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El documental de la vida de Carlos Lehder que nunca pudo ser

Jaime Uribe grabó a Carlos Lehder en medio de multitudes y actos públicos. Ese material estaba destinado a ser parte de un documental. Sin embargo, “la película vivió un final tan desastroso como su mítico protagonista”.

Libaniel Marulanda
03 de julio de 2020 - 04:37 p. m.
En esta foto Jaime Uribe y Jairo Pinilla. El primero aún conserva el material filmado en 16 milímetros de la vida de Carlos Lehder.
En esta foto Jaime Uribe y Jairo Pinilla. El primero aún conserva el material filmado en 16 milímetros de la vida de Carlos Lehder.
Foto: Archivo Particular
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Algunas historias son como aquellos periódicos que una vez hojeados terminan sirviendo para proteger el piso de manchas cuando se pinta una casa: al tropezar nuestra vista con sus páginas siempre descubrimos textos e imágenes interesantes que inexplicablemente se escaparon de la primera lectura. La historia que pretendemos volver a contar ya tiene sobre sí el peso de 35 años y comienza con la irrupción en el panorama colombiano de un personaje que nunca había mojado prensa, por lo menos en Colombia; casi desconocido en Armenia, su tierra natal, sin méritos distintos a ser el hijo de un ingeniero alemán, don Guillermo Lehder, llegado al Quindío en 1925, quien construyó algunos edificios que sobrevivieron al terremoto de 1999, sin que pueda precisarse si lo expulsó la penuria alemana tras la Primera Guerra Mundial, la premonición de la segunda o lo atrajo la prosperidad de las tierras de Caldas.

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Carlos Enrique, el hijo menor del ingeniero alemán, nació el 7 de septiembre de 1949, cuando en el Quindío alternaron la Violencia liberal-conservadora y el auge económico de la caficultura. El Quindío, tierra de contrastes, paradojas y superlativos, vio nacer al primer gran narcotraficante del país, en su momento considerado uno de los diez hombres más ricos del mundo, el primer capo extraditado a Estados Unidos y que ha pagado la mayor condena. Inicialmente fue sentenciado a cadena perpetua. Estudió en un internado de Santa Rosa de Cabal y de allí se fugó. También estuvo en un colegio de Armenia, notorio por albergar los hijos calaveras de las familias acomodadas. Fundó allí el Canabis Club del Quindío, una sociedad estudiantil no tan secreta. La presencia de Lehder en la historia comienza con el pródigo retorno a su ciudad, al final de los 70 y coincidiendo con la última bonanza cafetera.

Aunque se pertenezca a una familia signada por la prosperidad que trajo el café a las tierras del viejo Caldas, para los jóvenes de la generación de la posguerra era un imperativo salir de la provincia, viajar, ojalá a Estados Unidos a realizar el sueño americano de la clase media colombiana o, a falta de visa y oportunidad, insertarse en Bogotá, estudiar, trabajar o, ¿por qué no?, llevar una vida irresponsable, rumbera y muelle a costa de los padres que desde la provincia y con puntualidad amorosa cumplían la rutina impostergable de los giros bancarios mensuales al hijo bogotanizado que en apariencia triunfaba en la universidad. En esa gozosa categoría estuvo inscrito Jaime Uribe, un hiperactivo hijo único de una familia afortunada de Armenia, que compartió con su generación sueños tales como pilotear un avión o ser actor de cine. Nada que tuviera que ver con fincas o cafetales.

Don Guillermo Lehder, una vez establecido en Armenia, cambió su germano Wilhelm por Guillermo. En 1944 se casó con Elena Rivas Gutiérrez, una exreina de belleza de Caldas. Tuvieron cuatro hijos: Guillermo, Carlos Enrique, Federico y Elizabeth. Como ingeniero, estuvo ligado a la construcción de la red férrea y a la llegada del primer tren a Armenia, en 1927. También construyó El Embajador, el hotel de mayor prestancia e instaló los primeros ascensores. Fundó la Pensión Alemana en 1929 que fue clausurada en 1941, al parecer, por órdenes de la Embajada de Estados Unidos, en tiempos de la Segunda Guerra Mundial. Aunque en 1989 don Guillermo fue señalado por El Tiempo como un espía vinculado al Tercer Reich, para los armenios siempre fue un hombre de trabajo, serio, reservado y quien rechazaba los lujos que su hijo quería brindarle, e incluso veía con malos ojos los escoltas que lo protegían.

