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El imponente niñero no lo pensó dos veces y se sumergió en las sucias aguas del Magdalena y mató al caimán a machetazos. “Carranza, cuida al mocoso éste”, le había dicho don Pedro Obregón.
Carranza se llamaba el enorme indígena que le cuidaba las espaldas al niño don Alejandrito Obregón Roses. “Con mi padre salíamos los domingos, río adentro, nos perdíamos por los caños, los manglares, a matar caimanes con un máuser que sonaba como un trueno…” Era su primer recuerdo de Barranquilla: disparos de carabinas, manglares infestados de caimanes y domingos de cacería al lado de su padre.
Aunque tenía tiempo de andar con un rifle al hombro y de ir acompañado por el indio Carranza a todos los escondrijos de la ciudad, Alejandro Obregón todavía no se hacía barranquillero. Apenas era un ‘chaval´ recién llegado de Barcelona que enloqueció de libertad en el Caribe.
Cuando Alfonso Fuenmayor escribió que los barranquilleros nacen en cualquier parte del mundo, a lo mejor lo hizo pensando en su “querido Alejo”.
“Un día me entregan el 30-30 [la carabina palanquera] para que yo mate mi primer caimán; no sé si lo hice, en todo caso el culatazo me manda al suelo…”.
Al suelo, al otro lado del charco, directo a un castillo inglés en donde se vuelve jugador de rugby mientras aprende a tocar el violín, a leer en griego y hablar en latín.
De Inglaterra se va un par de años por EEUU y luego otra vez a Barranquilla, en donde lo esperan los negocios familiares. Todavía Alejandro Obregón no se hace barranquillero.
“Yo no sabía qué quería ser… me aburría de todo”.
Barranquilla no parece ofrecerle gran cosa, salvo la dirección de la empresa de tejidos más grande del país. En vez de ser un magnate industrial de 18 años de edad, prefiere sortear abismos manejando camiones para empresas petroleras en medio de las selvas del Catatumbo. De las recónditas selvas trajo las manos callosas y la férrea determinación de convertirse en pintor.”No sé, señor, yo no sé… Pero quiero pintar”.
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Se escurre de los compromisos familiares yéndose al sótano del museo de la ciudad de Boston a pintar acuarelitas.
“Now children and mister Obregón… Miss Lebrecht dictaba clases para niños de 6, 7, 8 a 10 años máximo y yo tenía 20″.
Dos meses le bastaron a “el bobo de la clase” para saltar del sótano del museo a la Academia de Boston, “ahí comenzó todo el lío”.
A la cabeza del gobierno colombiano se encontraba el liberal Eduardo Santos y de alguna forma a Obregón lo despacharon para España como Vicecónsul en plena II Guerra Mundial. Sin embargo, aprovecha y conoce a Picasso y su Guernica: “Me le presenté. Él dice: Obregón, ¡coño!, ¡qué buen nombre para un pintor!”.
Con todo este espaldarazo y”en medio de tanta porquería que era la guerra”, se va a recorrer la historia del arte occidental, de museo en museo y de galería en galería por toda Europa y sus períodos pictóricos:”me inscribo en un curso donde hay modelos todas las noches. Dibujé muchísimo”.
La única modernidad que se dio en Colombia es la que trajo consigo Alejandro Obregón, pero Alejandro todavía no se hace barranquillero.
“En el año 47 pinto un pez. Lo miro y digo: ¡pero qué fácil es pintar!”.
Durante el bogotazo, andando de saco y corbata y una tupida barba rubia en candado, pintó las masacres y comienza a ponerle conciencia a su pintura, pero enseguida dice: ”la pintura no soluciona nada” y entonces se va a montar un taller en la 23, encima del Teatro Faenza.
Tenía 30 años de edad cuando a Luis López de Meza, siendo rector de la Universidad Nacional, se le dio por poner a Obregón como director de la Escuela de Bellas Artes: “Boté a todo el mundo… teníamos furia y había que zafarse de la academia, porque todo era muy acartonado”.
Luego de sus primeras exposiciones, en las que casi vende todo lo que había pintado porque era baratísimo, y después de sacudir los circuitos del arte tradicional, decide tener “Conversación junto al mar” con Fausto Panesso, el autor del libro “Los intocables”.
Con ganas de pintar el Castillo de San Felipe de Barajas desde todos los ángulos, el pintor de barba republicana se confiesa: ”he tratado de disolver todas las escuelas donde me han nombrado director, en Bogotá, en Barranquilla…”
Obregón se hace barranquillero el día que traba amistad con los poetas y periodistas de La Cueva. “Gente así fue la que lo hizo [barranquillero] a uno “.
