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El día que conocí a Sánchez Juliao

Ahora que los monólogos del escritor de Lorica se han vuelto virales, en especial El Pachanga y El Flecha, es el momento de recordar su original contribución a la audioliteratura colombiana.

Eduardo Márceles Daconte
06 de septiembre de 2020 - 01:19 a. m.
David Sánchez Juliao innovó con la literatura-casete.
David Sánchez Juliao innovó con la literatura-casete.
Foto: Archivo Particular

El día que conocí a David Sánchez Juliao estuvo precedido de una sucesión de casualidades que se iniciaron cuando estaba observando los murales de Diego Rivera, José Clemente Orozco, David Alfaro Siqueiros y Rufino Tamayo en el Palacio de Bellas Artes de Ciudad de México. Era el verano de 1970, yo acababa de termina mi licenciatura en artes de New York University, ya cansado de clases y de libros, me fui a México, país que siempre me atrajo, no solo por su música de rancheras y corridos norteños, sino también por su gastronomía picante y su patrimonio artístico, en especial Frida Kahlo y los muralistas. Recorriendo sus galerías, observé a dos turistas gringas que se preguntaban por el significado de esos murales narrativos que aluden a la historia y la política del país, entonces les expliqué la razón de ser de algunos de ellos y seguimos conversando sobre otros temas hasta terminar sentados en un bar cercano bebiendo tequila.

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En medio de la conversación me contaron que estudiaban en el Centro Intercultural de Documentación (CIDOC), un instituto de enseñanza alternativa de temas sociales y culturales de América Latina, fundado por el ex cura Iván Illich en Cuernavaca. También me dijeron que tenían un profesor colombiano que querían presentarme. Dos días después desembarqué del autobús que me llevó a esa ciudad primaveral donde van a descansar los capitalinos del trajín cotidiano. Ya traía el nombre del Hostal el Ciruelo donde se hospedaban los alumnos del centro. La mañana siguiente, un día a finales de junio, asistí a la clase del profesor que versaba sobre Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, así que dibujó en el tablero un mapa donde suponía estaba situado Aracataca. Era un mapa que en ningún momento coincidía con su ubicación geográfica, la Sierra Nevada de Santa Marta estaba en el lugar equivocado y la Ciénaga Grande bordeaba la mítica aldea de Macondo.

Cuando terminó la clase, mis dos amigas, Rachel de Montreal (Canadá) y Susan de San Diego (California), me llevaron a presentar a su profesor. Dijo llamarse David Sánchez Juliao nacido en Santa Cruz de Lorica (Córdoba, 1945) y aspirante a escritor, aunque en ese momento se ganaba la vida dictando clases allí. Cuando me preguntó de dónde era, le respondí que de Aracataca. Nunca he visto a alguien más nervioso, se puso pálido, y sin decir nada empezó a borrar el mapa ficticio del tablero. Se acercó a mi oído y me preguntó: “dije muchas mentiras”, a lo que respondí, “más o menos”, pero no comentamos nada con las compañeras gringas.

De inmediato nos hicimos íntimos amigos, me invitó a almorzar a su casa de Tepoztlán (romántico nicho de enamorados) a quince minutos de Cuernavaca donde vivía con su esposa Olga Gómez, natural de Montería. Las dos amigas gringas se unieron a la visita, David destapó una botella de mezcal y de repente empezó a llover de manera torrencial sin parar hasta entrada la noche cuando todos estábamos ya ebrios. No paramos de conversar el resto de la noche, entusiasmado por encontrar un interlocutor con las mismas aspiraciones literarias, entonces en un momento dado me propuso cancelar el hostal y venir a hospedarme en su casa. En los días siguientes, además de conversar de literatura, política y sueños compartidos, me leyó párrafos de la novela que escribía sobre un visitante extranjero que llegó a su casa de Lorica y sus descabelladas aventuras. Era un texto de aprendizaje sin mayores elucubraciones literarias, pero aquellos episodios, en un país lejano, sonaban nostálgicos y fascinantes.

