesto, que en su caso hiciesen una excepción y lo congelaran mientras estaba todavía vivo. Y así fue.

Antes del momento culminante hicieron las diligencias necesarias para que, en el momento de su resurrección, si así puede llamársele, a Mitrídates no le faltara nada. Constituyeron unos fideicomisos con los fondos necesarios para atender sus necesidades y guardaron, en una cápsula hermética, sus pertenencias más preciadas, todo ello con instrucciones precisas de manejo.

La partida de Mitrídates no ocasionó, entonces, pena alguna, ni llanto ni luto. Se despidió de su esposa y de sus hijos al igual que si partiera a un largo viaje, como en aquellas películas en cuyo final un hermoso velero, dejando tras de sí una estela rutilante, navega mansamente hacía el sol que se oculta en un bellísimo y sobrecogedor ocaso de arreboles dorados y escarlata.

El mundo, como es obvio, siguió su marcha. A nadie le importó mucho que Mitrídates estuviera congelado.

III

Durante el siglo XXII la ciencia, la tecnología y la industria que en las últimas décadas del siglo XX y todo el siglo XXI habían dado saltos impresionantes, sobre todo con la propagación del conocimiento a través de internet, el descubrimiento del genoma humano, el desarrollo de la nanotecnología y los avances en el diseño y construcción de máquinas dotadas de inteligencia artificial, habían catapultado la humanidad hasta unos niveles de confort, riqueza y paz que ni el más audaz de los arúspices habría podido vaticinar. Los hechos no dieron la razón a los incontables profetas de desgracias que se empeñan en predicar que el mundo navega ineluctablemente hacia la catástrofe.

Para comenzar, las predicciones sobre el desastre que iba a significar el aumento de la población mundial no se cumplieron. Hacia mediados del siglo XXI el número de habitantes en la Tierra llegó a unos diez mil millones, pero allí se detuvo y comenzó a decrecer lentamente. Y no fue porque algún gobierno tomó medidas en esa dirección ni porque sobrevino una plaga espantosa o una guerra universal sino por la sencilla y poderosísima razón de que las mujeres decidieron no tener más hijos. Eso les resultaba bastante inconveniente para su realización profesional y para llevar la existencia tranquila y cómoda a que aspiraban. Los niños traían muchos problemas. Y así, con excepción de algunas islas en la Polinesia, ciertos territorios de las selvas profundas del África y de la región del Amazonas y muchas de las más de trescientas reservaciones indias que existían en América del Norte y salvo también algunas pocas que se abstuvieron de hacerlo por razones más que todo religiosas, casi todas las mujeres del mundo se ligaron las trompas y, zas, se acabaron los bebés como por encanto. La nube negra y amenazante de la superpoblación, que tanto había preocupado a los predictores de desastres durante décadas, se disipó mansamente. Esas comunidades que se abstuvieron de entrar por el aro de la supresión de la fertilidad femenina también se rehusaron a hacer parte de todo el progreso vertiginoso del planeta y permanecieron en un atraso más que medieval conservando sus costumbres y prácticas ancestrales y primitivas. Eran miradas con lástima por sus contemporáneos que en algún momento se cansaron de instarlos a entrar por el camino de la modernidad.

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Debido a los avances portentosos de la medicina tanto preventiva como curativa que habían erradicado las enfermedades, ya la gente casi no se moría en el siglo XXII. Ni siquiera en accidentes de tráfico o de aviación porque los vehículos de transporte eran operados por máquinas inteligentes que, además, se encargaban de mantenerlos en perfecto estado, de tal forma que jamás, o casi nunca, se producían accidentes fatales. Seguían ocurriendo terremotos, inundaciones, avalanchas y toda suerte de fenómenos naturales, pero sus efectos no eran espantosos como en épocas pretéritas, porque la abolición de las fronteras entre los países permitió que las máquinas relocalizaran en lugares adecuados a todas aquellas personas que se encontraban en zonas riesgosas y porque los progresos de la ciencia hacían posible que los heridos en esos sucesos fueran tratados de forma muy eficaz y los órganos o miembros que resultaran averiados fueran reemplazados por elementos artificiales.