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Aunque el sitio de cazadores, intelectuales y de”un grupo de amigos que entre sí tenían una auténtica fidelidad” originalmente se había formado cuando Obregón se encontraba por Francia haciendo la cosa más extraña que hizo jamás: lápidas; y Garcia Márquez andaba por Bogotá trabajando para El Espectador, el cazador de caimanes barcelonés, quien además fue encantador de cóndores andinos y curandero de gigantescos alcatraces cartageneros, se sintió tan cómodo y tan a sus anchas, que poco o nada le importó que luego lo incluyeran en eso que el mundo conoció como “El Grupo de Barranquilla, tal como fue bautizado en Bogotá” con quienes aprendió a evadir “el color de la soledad”.
El arquetipo del mito Caribe
Descendía el sol sobre las orillas del Magdalena cuando los agudos picos de sus tetas, pegados a la tela de sus desteñidas blusas, tensaban las húmedas y delgadas fibras del algodón silvestre que las vestía. Las lavanderas, en su mayoría muchachitas de gruesos muslos y amplias caderas, se apresuraron a sacar el último burbujeo del jabón a punta de rápidos restriegos y certeros golpes de manduco.
Muy cerquita de allí, por donde la corriente fluvial esparcía aquel baño feromonal, oculto entre los verdes brotes del mangle y entre las ramas espesas de su flora hostil, acechaba una criatura atemorizante, siempre a la caza de mujeres de agua dulce.
Era el pescador Saúl Montenegro ocupando el cuerpo de un escamoso animal, cuyos ojos penetraban en el íntimo secreto de aquellos vientres mojados. La bestia temblaba debido a los espasmos sexuales y sin querer tiró sobre las piedras del río el frasco que contenía las mágicas gotas que lo volverían a su estado original. Su propio error lo dejaría para siempre a la mitad de un hechizo, varado en este mundo litoral y condenado a trashumar como medio hombre y medio Kai-mán.
El Hombre Caimán huyó a Barranquilla bajando por las riberas del río Magdalena, haciendo estragos, fundando pueblos y preñando hembras. A Bocas de Ceniza llegó en tiempos de carnaval y por eso nadie notó su presencia, todos creyeron que se trataba de un barranquillero bajando a la Batalla de Flores con el mejor disfraz que se había traído de Estados Unidos.
Efraín Cortés, pintor del Barrio Abajo y alumno del maestro Obregón, le dedicó un cuadro al Man/caimán, obra que vi colgada en la sala del apartamento del escritor Álvaro Suescún Toledo el día que comencé a indagar sobre el mítico monstruo ribereño que en Barranquilla comenzó a “beber ron y comer queso con pan”.
Nudos para amarrar un caimán
Hace 73 años, cuando Efraín “El Caimán” Sánchez era un pelaíto de 21 y arqueaba para el equipo del Papa Francisco, el San Lorenzo de Almagro, la tribuna coreaba “Se va el Caimán, Se va el Caimán, Se va para Barranquilla”. Y cuando los censores franquistas tacharon y prohibieron que sonara la misma canción en la radiodifusora nacional, fue porque los disidentes de la dictadura española se la cantaban al caudillo Francisco Franco.
El Hombre Caimán hace presencia en todos los rincones del universo Caribe y hasta más allá… Asunto ampliamente reconocido gracias al famoso tema del maestro compositor José María Peñaranda, quien con baile y buen son, fecundó al planeta entero con el gen de la alegría tropical, formalizando ante la historia universal una unión para siempre indisoluble: el matrimonio fundacional entre Barranquilla y el caimán trotamundos.
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“Oiga, escuché su mensaje sobre el hombre caimán. Sí, yo estaba trabajando un poco esa figura”.
Oí con claridad la grave y rasposa voz del escritor barranquillero Julio Olaciregui a través de las bocinas de mi teléfono celular.
Leyendas Wayúu, conjuros de brujos dibulleros y la repentina aparición de un monumento de tres metros en el municipio de Plato, Magdalena, que consagra al Hombre Caimán como dueño absoluto del pueblo, abrieron la puerta para que Julio Olaciregui se diera a la tarea de comparar los relatos de Virgilio Alario Di Filippo publicados en La Prensa de Barranquilla (1927) con los “Visitantes sobrenaturales de mi pueblo”, de Édgar Rey Sinnings, sin dejar de lado toda la “Historia doble de la costa”, obra mayor en la que el sociólogo Orlando Fals Borda había postulado la caracterización de la cultura anfibia y la voluntad de sus hombres-hicotea.
Por esa razón, en el siglo pasado Olaciregui se desembarazó de todo aquello escribiendo, o más bien pariendo una obra teatral: Las novias de Barranca.
Su”hija” vio la luz en 1989, cuando estudiantes de la facultad de comunicación social de la Universidad Central de Bogotá, dirigidos por el filósofo de los Montes de María Numas Armando Gil Olivera, montaron un río Magdalena de escenografía desechable donde un joven cachaco gruñó como el rey lagarto sobre los cerros andinos.