Cuando partí hacia la Universidad de California en Berkeley, mi destino académico en aquel momento, se había consolidado una amistad que duraría toda la vida. Durante ese año nos entretuvimos cruzando cartas y llamadas hasta que regresé a México en el verano de 1971 conduciendo una camioneta Volkswagen en compañía de mi amiga ecuatoriana Consuelo Butler, de padre irlandés, a quien había conocido en el campus universitario. Entonces nos quedamos en su casa, ahora en Cuernavaca, y nos dedicamos a viajar cada fin de semana a los lugares históricos y turísticos de la región. El sitio que más recuerdo es la Hacienda de Chinameca donde el político traidor Jesús Guajardo había citado a Emiliano Zapata con la promesa de entregarle armas y municiones para fortalecer la revolución. Pero era en realidad una emboscada que terminó con la vida del caudillo agrario. Nosotros, desde el lugar donde se apostaron los francotiradores, gritábamos: ¡Guajardo asesino!, ¡Guajardo traidor!, hasta que nos cansamos de gritar y regresamos a casa.

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Estuvimos un mes en compañía de David y Olga hasta que seguimos camino en la camioneta atravesando toda Centroamérica desde Belice hasta Panamá. Nos volvimos a encontrar en 1976 cuando yo vivía en Bogotá, me llamó un día para saludarme, me dijo que estaba regresando de México y se hospedaba en Residencias Tequendama buscando sitio para vivir. Yo vivía solo en un apartamento de las Torres Jiménez de Quesada, así que lo invité a compartir el espacio mientras él encontraba un lugar. Durante un año convivimos en el apartamento 1702 de las llamadas Torres de Pekín pues vivían allí también algunos combativos líderes del MOIR.

David trabajó primero escribiendo libretos para una comedia de televisión llamada La Pensión que discurría en una casa de pensionados de diferentes regiones del país en Bogotá. También colaboraba con el investigador Orlando Fals Borda impulsando sus teorías sobre la educación popular y la investigación acción participativa la cual enfocaba la reflexión y construcción de saberes y el aprendizaje colectivo que lo llevaron a encontrar personajes anónimos en su tierra natal de asombroso acervo testimonial. Entre ellos se topó con algunos realmente exóticos, de profunda, entre trágica y cómica, filosofía popular como El Pachanga que fue escenificado como exitoso monólogo por el actor samario Franky Linero a finales de la década del 70.

Sánchez Juliao era un autor polifacético, escribió novelas, cuentos, poesía, fábulas, argumentos para televisión, crónicas de viaje y columnas de opinión, quizás el primer escritor en grabar un audiolibro con su invento de literatura-casete en cuya modalidad grabó de viva voz títulos que se convirtieron en éxitos no solo en Colombia sino también en el resto de América Latina desde la década del 70 hasta finales del siglo XX, como los monólogos El Flecha, Abraham Al Humor, Fosforito y su cuento ¿Por qué me llevas al hospital en canoa, papá?, además de El Pachanga, el más aclamado de todos. El Brujo de la Oralidad, como llegó a conocerse por sus grabaciones y conversatorios, ganó numerosos galardones literarios y discos de oro y platino, en tanto que sus adaptaciones para cine y televisión merecieron 17 premios India Catalina en el Festival de Cine de Cartagena.

José de Jesús Negrete asume su apodo de El Pachanga derivado del nombre de su destartalado camión con el que se gana la vida haciendo viajes desde la plaza de la iglesia de Lorica. Se dedica también –como él mismo dice– a matar el tiempo y la desocupación rajando contra sus semejantes en una jerga incendiaria que revela secretos e intimidades de quienes se atreven a asomar por allí. Con un lenguaje que evoca el habla popular, interjecciones escatológicas y metáforas hiperbólicas, el personaje describe la idiosincrasia de Santa Cruz de Lorica ostentando en el proceso una sabiduría ancestral que expresa con desparpajo y el humor cáustico de un típico mamador de gallo del Caribe colombiano.

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En calidad de diplomático fue embajador en India y Egipto entre 1991 y 1995. En este sentido recuerdo la vez que timbró el teléfono de mi apartamento de Astoria, NY, un día invernal de 1991 a las 3 de la madrugada. Una voz al otro extremo terminó por despertarme diciendo: “Hola Eduardo, te habla David desde las antípodas, te llamo desde Delhi para decirte que ya la Cancillería aprobó mi recomendación para que vengas como agregado cultural y asesor del embajador”. Para mí fue una sorpresa pues nunca habíamos conversado sobre ese posible nombramiento, pero el momento no pudo ser más inoportuno.