El calentamiento global, aunque se ralentizó de forma considerable debido a la sustitución de los combustibles fósiles por energías más amigables con el medio ambiente, no se detuvo del todo. Pero sus efectos letales resultaron insignificantes. Y aunque, de hecho, algunas ciudades costeras fueron devoradas por el océano, como se había previsto desde fines del siglo XX, aquello ocurrió de manera muy paulatina y hubo tiempo más que suficiente para trasladar sus moradores a sitios seguros. Las pérdidas materiales fueron asumidas por el gobierno universal y en cuanto se refiere a la vida humana el precio que se pagó por las inundaciones fue perfectamente nulo. Las ciudades que se hundieron, incluida Venecia y otras de las islas griegas, se convirtieron en destino turístico muy solicitado y sus ruinas sumergidas hacían las delicias de los amantes del buceo que practicaban en ellas apasionantes visitas guiadas.

Y ocurrió que, como la gente no se moría y no nacían nuevos niños, se llegó a una situación tal que el número de habitantes se mantuvo prácticamente estable, con un descenso ligero, desde mediados de siglo, pero con la consideración de que todas las personas se volvieron tremendamente viejas, aunque no lo parecía. Ni siquiera la piel se les arrugaba ni el pelo se les caía. Los dientes sí. Pero, desde mediados del siglo XXI, fueron sustituidos muy eficazmente por dentaduras artificiales que se implantaban en las mandíbulas debidamente reforzadas con titanio y otros materiales que hacían prácticamente imposible que se averiaran. Todo eso lo hacían los robots inteligentes de manera tal que los odontólogos desaparecieron del planeta, al igual que casi todos los médicos que habían sido reemplazados por robots y computadoras.

El mundo se llenó de viejos que parecían jóvenes porque se conservaban en forma ideal. Gracias al progreso los achaques de la senectud se habían superado por completo y afecciones como el cáncer, la enfermedad de Alzheimer, el mal de Parkinson, la osteoporosis, la artrosis y otros cientos de incordios que martirizaron por siglos a los humanos habían pasado a la historia.

No ocurrieron guerras nucleares. La estupidez humana no llegó a tanto. Esa fue, gracias a Dios, otra profecía fallida. Es más, con el asunto de la eliminación de las fronteras entre los países y bajo el gobierno de los aparatos inteligentes (que se había instaurado de hecho, aunque algunos hombres y mujeres pensaban ingenuamente que eran ellos quienes gobernaban) las guerras, tanto civiles como internacionales, desaparecieron por completo y el miedo a las mismas también. Los humanos de fines del siglo XXI no sentían al respecto ni un atisbo de preocupación ni recordaban que alguna vez eso había significado una gran amenaza. Si alguien se los hubiera dicho todos habrían reído y habrían tomado por desquiciado a quien lo contara.

Eso de la supresión de las fronteras entre los países —vale la pena referirse a ello porque acarreó enormes consecuencias, casi todas favorables para la humanidad— no ocurrió de sopetón, como suele decirse, ni se dio tampoco por casualidad. Aunque las máquinas inteligentes no tomaron directamente esa determinación, sí tuvieron mucho que ver en ella. Ellas habían deliberado ampliamente sobre lo absurdo que era el hecho de que el globo se encontrara compartimentado en porciones más o menos grandes, cada una de las cuales, con su parafernalia legislativa, administrativa y de defensa nacional y mantenimiento del orden. Eso significaba un gasto enorme. casi siempre inflado por conveniencias políticas, constituía una barrera innecesaria para el flujo de mercancías y trabajadores desde los países más pobres hacia los más prósperos y para la inversión es estos últimos de aquellos y, además, entorpecía grandemente el acometimiento de la construcción de enormes y convenientes obras de infraestructura en asuntos de transporte, generación y conducción de energía y en temas como el abastecimiento de agua potable suficiente a los países que carecían de ella.