Los padres de Carlos Lehder se divorciaron en 1961, cuando éste tenía 11 años. Con su mamá se marchó luego para Nueva York. Allí vivió la pasión de la juventud gringa contra la intervención y la guerra de Vietnam, el auge de la marihuana, el hipismo y la música de los Beatles. Debutó como jalador de carros y pequeño traficante. A su sueño americano llegó el desvelo cuando fue condenado a veinte meses de cárcel. La prisión federal de Danbury, Connecticut, le sirvió de posgrado porque allí conoció a George Jung, compañero de celda y un experto en vuelos rasantes de avionetas entre México y Estados Unidos, con quien se asociaría una vez cumplida la pena. El negocio de la marihuana quedó atrás ante el auge y rentabilidad de la cocaína que comenzaron a introducir mediante mulas. Entre partir de ahí y comprar una avioneta solo hubo un pequeño vuelo.

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luis Uribe, el estudiante del Colegio San Luis Rey de Armenia, sin abandonar su sueño de ser piloto y merced a su capacidad para el dibujo, encontró en la fotografía una variable a la plena expresión de la imagen. Como cocacolo engominado, díscolo y sobreprotegido, también abrazó otras aficiones como la actuación. Ingresó al grupo de teatro Los ocho raros de Armenia. Bien pronto afloró su talento actoral. El grupo estaba dirigido por Héctor Buitrago, otro soñador que optó por trastearse con todo y grupo para Bogotá, al final de los 60. Allí, al calor de nuevos tiempos y el sarampión revolucionario de los 70, Los ocho raros sufrieron una metamorfosis ideológica. Colombia, como tantos países, vibraba al son de las luchas políticas, se sacudía del letargo frentenacionalista y en el panorama de su izquierda se avizoraban otras corrientes, influenciadas por el trotskismo o Mao, y la revolución cultural china.

Para 1978, disuelta la sociedad con Jung y mediante la fortuna acumulada, Carlos Lehder comenzó a apoderarse de un islote en Las Bahamas: el Cayo Norman. Confesó luego haber comprado el silencio cómplice del primer ministro de Bahamas, Lynden Pindling, en más de 700.000 dólares. Las toneladas de coca que introdujo a Estados Unidos mediante las avionetas que partían de la isla le reportaron en su momento millones de dólares. Como piloto, puede afirmarse que Lehder fue el pionero de los vuelos que conseguían esquivar los radares gringos. En cuatro años logró atesorar tal cantidad de dinero que, después y en dos oportunidades, ofreció pagar la deuda externa de Colombia a cambio de favores tales como la no extradición. En 1979, la DEA y el gobierno de Las Bahamas decidieron tomarse a Cayo Norman. Lehder, mediante otro soborno, consiguió aplazar la diligencia 15 días, mientras planeaba su retorno a Armenia.

Recién desempacado en Bogotá, Jaime Uribe, igual que el grupo que partió de Armenia, abrazó el ideario que las circunstancias históricas pusieron sobre el tapete. Paralelo al fraude electoral de 1970 que llevó a Pastrana a la presidencia, que cerró el pacto del Frente Nacional, el caudal de las universidades colombianas se salió de madre. El teatro colombiano comenzó a caminar solo, de la mano de directores con escuela y estudiantes de varias universidades como la Nacional con Carlos Duplat y la de los Andes, con Ricardo Camacho. Jaime Uribe, luego de quemar la etapa de actor militante en el Grupo de Teatro Popular Esfera, le dio continuidad a su quehacer actoral en el naciente Instituto Latinoamericano Cinematográfico, un sueño febril de Julio Roberto Peña, un importador de repuestos automotores que puso su capital al servicio del cine en pañales, las causas perdidas y acabó quebrado, como tenía que ser.