Las vacas no fundaron Barranquilla
Cuando anduvimos por entre los estantes de la Biblioteca Piloto del Caribe, sentí como si él fuera el legítimo propietario de esta republicana construcción que otrora fungió como Aduana. Sigifredo Eusse Marino es un bacán con algunos resabios y dos premios de periodismo Simón Bolívar en el bolsillo.
Prendí mi grabadora y él, con su voz tranquila, comenzó a decir que hace un millón de años, antes de que ninguna huella humana pisara tierras americanas, nuestro caimán patrullaba por entre el agua y tierra de los deltas y estuarios… Que merodeaba imponiendo su orden y su ley en los archipiélagos y otros bordes costeros del Gran Caribe.
Me comentó que las hembras caimán del Magdalena se dejaban venir río abajo para desovar sus nidadas en los escarpes de los playones y que al comenzar las lluvias brotaban nuevas camadas.
De modo que serían aquellos saurios acorazados los primeros habitantes de este sitio recostado al río. Sitio que habría de convertirse, palmo a palmo durante los últimos 210 años, en la urbanizada Barranquilla de hoy.
Por eso los barranquilleros son caimanes y no vacas, ni toros, porque entonces serían cachones.
Este Archivo Histórico del Atlántico, amparado bajo el techo de la Biblioteca Piloto en donde hay una bóveda de seguridad que permanece abierta, también se fundó a principios de los años 90 y desde entonces la ciudad se ha ido desmarcando del viejo mito fundacional en el que unas vacas sedientas llegan desde Galapa para levantar Las Barrancas de San Nicolás de Tolentino. Tal y como se esclarece en las obras de José Agustín Blanco Barros.
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Sigifredo intenta cuadrar su tiempo para ver si salimos a almorzar. El sol pega duro. Resuelve otra cuestión y el almuerzo lo dejamos para otro día. Antes me aclara que, este mítico caimán de fábula, indestronable rey de los playones, viene a ser el tótem fundacional, nuestro ancestro remoto: el de quienes habitamos este ancho delta que se abre para que el Río Magdalena se entregue por completo al Mar Caribe.
Después de escuchar con atención su fábula del caimán de los playones, con la cámara de mi celular tomé una foto a la carta desvencijada que Sigifredo traía en mano. Me doy cuenta que la hoja mecanografiada es una de sus viejas crónicas y que como cosa rara
va dedicada a los bogas del Magdalena.
El papel tiene fecha de febrero del año 87 (posiblemente eran carnavales). “Los mitos pueblerinos tienen toda la influencia de la vida sobre los carnavales, pero las culebras no saben leer”, me dice, guardando su hoja entre las páginas de un corroído libro. Le envío la foto del papel a su correo electrónico y él lo espera al otro lado de la biblioteca, sentado en la sala de los computadores, donde siempre se le puede encontrar.
Las Malvinas: de Sur a Sur
“No habrá tregua” dice Margaret Thatcher y de inmediato zarpa el buque Queen Elizabeth II con más de 3.000 hombres a bordo con rumbo al Atlántico Sur. Así arrancaban las primeras planas de El Diario del Caribe a inicios de abril de 1982 cuando tropas argentinas intentaron tomar el control de Las Islas Malvinas. En mayo estalló la guerra por tierra, mar y aire, pero en poco tiempo las fuerzas argentinas fueron perdiendo terreno frente a la superioridad militar de un Reino Unido que, el 14 de junio de ese mismo año, acepta la rendición del país latinoamericano.”Fragata Inglesa cañonea otro barco argentino”.
Por más de una semana convertí el Archivo Histórico del Atlántico en mi propia puerta giratoria. Iba de mi casa a la Biblioteca Piloto del Caribe y de la biblioteca a mi casa y así, un día y otro día.
El solo hecho de pedir para luego devolver, una y otra vez, una y otra vez, los pesados tomos en los que se compactan, mes a mes y año tras año los diarios y suplementos literarios del siglo pasado, resultaba demoledor, tanto para mí, como para los amables funcionario del archivo, quienes nada más con verme cruzar la alta puerta de la entrada, arqueaban las cejas o se rascaban la cabeza: ”No. no señor, El Heraldo lo hay, pero de 1988 en adelante”.
En tiempos en que el Estadio Metropolitano Roberto Meléndez y la Catedral Metropolitana María Reina y Auxiliadora de Barranquilla necesitaban de un centavo para completar el peso y La ciudadela Metropolitana 20 de Julio y El Teatro Municipal Amira de la Rosa esperaban ser inaugurados por el presidente Julio César Turbay Ayala, los periodistas hablaban de un tal “malvinismo barranquillero”.