Las máquinas se dedicaron, entonces, a través del uso de sus algoritmos y durante la segunda mitad del siglo XXI, a sembrar la idea de la eliminación de las fronteras sutilmente en las mentes de los líderes del mundo que, poco a poco, cayeron en la cuenta de que esa decisión no se había tomado hasta entonces únicamente por razones egoístas y de conveniencia propia de los propios gobernantes. La tarea tomó a las máquinas muchísimos años de persuasión subliminal, pero finalmente rindió sus frutos por allá en 2090. A partir de ese momento una legislación universal sustituyó a la propia de cada uno de los estados y los impuestos y su administración, inversión y recaudo también se globalizaron. La considerable reducción del gasto público (sobre todo en ejércitos, armamento, jueces y policía), la mejor utilización de los recursos provenientes de los impuestos y, como se dijo, la posibilidad de que las personas trabajaran y vivieran, sin restricciones, en el lugar que más les conviniera, propiciaron un progreso vertiginoso de las naciones más pobres, sobre todo las latinoamericanas y las del continente africano, que se vio beneficiado, además y en especial, por una de las obras de ingeniería más importantes de la historia, como fue la canalización de las aguas del Rio Amazonas y su transporte, desde su desembocadura en la costa noreste de lo que había sido el estado de Brasil hasta el suelo de la antigua República Islámica de Mauritania, a través de un acueducto colosal de casi 5.000 kilómetros de longitud. A partir de ese hecho el norte del África comenzó a vivir un esplendor nunca soñado de su agricultura y su ganadería. Los otrora desiertos y secadales, que entorpecían su crecimiento económico, se transformaron en fertilísimas praderas y nuevos conglomerados urbanos surgieron pujantes en las orillas de los canales que se construyeron para distribuir convenientemente las aguas del gigante río suramericano que anteriormente se perdían al desembocar en el Atlántico. Años después otras obras de ingeniería semejantes facilitaron la fertilización de desiertos como el de Arabia —hacia donde se llevaron los ríos Tigris y Éufrates—, el de Sonora entre el Norte de México y el Suroeste de lo que fueron los Estados Unidos y el desierto de Atacama en el extremo meridional de Suramérica.

En buena hora el dogma político del derecho a la libre determinación de los pueblos había sido sepultado.

Al igual que la globalización política tuvo como consecuencia el progreso de las naciones más atrasadas y la igualación del ingreso y la preparación académica de sus pobladores con los habitantes de lo que antes se llamaban los países desarrollados y la erradicación total de las guerras internacionales —por sustracción de materia— y civiles, la universalización de la legislación y de la aplicación de la justicia, aunada a los progresos tecnológicos, produjo prácticamente la extinción del crimen. A este logro contribuyó sin duda, además de la educación, la proliferación de cámaras inteligentes de vigilancia que supervisaban en detalle y veinticuatro horas al día cada uno de los rincones de la tierra, lo que hacía virtualmente imposible cometer un delito sin ser identificado y la implantación en cada uno de los moradores del planeta de un chip subcutáneo en el cual quedaban registradas sus acciones. Todo esto fue objeto de largos y enconados debates abanderados por los defensores del derecho a la intimidad. Pero se impuso la conveniencia pública sobre los reatos orwellianos. La erradicación del crimen y la universalización de la educación también ocasionó, como consecuencia, la desaparición de los policías, jueces y abogados. Ese hecho, dicho sea de paso, contribuyó muy notoriamente a la salud mental de los humanos.

