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Todos los hombres famosos saben que lo son. Ninguno, en cambio, podría decir en qué momento preciso se le posó la fama sobre la cabeza. La única excepción a esa regla infalible es Gabriel García Márquez. Su versión de los hechos, en la que el dedo de Dios está presente, difiere previsiblemente de la mía. No me parece abusivo empezar con mi propio cuento.
Sucedió en Buenos Aires, a finales del otoño de 1967. Unos años antes, Francisco Porrúa, el mítico director literario de la editorial Suramericana, me contagió el entusiasmo por el manuscrito de una novela que le había llegado desde México, dividida en espaciados y precarios paquetes, y sobres los cuales pesaban los estigmas de los rechazados fulminantes: el de la casa Seix Barral, que juzgaba lo invendible, y el de Guillermo de la Torre, quien había insinuado al autor, en una carta cortés, que aligerara la “innecesaria poesía” del texto. No voy a ofender ahora la perspicacia del lector advirtiéndole que aquel manuscrito era el de Cien años de soledad.
Porrúa y yo quedamos en que invitaríamos al autor a ser jurado de un concurso de novela organizado en común por Suramericana y por el semanario Primera Plana, del que yo era jefe de redacción por la mera insolencia de conocerlo. En vísperas de la llegada de García Márquez, la revista incluyó foto en la portada. Pocos habían oído su nombre. Casi nadie lo había visto. En un cuento de Los Nuestros, Luis Harss lo había descrito como un hombre “duro y macizo, con un impresionante mostachón, una nariz de coliflor y los dientes emplomados”. Era la imagen de un gitano. Cuando Purrúa y yo fuimos a su encuentro en Ezeiza, a las tres de la mañana de un sábado de junio, advertimos que aquel relato temible omitía, sin embargo (como en las fotos), la más aterradora de sus cualidades: García Márquez era un vendaval, inmune al sueño y a las desgracias. Más que un gitano, parecía la reencarnación de Gargantúa.
Llegó vestido con una imprescriptible campera a cuadros, de rojos chillones y azules eléctricos, un pantalón ajustado, cuya textura de un helado de crema, y unas botas cortas, puntiagudas. Lo acompañaba una mujer maravillosa que parecía la reina Nefertiti en versión indígena. Era su mujer, Mercedes Barcha. Los dos arrastraban un hambre atroz, después de doce horas de tormento de un avión que no había cesado (así lo contaron) de desplomarse. Pretendían ver el amanecer violeta de la pampa junto a un fogón de carne asada. Desconsolados, los llevamos al último restaurante abierto en la calle Montevideo. Nos sirvieron unas costillas frías. Cuando quedó una en la fuente oí uno de sus epigramas famosos:
—¿Quieres una costilla? —me dijo.
—No sé -—contesté distraído.
—El que duda no ama —replicó García Márquez, mientras la carne desaparecía entre unos dientes que, de veras, estaban emplomados.
Mercedes y él pasaron dos o tres días en el más injusto anonimato. A veces el cuerpo de García Márquez caminaba, inequívoco, refulgente junto a las portadas de Primera Plana, que multiplicaban su imagen en los quioscos. Cierta mañana sobrevino el primer indicio de que la fama se acercaba. Estábamos en un café de Santa Fe y Suipacha, tomando el desayuno. Mientras observábamos los remolinos de la calle, vimos pasar a una mujer con una bolsa del mercado. En la cesta de la bolsa, humedeciéndose entre las lechugas y los tomates frescos, asomaba un ejemplar de Cien años de soledad.
Aquella misma noche fuimos al teatro del Instituto de Tella. Estrenaban, recuerdo, Los siameses, de Griselda Gambaro. Mercedes y él se adelantaron a la platea, desconcertados por tantas pieles tempranas y plumas resplandecientes. La sala estaba en penumbras, pero a ellos, no sé por qué, un reflector les seguía los pasos. Iban a sentarse cuando alguien, un desconocido, gritó “¡Bravo!”, y prorrumpió en aplausos. Una mujer le hizo coro: “Por su novela”, le dijo. La sala entera se puso de pie. En ese preciso momento vi que la fama bajaba del cielo, envuelta en un deslumbrado aleteo de sábanas, como Remedios la bella, y dejaba caer sobre García Márquez uno de esos tiempos de luz inmunes a los estragos de los años.
Se desencadenó entonces el vértigo. Un empresario del Café de Colombia le ofreció, a la noche siguiente, una fiesta a las orillas del río. García Márquez ya estaba por marcharse, cuando encontró a una muchacha que parecía levitar de felicidad.
