Tiempo de barro
El viernes 1° de diciembre, en el marco de “Colombia es música sacra”, se realizó un taller sobre la construcción de ocarinas en la Quinta de San Pedro Alejandrino, en Santa Marta, que reunió a un líder arhuaco, un investigador en arqueomusicología y un músico que interpreta instrumentos de barro y viento.
Danelys Vega Cardozo
Las hojas se balancean con el viento; izquierda, derecha. En el centro, una construcción blanca. Letras blancas, fondo amarillo: “Quinta de San Pedro Alejandrino”.
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Las hojas se balancean con el viento; izquierda, derecha. En el centro, una construcción blanca. Letras blancas, fondo amarillo: “Quinta de San Pedro Alejandrino”.
Adentro, las hojas siguen moviéndose. Hay troncos gruesos, otros no tanto. Sus raíces son invisibles; están atrapadas entre hojas verdes. Allí, hasta los árboles tienen historia: los de tamarindo han sobrevivido por 250 años, y los de samán, unos 450.
En alguna parte de la hacienda, un pequeño puente y, en uno de sus costados, una pared amarilla. En ella, un letrero blanco con palabras negras y delgadas anuncian que, el 6 de diciembre de 1830, Simón Bolívar pasó por ahí. Más adelante, el sueño del Libertador se hizo realidad. No es la Gran Colombia, pero representa la unión de varios países: en un camino se erigen banderas de distintas naciones americanas. Al fondo, hay una edificación blanca; su nombre es Altar de la patria. “Colombia al Libertador”, se lee en la parte superior. Debajo, una imagen acompaña las palabras: la de un Bolívar moribundo en una cama, siendo observado por varios hombres. Ya no parece Colombia, porque alrededor del altar se levantan columnas blancas, que recuerdan lo que fue el origen de una democracia; la primera de todas: la ateniense.
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Muy cerca hay un pasillo, que comunica a un salón de talleres. El mismo color una y otra vez: blanco. En ese momento, en el salón convergen más de 30 personas. En las sillas hay seres humanos. En las paredes, cuadros. Y en el techo, luces; sí, blancas.
“En un mundo de plástico y ruido, quiero ser de barro y silencio”, dice un hombre citando a Eduardo Galeano. Su pelo largo está recogido. En su cuello porta un collar; en sus brazos, una que otra manilla, y en su torso lleva atravesada una mochila. Luce camisa de manga larga blanca y pantalón verde oliva. Es arqueólogo de profesión, pero amante de la música por vocación. Combina ambas: construye aerófonos y realiza investigaciones en arqueomusicología, una disciplina que indaga en el pasado, en los vestigios de los instrumentos musicales.
Él se llama Agustín Cárdenas, y su interés por los instrumentos de barro desde la arqueología empezó mientras cursaba su carrera y trabajaba en el Museo Universitario de la Universidad de Antioquia. Un día, se dio cuenta de que los instrumentos que estaban ahí habían sido relegados, que pertenecían a la categoría de las cosas olvidadas. “Nunca habían tenido personas que les llamaran la atención, que se acercaran a ellos, que los exploraran”. Él no quiso ser como esas personas, entonces se interesó en ellos desde la investigación. Los instrumentos dejaron de ser mera decoración.
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El barro o, si se quiere, la arcilla, es moldeada por sus manos. Algunos siguen su ejemplo, otros trabajan con instrumentos preelaborados, con ocarinas que son decoradas con la ayuda de un palo de pincho. “Lo que tenemos no son objetos, sino sujetos”, dice Agustín Cárdenas. “En la cultura occidental, lo visual es lo que más énfasis ha tenido, y otros sentidos no han sido explorados”, aseverará más tarde.