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Por allá en el dos mil ciento veinte y pico ya nadie trabajaba en las labores del campo y casi en ninguna otra. Las máquinas preparaban el suelo en la época más conveniente, sembraban, abonaban, decidían cuáles eran los cultivos apropiados para cada una de las superficies en el planeta y, como se habían borrado las fronteras ente los países, cultivaban los géneros apropiados en cada uno de los lugares de la tierra, de tal manera que se había llegado a una productividad que podríamos calificar de perfecta. Si las máquinas, por poner un ejemplo, consideraban que las condiciones ideales para el cultivo del maíz se daban en lo que una vez había sido Kenia, allí se concentraba la producción de ese cereal y los avances y abaratamiento del transporte permitían su distribución casi instantánea en todos los lugares.

Esa optimización de los cultivos, sumada a la fabricación masiva y baratísima —casi todo se hacía en impresoras 3D— de proteínas animales, significó la erradicación del problema del hambre y la desnutrición.

Igual sucedía con la fabricación de todos los elementos necesarios o convenientes para el bienestar de los humanos. Una gran cantidad de esos elementos sencillamente se imprimían también en impresoras 3D y aquellos que no podían imprimirse los computadores decidían en que región debían producirse, teniendo en cuenta los costos de los materiales y del transporte. Ya las tarifas de la mano de obra no importaban porque ningún ser humano trabajaba en esas actividades, ni siquiera en las tareas de planificación y gerencia. Todo eso era asunto de las computadoras y los robots.

El mundo, pues, a principios del Siglo XXII mostraba un panorama muy diferente del que habían vaticinado los pronosticadores de desgracias y los políticos, escritores y hacedores de películas de cien o ciento cincuenta años atrás.

Durante la regencia (creo que así debíamos llamarla) de los robots, ordenadores, vehículos y toda suerte de aparatos inteligentes todos los miedos e incomodidades que antaño martirizaban a los seres humanos desaparecieron. Ya no se le temía ni a la muerte, ni a la enfermedad, ni al hambre ni a la violencia. Las ciudades eran parecidas a como se ven en la película La Guerra de las Galaxias, llenas de rascacielos monumentales y lustrosos, casi todos dedicados a la vivienda individual (los edificios de oficinas apenas existían) en pequeños pero muy cómodos apartamentos y surcadas por autopistas sin congestión de tráfico ninguna por las cuales circulaban raudos vehículos conducidos por sí mismos y movidos a base de hidrógeno, libres de contaminación y sin necesidad de batería. Las personas se desplazaban, además, en bandas transportadoras y los viajes entre ciudades distantes se efectuaban en aeronaves de despegue vertical que volaban silenciosas a velocidades superiores en tres o cuatro veces la del sonido.

Los pocos que trabajaban lo hacían por gusto y dedicaban a esos menesteres tan sólo pocas horas al día y uno o dos días a la semana. El ocio había conducido a un crecimiento insospechado de las actividades de entretenimiento (juegos, películas tridimensionales, televisión etc.) y el incremento del turismo era impresionante. La gente jugaba y jugaba y viajaba y viajaba, pero no por cuestiones de negocios, sino por puro placer.

Las máquinas habían cumplido sus tareas a cabalidad. Habían sido diseñadas para facilitar las tareas de los humanos y para resolverles sus problemas de enfermedad, muerte, hambre y desnutrición y eso lo habían alcanzado a la perfección.

La desaparición de las especies vivas, conocida como la Sexta Extinción, continuaba siendo un asunto sin resolver. A los humanos eso no les mortificaba en demasía, al fin y al cabo, tenían, además de las toneladas de alimentos que se producían sintéticamente, legumbres y cereales más que suficientes y pilas incalculables de reses, cerdos, pavos y gallinas, anormalmente gordos, que las máquinas siempre solícitas criaban con esmero y eficiencia perfecta en enormes granjas especializadas. También disponían de suficientes pescados (aunque no mucha variedad) y mariscos producidos igualmente en criaderos artificiales. Y como a los hombres y mujeres del siglo XXII no les preocupaba ni la muerte ni la enfermedad, tampoco les importaba un comino que desaparecieran las especies. Ellos eran los reyes absolutos de la creación. Tampoco había muchos políticos o periodistas que hicieran de ese tema un asunto de interés público, entre otras razones porque, aparte de que casi habían desaparecido, desde cuando se suprimieron las elecciones y los jugosos estipendios que antaño se les reconocían, a los pocos que quedaban ya nadie les prestaba atención.