Carlos Lehder preparó el retorno, no a lo gardeliano, con la frente marchita y la nieve del tiempo plateando su sien. Al contrario, su reencuentro con la tierra del café se produjo en medio del asombro y la adulación de una sociedad medio rural medio urbana, deslumbrada por el halo de joven nativo, industrial, inversionista, visionario. Una imagen que los periodistas regionales, en abierta emulación, comenzarían a magnificar. La puerta de entrada fue una carta fechada en Nassau, Bahamas el 20 de noviembre de 1978, mediante la cual una empresa aeronáutica le comunicaba al gobernador del Quindío la decisión de donarle al departamento una aeronave Piper Navajo modelo 1968, para el servicio oficial. El regalo se sustentaba en el supuesto hecho de que la firma acostumbraba favorecer cada año a comunidades pujantes con dificultades de transporte. La carta estaba suscrita por Carlos Lehder, presidente de la Air Montes Co. Ltd.

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Al panorama cinematográfico llegó, a fines del 77, el caleño Jairo Pinilla, un director de fabricación casera, recursivo, ambicioso y pobre. Sus películas batieron récords de taquilla en el pauperizado cine colombiano. Tal es el caso de 27 horas con la muerte, una de las tantas películas colombianas en que interviene Jaime Uribe, como camarógrafo y actor. Pinilla es el director que más personas ha puesto a hacer cola. Ha sido llamado el Ed Wood colombiano por la crítica, aunque por estos días su obra y figura comienzan a ser objeto de otras miradas e incluso de desagravios públicos como sucedió en el Cementerio Central de Bogotá, en 2006 y organizado por Canal Capital; fue un homenaje para el cineasta llamado ‘El cine no ha muerto’; le dieron una lápida conmemorativa. El director volvió a sonar, y los cinéfilos jóvenes, en particular, se interesaron por su trabajo y lo resucitaron.

Las páginas de la verdadera e hilarante historia oficial están llenas de absurdos, tropelías, desafueros, chanchullos y aserrín por toneladas. Ante el demoledor obsequio, que como cualquiera de las vírgenes del santoral llegó del cielo, la gobernación del Quindío le dio clic a la tramitomanía y sus asesores se pusieron en busca de la jurisprudencia para legalizar el regalo de Lehder; aviones no regalan así porque sí. Y desde luego, algunas voces discordantes se acogieron a la premisa filosófica del bobo de Buga: de eso tan bueno no dan tanto. Conforme a lo prometido, la compañía donante le comunicó al gobernador que el avión llegaría al aeropuerto El Edén de Armenia, al mando de un piloto a órdenes de la firma. Así fue y la primera autoridad del departamento se encontró, además del acervo legal pertinente, con el problema de qué hacer con un avión, cómo mantenerlo, cuidarlo, conducirlo y tanquearlo.

Cuando se estaba rodando 27 horas con la muerte, las limitaciones técnicas y presupuestales de Jairo Pinilla obligaron a que Jaime Uribe se metiera en una bóveda de la que se había extraído un cadáver descompuesto; le hicieron un hueco para permitir que en la bóveda vecina metieran el ataúd del filme de tal modo que Uribe registrara en primer plano el fatídico entierro. El nauseabundo espacio que alojó a nuestro personaje estaba invadido por iracundos mosquitos. El episodio muestra lo que pueden la voluntad de un director y el solidario valor de un camarógrafo. El destartalado Renault 6 de Pinilla cumplía un doble propósito: encima de la parrilla filmaba Jaime Uribe los exteriores. Luego de amarrarlo a ella, el ataúd prestado se guardaba en la funeraria porque el dueño de la casa donde se rodaron las escenas no admitía tener un féretro al lado de su habitación mientras dormía.

El regalo de Lehder a la gobernación del Quindío alborotó el avispero nacional. El Quindío, un edénico lugar donde parecía no pasar nada fue el centro de las miradas, en todos los tonos, del país. El aeropuerto El Edén se convirtió en atractivo turístico para los armenios. Diversos medios lanzaron los primeros dardos hacia el donante y los encandilados funcionarios que aceptaron el presente. La imaginación comarcal se desbordó, circularon mil historias. El Quindío estaba bendecido por el toque de Midas. El avión regalado sufría los mordiscos del tiempo y el abandono y por eso en octubre de 1980 se ofreció en subasta pública. Solo hubo un ofertante: el 11 de mayo ofreció siete millones de pesos y a la postre resultó ser un testaferro. Es decir, Lehder regaló el avión para que una vez legalizado y vuelto a sus manos pudiera volar por toda Colombia sin problemas.