Yo trabajaba como curador multicultural en el Queens Museum of Art de NY y por aquellas fechas estaba inmerso en la organización de Colombia: Contemporary Images, la exposición más ambiciosa de artistas colombianos de que se tuviera noticia en Estados Unidos, con 36 pintores, escultores y conceptualistas de diferentes tendencias y regiones del país. Ya había logrado el apoyo del Instituto Colombiano de Cultura, la Cancillería, Focine e instituciones públicas y privadas de ambos países. Entonces, con mucho pesar, tuve que declinar su generosa invitación. La exposición se inauguró en junio y terminó en septiembre de 1992 y ha sido, hasta la fecha, la muestra más visitada en la historia de dicho museo.

Entre sus novelas más destacadas se cuentan Pero sigo siendo el rey con la cual ganó el III Concurso de Novela Plaza y Janés en 1983, una historia de personajes mexicanos que exhiben el legendario machismo entretejido con rancheras y corridos del cancionero popular mexicano; Mi sangre aunque plebeya, Danza de redención y Dulce veneno moreno, novelas que, con mayor o menor intensidad, discurren con un trasfondo de música andina o caribeña. Cuando David fue convocado por el Dr. José Consuegra Higgins, su amigo y rector de la Universidad Simón Bolívar, para lanzar la novela laureada en Barranquilla, me invitó para que fuera su presentador. Para aquella ocasión escribí un ensayo titulado Literatura para Cantar, un recuento de la influencia de la música en la literatura iberoamericana y su incidencia en esta obra cuyo argumento oscila entre la crítica social, la tragedia y el humor negro con un trasfondo poético. La historia fue adaptada para telenovela por el Canal Caracol en 1984 con inusitado éxito de sintonía.

Por esos días había terminado de escribir mi libro de cuentos Los perros de Benares y otros retablos peregrinos, inspirados en mi recorrido por el subcontinente asiático, a David le gustaron y, en uno de sus visitas a la costa Caribe, lo recomendó al editor Abel Ávila quien aceptó la propuesta. El libro se publicó en Barranquilla en junio de 1983 con prólogo de David y con tan buena suerte que tiempo después fue seleccionado por Vicente Kataraín, asesorado por García Márquez, para una segunda edición en la colección Biblioteca de Literatura Colombiana de Editorial La Oveja Negra (1984) junto con otros 99 escritores de todas las épocas. En el prólogo recuerda la anécdota del día que nos conocimos en Cuernavaca: “Desde ese día hasta la fecha, Eduardo y yo nos hemos pisado los talones, aunque debo reconocer que nunca me he sentido tan cerca de alguien de quien siempre he estado tan lejos. La culpa es de ambos, pues somos unos viajeros irredentos, unos trotamundos insaciables. Pero mientras yo me he amarrado a Lorica, aunque escriba en un hotel de Los Ángeles o en una pensión en París, Eduardo ha desarrollado un mecanismo extraño que consiste en atarse a los lugares que en sus múltiples viajes lo han impresionado, y escribe en Caracas sobre los perros de Benares y en Benares sobre los gatos de Caracas”.

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A David lo recordamos por su creatividad inagotable, su disciplina de trabajo, ese espíritu jovial y solidario que se manifestó siempre a favor de los desheredados de la tierra, por rescatar a personajes marginales para su trabajo literario escrito o grabado para lanzarlos a la fama nacional e internacional. Un excelente narrador oral, tenía la capacidad de hipnotizar con su verbo e implacable humor caribeño a las audiencias más escépticas y, como manifestó su paisano, el escritor cordobés José Luis Garcés González: David iluminó el lenguaje popular, le quitó vergüenza y le otorgó una nueva vigencia […], captó el alma, la palabra, los valores del hombre del estado llano y les dio contextura estética. Sus monólogos más populares son accesibles en YouTube.

Uno de los más celebrados escritores colombianos del siglo XX, murió en Bogotá el 9 de febrero de 2011 a sus 65 años de edad.

Por Eduardo Márceles Daconte

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