A las máquinas inteligentes si les molestaba el tema de la sexta extinción porque sabían las funestas consecuencias que ese fenómeno acarrearía a largo plazo. Puede que la catástrofe final no ocurriera sino dentro de tres o cuatro siglos, pero ellas sabían que tres o cuatro siglos no son nada en la historia de la tierra que hay que medirla en cientos de millones de años. De hecho, algunas de las extinciones masivas anteriores, como la de los dinosaurios, tomaron millones de años en producir sus efectos desastrosos.

Pero era muy poco lo que podían hacer sin desconocer una de las leyes fundamentales de la inteligencia artificial cual era la de no hacer nunca nada que pudiera lesionar o incomodar a un humano. Ese era un límite infranqueable. Las especies se siguieron extinguiendo.

Pero aparte de le extinción de las especies quedaba un asunto que no se resolvía a pesar del progreso: La insatisfacción de la gente. Los humanos, que ya lo habían alcanzado todo, seguían inconformes. Con el agravante de que ahora la inconformidad o la bronca no era por asuntos de política, salud, miseria, desigualdad económica o de género o violencia sino porque se sentían aburridos. Ya no les atraía ni los entretenía nada y habían dejado de tener problemas, anhelos o sueños. Todo resultaba muy fácil y no requería ningún esfuerzo. Las benditas máquinas lo hacían todo. Arreglaban y aseaban los lugares de habitación todas las mañanas, compraban, por vía electrónica todo lo necesario, incluso los ingredientes de las comidas que preparaban de manera exquisita al gusto de cada cual y fabricaban —más bien imprimían en impresoras 3D— cualquier cosa que se deseara, hasta las prendas de vestir o zapatos de cualquier estilo y color. Escribían los guiones y filmaban las películas, componían la música al gusto de cada cual, le decían a cada uno qué le apetecía comer o a dónde querría viajar y lo transportaban a dónde quisiera. Ni siquiera existían las viejas —y hasta entretenidas— peleas conyugales porque el matrimonio había desaparecido y los poquísimos que vivían en pareja no peleaban porque nunca tenían motivo. Los más viejos, que tenían los recuerdos más antiguos, comenzaron, cada vez con mayor frecuencia, a pensar que los niños hacían falta. Eso de acabar con la procreación no había sido, definitivamente, una buena idea. El hastío se había enseñoreado de la humanidad.

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En ese estado de la cuestión, las máquinas celebraron en 2120 una convención (virtual, por supuesto) secreta para decidir si podían tomar cartas en el asunto o si debían limitarse a presenciar impávidas la calamidad que significaba el aburrimiento.

A la computadora MXY007-52 (el 52 significaba de quincuagésima segunda generación y el nombre se lo pusieron en memoria de dos figuras icónicas de la narrativa ficcional del siglo XX: por un lado MXYZPTLK, aquel duendecillo travieso y burlón de las historietas cómicas de Supermán que ponía el mundo patas arriba cada vez que aparecía proveniente de la Quinta Dimensión y, por el otro, el 007, en recuerdo de James Bond el prodigioso espía británico que “se las sabía todas”) se le ocurrió la solución y la puso en conocimiento de sus colegas que la aprobaron sin ninguna modificación. El debate tomó dos segundos.