En unas cuantas sillas de por medio está sentado un hombre canoso con gafas. Viste camisa azul y pantalón gris. Su nombre es Luis Fernando Franco y es músico, arreglista y compositor. Lo une a Agustín Cárdenas un mismo interés: el de los instrumentos de barro y su rescate musical en los espacios museísticos. Algún día, emprendió un recorrido por aquellos lugares. Comenzó a tocar puertas para llevar un mensaje: “Los instrumentos están vivos”. Hizo énfasis en su vigencia sonora, más allá de su belleza iconográfica.
Muchos años atrás, los instrumentos eran solo de barro. Con el tiempo pasaron a ser de cobre u oro. De eso habla un hombre de pelo largo, ataviado con una túnica blanca con rayas azules, faja ancha en la cintura y gorro tutusoma, quien también se refiere a cómo el uso comercial de los instrumentos hace que pierdan su origen. “El instrumento genera energía positiva o negativa dependiendo de su uso”, advierte. Su cosmovisión es indígena, porque él, Hermes Reinel Izquierdo, pertenece al pueblo arhuaco; es líder y músico. Lo acompañan su esposa y sus hijos. Él mastica y mastica una hoja verde, que lo hace lucir un pequeño bulto en una mejilla. Ella teje envuelta en silencio; hay voces, pero ninguna proviene de sus labios. Ellos, sus hijos, a ratos permanecen a su lado, a ratos prefieren cambiar la silla de plástico por el tacto de la tierra de la baldosa de afuera.
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“Mientras uno los va haciendo, va depositando pensamientos en ellos”, dice Agustín Cárdenas sobre la elaboración de ocarinas. Sus manos ya no son blancas; el barro ha dejado huellas en ellas. “¿Hay alguna canción para el barro?”, le pregunta al mamo arhuaco. “No específicamente para el barro”, le responde. De todas formas, el arqueólogo lo incita a que toque una pieza. Hermes Reinel se levanta de la silla, coge en sus manos una flauta y empieza a tocar. Es la segunda vez que los participantes escuchan el sonido del viento transformado en música. Antes el turno había sido para la ocarina y la interpretación de Luis Fernando Franco. “Sin el vacío no puede existir música”, había dicho.
Desde niño le han llamado la atención los instrumentos de viento. Cree que ese interés proviene de la reflexión que conlleva sobre el soplo. “Esa acción de poder recibir del mundo y devolver al mundo. También como un ejercicio que me muestra, cotidianamente, la relación que tenemos todos los seres”. Pero piensa que los vientos ya no son tan favorables, que ahora la interconexión se ha perdido, o más bien, ya no importa. “Tal vez la normalidad era el problema”, les dice a los asistentes. Aquella es una reflexión que le dejó la pandemia. “Creo firmemente que somos seres interconectados y que tenemos que ir más allá de las relaciones del hombre con el hombre, sino del hombre con la naturaleza”, reafirmará, unos minutos después.
Interconexión o compartir, esa es la apuesta del líder arhuaco como una herramienta para “enderezar un poco la visión o la forma de ver el mundo”. Desde su cosmovisión no hay vida sin barro. El hombre existe gracias al barro. “Por tal motivo, un arhuaco sin tierra es un arhuaco vulnerable”. Agustín Cárdenas parece ser arhuaco, aunque no vista como uno. Aunque su pensamiento ya está “vestido”. Habla de la relación entre la naturaleza y el origen de la humanidad. “Todo es como un ciclo: salimos de la tierra, estamos acá y volvemos a ella; la tierra vuelve y nos cobija. El instrumento es como una alegoría de eso: viene de ahí y regresa ahí”.
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Llega el momento del cierre. Todos se unen, pero no todos los sonidos llegan. Algunos no pudieron emitirlo, otros esperan paciente su turno. El turno que señala Luis Fernando Franco, quien mueve sus manos como lo haría un tenor; arriba, abajo; música o silencio. Ha dicho que quiere formar un amanecer. Antes, ha preparado a los participantes para ese momento. Les ha pedido que cierren sus ojos y tapen sus oídos. Solo hay un ruido: el de su ocarina. El tiempo se ha pausado por unos segundos. El tiempo es de barro.