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La cadena de éxitos taquilleros de Jairo Pinilla se rompió por el incumplimiento de este con un préstamo de Focine, por lo cual le fueron embargadas sus películas, dadas en prenda. De otra parte el cine de sobreprecio, una medida proteccionista del gobierno implementada años atrás, también se vino abajo cuando los distribuidores se convirtieron en realizadores cinematográficos. Esas circunstancias hicieron que Jaime Uribe volviera su mirada piadosa hacia el Quindío. Una de las fincas de su mamá, en el hermoso paraje de El Niágara, en Armenia, sería el escenario para rodar un documental sobre el café. Así que Uribe se consagró a la tarea de vender los enseres, trastearse con sus equipos, juntar pesos y prestar plata a diestra y siniestra. En esas estaba cuando advirtió el bullicioso tumulto de personas frente a un local situado en el Parque de los Fundadores de Armenia. Era un sábado de 1982.

Carlos Lehder reunió en poco tiempo a su alrededor a toda una generación de hijos de familias prósperas, prestantes e influyentes del Quindío. Se calculaba que tenía más de 30 millones de dólares para invertir. Le sobraron afectos, propuestas, reconocimientos y seguidores. Hasta el Círculo de Periodistas del Quindío cayó a sus pies, luego de una generosa ayuda. Por eso bautizaron un salón de la sede del CPQ con el nombre de Salón Bahamas. Aunque para unos y otros era más que evidente que tanto dinero no podía haberse acumulado de la noche a la mañana por un joven treintañero como Lehder, sin ningún título profesional , el brillo, el volumen y el peso del oro del Midas quindiano mandó al cuarto de atrás las prevenciones, sospechas y reatos morales. Así, a muy pocos les importó saber o desconocer el origen de la enorme fortuna del destacado joven industrial.

Luis Fernando Londoño es un personaje de 60 años que alguna vez se enfrentó a la desidia burocrática de un registrador municipal y rescató de la intemperie las primeras 32.000 cédulas expedidas en Calarcá. En los últimos años se dedicó a darle vida a la memoria audiovisual del municipio. Está emparentado con la mitad de su gente. En un país al que la pobreza hizo del rebusque una profesión, Londoño ha sido multifuncional. Es técnico audiovisual, fotógrafo, director y programador de televisión, técnico electrónico y ahora le da respiración boca a boca a su ínsula Barataria: el museo fotográfico y audiovisual del Quindío, que sin apoyo oficial también debe ser bar. En los años 80 era considerado un técnico electrónico de caché en el departamento. Londoño fue contactado por un señor corpulento, de sombrero y tabaco, que resultó ser tío materno de Carlos Lehder.

La llegada de Carlos Lehder, de una u otra manera, trastornó al Quindío como ningún hecho histórico. Sírvanos saber que fue la mayor fuente de empleo que empresario alguno haya sido en una tierra que, por aquellos años, apenas despertaba de la siesta de una bonanza cafetera. Proyectos de hondo calado como la construcción de La Posada Alemana, la constitución de una firma, Cebú Quindío, la adquisición de las mejores haciendas quindianas dispararon la economía regional, a la que hubo que sumar la intensa campaña de donaciones y regalos del mago cuyabro. Corría el año de 1982 y Colombia tenía en la presidencia a Belisario Betancur. Como sucedió y sucede, los narcos quisieron tenerlo todo y en ese todo el poder político ocupaba el sofá de la sala de sus apetitos y necesidades creadas. Nació entonces, y acunado entre rosas y algodones, el Movimiento Latino Nacional. ¡Abajo la extradición, viva Lehder!