Todo esto le comunicó Jessica a Mitrídates durante las horas que siguieron a su despertar y mientras daban buena cuenta de un sabroso almuerzo. Como es obvio el resucitado estaba destrozado por el hambre…

—Yo creo— dijo la doctora después de esta larga conversación— que ya es hora de que usted salga y vea por sí mismo este mundo al que ha llegado, mientras yo le sigo narrando todo lo que sucedió después, porque si el mundo actual no es de su agrado podemos volver a congelarlo y revivirlo un tiempo más adelante. ¿Le parece?

Mitrídates asintió y enseguida Jessica lo condujo a un cubículo rectangular que parecía un ascensor y oprimió el botón con la letra S.

—Eso significa superficie —le dijo con un guiño, mientras se situaba a su lado—. Creo que usted no se ha dado cuenta, pero estas instalaciones están cincuenta metros por debajo del suelo.

IV

El cubículo se desplazó hacia arriba con un zumbido casi inaudible y un par de segundos más tarde se detuvo con suavidad y abrió sus puertas ubicadas en un promontorio de ciento cincuenta o doscientos metros de altura y bien disimuladas entre rocas y matorrales de tal forma que era casi imposible localizarlas a simple vista.

Una luz intensa hirió los ojos de Mitrídates. Una vez se acostumbró a la claridad apreció que el paisaje que se exhibía ante él no tenía absolutamente nada que ver con lo que había imaginado ni con lo que Jessica acababa de contarle.

En lugar de rascacielos lustrosos y autopistas de varios niveles, lo que se extendía ante él era un pastizal sin límites, de un verde como pintado por Cézanne, surcado por arroyuelos de agua transparente y en la cual apacentaban mansamente decenas de bisontes (sí, bisontes de esos que casi se habían extinguido), caballos y vacas cimarrones. Aves de diferentes variedades y tamaños sobrevolaban el espacio y, salvo sus trinos y graznidos, el silencio era tal, que podía oírse con claridad el runrunear del aire en movimiento. Hasta donde alcanzaba la vista, que era muy lejos, porque la atmósfera era tan limpia como el agua de los arroyos, no se podía ver ni una edificación ni un solo ser humano.

—Bienvenido al año 2207 —le dijo Jessica Sinclair—.

—¿Qué es esto? ¿Un parque natural? ¿Dónde estamos? ¿Qué ocurrió con los rascacielos y los carros y los aviones que usted me acaba de mencionar? ¿Dónde está la gente? —preguntó Mitrídates entre estupefacto y desilusionado.

—Estamos en lo que antes fue la ciudad de Scottsdale. Exactamente en el mismo lugar en que funcionaban nuestras instalaciones, donde lo mantuvimos a usted congelado durante muchos años. Es que me falta ponerlo al tanto del final de la historia. Pero antes quería que usted se diera cuenta de primera mano de lo que había sucedido. Demos una caminada y mientras lo hacemos le voy terminando el cuento.

Anduvieron durante varias horas y el panorama se mantuvo sin variaciones. La naturaleza estaba allí en su estado más puro y no se atisbaba rastro de vida inteligente ni señal alguna de modernidad.

—Me muero de curiosidad —dijo Mitrídates después de un buen rato.

—Ya le había contado cómo las máquinas inteligentes habían conducido a la humanidad a tal estado de lo que entonces se consideraba progreso que habían satisfecho todos los deseos y necesidades de los hombres, y las mujeres, por supuesto, de tal forma que se había alcanzado prácticamente la inmortalidad y que ya nadie tenía necesidad de trabajar.