El asunto hacía referencia a que en la ciudad del Caimán ”todos los hechos de cierta tendencia sirven al barranquillero para aumentar su léxico y su repertorio de chistes y anécdotas”.
Así lo explicó en su momento la columnista de El Diario del Caribe Yomaira Lugo Consuegra, cuando muchos negocios, como algunas tiendas por ejemplo, trocaron sus antiguos nombres por uno que estuviera más en boga: Las Malvinas.
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No solo las alergias, gripas o resfriados se diagnosticaron en las esquinas como “el abrazo de las Malvinas”, ya que el asunto escaló mucho más allá, cuando pobladores del barrio El Bosque invadieron predios municipales que después se configuraron en el popular barrio Las Malvinas que conocemos hoy.
El apagón mundialista
Con tinta en los dedos, de tanto pasar viejas hojas de periódico, metí monedas en la máquina expendedora de café que está a un lado de la recepción y mientras el tinto llenaba el vasito de cartón, el motor eléctrico de la máquina resonaba en la soledad del recinto.
Los diarios informan sobre fallas en las instalaciones de la Electrificadora del Atlántico. Los apagones en plena Copa Mundial de Fútbol España 82 tenían a más de uno fuera de quicio, y no precisamente porque los afectados se estuvieran perdiendo los partidos de la Selección Colombia, para nada. Colombia perdió las eliminatorias en septiembre del 81.
Por fortuna toda la vitrina que necesitó el país ese año no le vino del fútbol, sino de la literatura. A principios de diciembre, uno de los contertulios de Obregón en La Cueva, que para entonces residía en México, dejaba muy en alto las letras colombianas y en especial las del Caribe: Gabriel García Márquez recibió el reconocimiento más importante en el mundo de la literatura y sus amigos de Barranquilla que lo leían desde los tiempos de “La jirafa” en El Heraldo, reventaron de alegría porque uno de los suyos anotó el más recordado de los goles literarios.
“Se va el caiman”
“Barranquilla tiene desde hoy el orgullo de contar con el mejor escenario artístico del país”, dijo en su discurso Julio César Turbay, quien momentos antes había develado la placa conmemorativa puesta sobre la fachada frontal del flamante edificio. Sigifredo Eusse hizo el cubrimiento para El Diario del Caribe y así lo comprobé cuando acudí a los tomos del archivo.
Era viernes 25 de junio de 1982 y todos celebraban con rigurosa etiqueta y brindis de champán. El presidente estuvo acompañado por los ministros de Comunicación , de Minas y de Educación. También estuvieron presentes el arzobispo, el gerente general del Banco de la República, el presidente de la Sociedad de Mejoras Públicas de Barranquilla y el Director del Teatro Amira de la Rosa, Alfredo Gómez Zurek.
El gran momento había llegado, el primer espectáculo tuvo lugar en el lujoso y recién estrenado Teatro Amira de la Rosa (TAR) y la primera representación la recuerda Sigifredo como “magistral”. Fue la compañía de Ballet de Eddy Toussain (Canadá).
Alejandro Obregón fue el encargado de ejecutar la obra maestra que sería el telón de Boca del Teatro. Por allá se presentaron casi todos los periodistas del momento para indagar sobre los avances del “fauno obregoniano”, como lo tildó Lola Salcedo Castañeda.
Era el retorno del caimán al que Obregón le había disparado en su lejana infancia. La bestia lo había estado persiguiendo por siempre, a través del ahogado que él mismo sacó de la ciénega o en forma de “barracudas berracas” y “bagres de 20 kilos” que iban a parar en ollas de sancocho.
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El fotógrafo Quique Scopell, el último de los sobrevivientes del Grupo Barranquilla, capturó imágenes cuando el telón se encontraba recostado al fondo del TAR y desde las alturas de los andamios Obregón le comentaba a Lola Salcedo que él prefiere la fijeza de la pared, porque con un lienzo de aquellas dimensiones, casi 17 metros de ancho por 9 de alto, era parecido a pintar sobre una hamaca.
Obregón estuvo trabajando a toda marcha durante casi tres meses con el objeto de entregar su Caimán gigantesco, preso de ninfas que lo llevan de un lazo por entre los colores del Olimpo caribeño hacia la eternidad de toda una ciudad.
Barranquilla vuelve sobre el río Magdalena y fue Obregón quien marcó esa ruta. Su Caimán nunca se ha ido de la memoria de Barranquilla ni mucho menos del Carnaval.
El telón de boca del Teatro Amira de la Rosa estará hasta el fin de los tiempos, manchando con sus vivos colores las retinas del público asistente. Las tramoyas de la vida se moverán siempre a su favor, en dirección a la esperanza en la que habita el espíritu del Hombre Caimán.
Mis pescas sobre los mitos que rodean la existencia del telón apenas comienzan. Todavía hay mucho por revelar y solo el tiempo me otorgará esas verdades.