—En verdad, ella está triste y no sabe darse cuenta. Espérame un momento —me dijo—. Voy a ayudarla a llorar. Se inclinó al oído de la muchacha y le deslizó unas pocas palabras secretas. A ésta le brotaron unas lágrimas enormes, incontenibles. —Cómo te diste cuenta de la tristeza? —le pregunté más tarde—. ¿Qué hiciste para que llorara? —Le dije que no se sintiera tan sola.
—¿Se sentía sola?
—Claro que sí. ¿Has conocido a una mujer que no se sienta sola?
Desde entonces lo perdí de vista. Hubo que ponerle una secretaria para que le filtrara las llamadas telefónicas y mudarlo de hotel para desorientar a los interminables visitantes. Su editor, Antonio López Llausás, fue una tarde a llevarle una valija llena de dólares, en billetes de diez y de veinte, como anticipo a los derechos de autor. Al cabo de muchos años de pobreza, García Márquez quería sentir la densidad y el volumen de su éxito. Cien años de soledad llevaba apenas diez días en la calle, pero ya había vendido cincuenta mil ejemplares.
Volvimos a encontrarnos furtivamente una noche, la víspera de su partida. Le habían contado que en un recodo del bisque de Palermo las parejas entraban en fogosas cuevas de oscuridad donde podían besarse libremente.
—Es un lugar que le llaman El Tiradero —arriesgó.
—Villa Cariño —traduje—. ¿Para qué quieres ir allí?
—Mercedes y yo estábamos desesperados —dijo—. Cada vez que vamos a besarnos, alguien nos interrumpe.
En los años que siguieron nos vimos incontables veces, cada vez con intervalos más largos. Hablábamos de los amores, de las ciudades y, en raras ocasiones, de los libros. Una de las últimas fue en Caracas, hace ya cinco años. Fue entonces cuando conocí la versión que García Márquez tenía sobre el nacimiento de su fama.
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Meses atrás se le había ocurrido fundar, con el dinero del Premio Nobel, un diario que se llamase El Otro. Pensaba por fin así a su largo y accidentado matrimonio con el periodismo. Pero no quería renunciar a la novela que lo acosaba por entonces y para que ya le tenía título: El amor en los tiempos del cólera.
—Nadie viaja en dos barcos al mismo tiempo —le dije por teléfono—-. ¿Quieres el diario?
—Quiero, pero no estoy seguro de que a mí me guste ir adentro.
—El que duda no ama —le recordé.
Decidimos enterrar El Otro en una fonda para camioneros, junto a una de las autopistas de Caracas, donde su cara ya demasiado famosa podía pasar inadvertida. Nos encontramos hacia las tres de la mañana. Mercedes, que no había comido aquella noche flanqueada por el presidente de Venezuela y el rey Juan Carlos de España, lucía un vestido largo, fastuoso, al que los camioneros adormilados no prestaron ninguna atención. Un mozo rengo trajo las cervezas. La conversación cayó de pronto en el pasado. Evocamos a Paco Porrúa, al manuscrito de Cien años de soledad que yo había regalado displicentemente en un pasillo de mi casa —sin saber que era el único—, a la muchacha que rompió el dique de sus lágrimas una noche de hacía veinte años. De pronto Mercedes nos devolvió a la realidad.
—Este lugar es horrible —me dijo—. ¿No pudiste encontrar algo mejor?
—La fama de tu marido tiene la culpa —me defendí—. En cualquier otra fonda de Caracas nos hubieran interrumpido a cada rato.
—Tendríamos que haber ido al Tiradero —dijo García Márquez.
—Villa cariño —volví a traducir—. Me temo que ya no exista. Mercedes hizo un guiño de picardía.
—¿Tú te imaginabas que Gabo sería tan famoso?
—Claro que sí. Yo vi el momento en que la fama le bajó del cielo. Fue aquella noche en Buenos Aires, en el teatro. Cuando la fama empieza de esa manera, ya sabes que no va a detenerse.
—Te equivocas —dijo García Márquez—. Empezó mucho antes—.
—¿En París, cuando terminaste El coronel no tiene quien le escriba? ¿Aquí en Caracas, cuando viste que se marchaba el avión blanco de Pérez Jiménez y el avión negro de Perón? O fue antes —dije con sorna—. ¿En Roma cuando Sofía Loren se cruzó contigo y te sonrió?
—Mucho antes —explicó seriamente. Afuera, más allá de las montañas, estaba amaneciendo—. Yo era famoso cuando me recibí de bachiller en el colegio de Zipaquirá, o antes todavía, cuando mis abuelos me llevaron de Aracataca a Barranquilla. Fui famoso siempre, desde que nací. Pasa que yo era el único que lo sabía.