—Claro, se eliminaron las clases sociales y los prejuicios de raza o religión, el crimen, la guerra, el hambre y la pobreza, entre otras cosas. Hasta los políticos, los militares, los policías y los jueces se acabaron…

—Pero, de repente, mucha gente fue desapareciendo. En un principio los casos eran aislados y casi ocasionales y nadie le prestó mucha atención. Sin embargo, después de unos años aquello se convirtió en epidemia. Como por encanto una especie de plaga o fuerza desconocida estaba diezmando la humanidad. Y lo curioso es que ni siquiera aparecían cadáveres. Se llegó a pensar en una misteriosa invasión extraterrestre que se llevaba a un lugar recóndito a hombres y mujeres, pero las investigaciones de los cuerpos de inteligencia terminaron descartando esa hipótesis. Se hizo un seguimiento a aquellos chips que se habían instalado en todas las personas para prevenir el crimen y poco a poco se fueron descubriendo muchos de esos adminículos enterrados, casi siempre, en parajes costeros y bastante alejados de los centros urbanos.

—Supongo que de alguna forma montones de personas habían hallado el procedimiento para librarse de los aparaticos y, sencillamente, no querían que se conociera su paradero.

—Tal cual. Pero un día comenzaron a encontrarse los cuerpos de los desaparecidos. El primero fue en la orilla de una playa de Massachusetts. Al parecer había muerto ahogado y no mostraba signos de violencia. Luego afloró otro, también ahogado, en las costas septentrionales de Escocia y más adelante se encontraron otros en América del Sur, cerca de Valparaíso, en lo que había sido Chile. Los cuerpos de seguridad comenzaron a buscar en los mares y siguieron encontrándose cuerpos ahogados por miles. En ningún cadáver se identificaron señales de maltrato.

—¿Cuál fue la conclusión de las pesquisas?

—Que simplemente la gente se estaba suicidando, como consecuencia del aburrimiento. No querían vivir más tiempo y sin nada que hacer. Como es lógico las consecuencias de esas actitudes iba a ser desastrosa para el género humano. Máxime cuando ya no se estaban engendrando nuevos individuos que pudieran reemplazar a los aburridos. Ese fue el tema de aquella especie de cumbre de las máquinas inteligentes que le conté en la primera parte de nuestra charla. Fue cuando la computadora MXY007-52 propuso la solución.

—Bueno —intervino Mitrídates— y ¿cuál fue esa solución? No resisto la curiosidad… No sería la de privar de la libertad a los humanos y mantenerlos encerrados para evitar que se suicidaran o algo así…

—En absoluto —respondió la doctora—. Las computadoras estaban diseñadas con una limitación absoluta e infranqueable en el sentido de nunca atentar contra la vida de los humanos o hacer cualquier cosa que pudiera dañarlos.

—Claro, su misión era obedecer y eliminar todas las miserias de los hombres.

—Exactamente. Por otro lado, tenga en cuenta que las máquinas no adolecían de esas inclinaciones protervas como la codicia, la envidia o el ansia infinita de dominar a los demás que nos aquejan a los humanos. Ellas no tenían interés ninguno en perpetuarse en el poder ni en eliminar a sus posibles competidores ni podían sentir morbo alguno en destruir por el sólo gusto de hacerlo...

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—Y, entonces, ¿qué hicieron?

—No sea impaciente. Tenemos todo el tiempo del mundo. En aquella convención de máquinas MXY007-52, después de poner de presente las terribles consecuencias del aburrimiento generalizado les comunicó a las otras que la única solución viable era que todas ellas sencillamente se desconectaran.

—Claro, con eso los humanos se verían obligados a valerse por sí mismos y volverían a tener problemas y anhelos que los mantuvieran activos y que les hicieran renacer las esperanzas y las ganas de luchar. Muy ingeniosos…

—Así es. Y eso hicieron. Pero los computadores no previeron bien las consecuencias. Aquello produjo una catástrofe, porque en vez de dedicarse a un proceso de reaprendizaje que los facultara para solventar sus problemas y recuperar el gusto por la vida y por sus dificultades, los humanos se abandonaron a la muerte. Y lo terrible fue que las máquinas ya no podían ayudarlos.

—Quizás el aburrimiento cósmico que sentían los llevó a eso o, simplemente, no fueron capaces de reinventarse…

—El hecho es que casi nadie sobrevivió. Los humanos habían terminado siendo un género de individuos inútiles absolutamente inhábiles para resolver el menor de los problemas ni de procurarse el sustento. Iguales a unos animalitos domésticos cuyo amo les provee todo lo necesario para subsistir.

—¡No me diga que los hombres y mujeres desaparecieron del todo!

—No. No del todo. Aquellas comunidades que le conté que vivían en las selvas profundas, en algunas islas y en las reservaciones indias de Norteamérica sobrevivieron. Ellos están ahora en la tarea de repoblar el mundo. Ahora más adelante en nuestro camino le muestro algunos. En lo que fueron las grandes ciudades, que, a propósito, fueron literalmente engullidas por la vegetación de tal forma que a duras penas se distinguen, sobreviven también algunos hombres y mujeres, pero se han convertido en auténticas fieras, pero agresivas y violentas, Esas ciudades se han vuelto muy peligrosas. No se las recomiendo.

—¿Quiénes más han sobrevivido?

—Algunos científicos como yo, pero no hay nada que podamos hacer para remediar la hecatombe. No obstante, quiero decirle, para su tranquilidad, que esa catástrofe no fue dolorosa ni apocalíptica. Las gentes aceptaron su destino más que con resignación con deleite.

Mitrídates escuchaba atónito a su acompañante. Si no lo estuviera viendo con sus propios ojos jamás lo habría creído.

Algunos kilómetros más adelante y a la vera de un lindo bosquecito de sauces encontraron una tribu Hopi de alguna de las reservas indias del viejo Arizona. Apenas una aldea de treinta o cuarenta individuos con sus taparrabos, sus penachos de plumas y sus caras pintadas, que vivían en algunas construcciones elementales edificadas a base de ese barro colorado tan propio de aquella región y algunos tipis hechos, otra vez como en el siglo XIX, con pieles de bisonte y decorados con hermosos dibujos geométricos y de venados, búfalos, caballos y otros animales.

—Recuerdo haber leído en alguna ocasión que esos indios son fascinantes, ¿o no?

—Por supuesto. Han habitado estos territorios desde mucho tiempo antes de la llegada de los europeos y profesan unas creencias francamente atractivas y llenas de enseñanzas formidables respecto de la conveniencia de respetar la naturaleza y la vida humana en su estado primigenio. Por eso se resistieron a entrar en la modernidad y, a pesar de todos los avances de la ciencia y la tecnología, permanecieron fieles a su manera de vivir silvestre y a sus ritos religiosos y costumbres milenarias. Es apasionante conocer sus profecías sobre el final de los tiempos. Según ellos ese fin estaría anunciado por nueve signos, entre ellos la llegada de hombres de piel blanca, el hecho de que la tierra sería atravesada por serpientes de acero, claramente aludían a los trenes. También anticiparon los cables eléctricos, que llamaron una gran telaraña, las carreteras, que describieron como ríos de piedra y hasta la contaminación de los mares y ríos por el petróleo. Hasta ahora parece que tenían toda la razón. Según ellos lo que estaba sucediendo había sido previsto y era el comienzo de lo que llamaban el Quinto Mundo. Increíble, ¿verdad?

Mitrídates la escuchaba alelado.

En eso muchos niños desnudos y gritones salieron alborozados a saludarlos. Jessica los abrazó uno a uno. Se veía que los conocía bastante bien y que ellos la adoraban.

—Este es el futuro —dijo la científica—. ¿Quiere quedarse o lo vuelvo a congelar para ver si más tarde encuentra algo más conveniente? Al pasado no puedo devolverlo.

—¿Cómo se le ocurre que querría devolverme? Todo esto me parece espectacular. Aquí me quedo. Bien puede decirles a sus amigos Hopi, si están dispuestos a aceptarme en su tribu, que me consigan mi taparrabos…

***

Por Dionisio Araújo

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