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La idea de realizar un documental sobre el café, la arriería y la cultura de la colonización antioqueña, era propósito indeclinable de Jaime Uribe. Pero también fue deslumbrado por el espejo de Lehder y su naciente Movimiento Latino Nacional que ya tenía seguidores por miles, la mirada complaciente o silenciosa de la caturrocracia quindiana y un periódico: Quindío Libre, a quien un pionero del radialismo local, Leonel Dávila Marín, le fletó pluma y conciencia. Y en la prosternada cauda de áulicos también aterrizó el poeta pereirano Fernando Mejía. La visión del líder, sus masas y las montañas de dinero llevaron a Jaime Uribe a declararle la revocatoria a su proyecto fílmico inicial, darle un punto de giro a la película de su vida de soñador empedernido y adherirse. Entonces, Jaime Uribe comenzó a mirar el mito Lehder y a su propia quimera a través de una legendaria cámara Rolleiflex.

En los años 80 predominaba en Colombia el formato Betamax, mientras que en Europa mandaba la parada el VHS. La música predilecta de los narcos nunca fue buena, pero Lehder fue la excepción. En la Hacienda Bello Horizonte, Lehder organizó una fiesta teniendo como show central a los Rolling Stones en unos videos que la concurrencia vería en un VHS inglés. El aparato no quiso andar. Chaín, el técnico titular, sentenció que era irreparable. Uno de los asistentes, conocido como “parapeto”, sugirió llamar a Luis Fernando Londoño, que ese sábado atendía su clientela de Calarcá. Dicho y hecho: una vez enterado cerró el taller y se resignó a perder un productivo día de mercado a cambio de un servicio a domicilio en La Tebaida. El tío materno de Lehder lo presentó al personaje. Pronto nuestro técnico descubrió que el embrollo estaba centrado en un botón que no hacía contacto.

El Movimiento Latino Nacional tenía un ideario similar a la decoración en la casa de un nuevo rico. En su abigarrada bandera alternaban el nacionalismo, el antisemitismo, el antiimperialismo, el ambientalismo, el anticomunismo y el nazismo. Simpatizó con el presidente Belisario Betancur, hasta que este firmó el tratado de extradición por el asesinato del ministro Lara Bonilla. Bueno es recordar que durante su período presidencial Colombia entró a formar parte de los países no alineados, además de que se decretó una amnistía tributaria que permitió a los narcos blanquear dineros calientes. La plaza de Bolívar de Armenia, con capacidad para más de 10.000 personas, resultaba insuficiente ante el flujo de simpatizantes y curiosos. Se repartían cajas con comida china, los troveros loaban al líder y las muchachas lindas de la región pasaban por su cama, queriendo embarazarse. El dinero fácil era el nuevo modelo de vida para la juventud quindiana.

Cuando Luis Fernando Londoño fue invitado a la cabaña de Carlos Lehder, la construcción de La Posada Alemana comenzaba y era necesario que su discoteca, John Lennon, estuviera a punto para la inauguración, prevista para diciembre de 1981. El escuadrón de contratistas encargados de realizar la tarea, como resulta usual en la construcción, estaba colgado y la fecha cercana. Previendo un descalabro, Carlos Lehder le propuso a Londoño que se apersonara del asunto. Este se comprometió a tenerla sonando para la fecha prevista, que coincidía con el primer aniversario del asesinato de su ídolo. El técnico fue designado como jefe de servicios generales, un cargo que no ejerció a plenitud porque su exclusiva función era darle luz, sonido y presencia al centro nocturno. El plazo fijado por el capo era único y perentorio: un mes y medio. Convocados los contratistas a reunirse, desdeñosos solo acudieron tres de ellos.

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En La Posada Alemana, en acelerada construcción, fue erigida una estatua de John Lennon, elaborada por Rodrigo Arenas Betancur, a cuyos pies se encendían veladoras, a manera de rogativa, mientras se esperaba coronar un nuevo embarque de cocaína. Años después, antes de que el tiempo, el abandono y la incompetencia oficial colapsaran el afamado complejo hotelero y la estatua fuera robada, un historiador y radialista huilense, Leo Cabrera, sentenció que la escultura de Arenas Betancur había sido una oculta burla del escultor ante la megalomanía del rico narcotraficante. Luego de 33 años del asesinato del Beatle, aún se desconoce el paradero de su monumento y la identidad del ladrón. Después de ser intervenida, cuando ya comenzaba el proceso de su derrumbe y antes de un incendio que fue el puntillazo final, era frecuente oír ofertas de venta de aparatos robados de sonido, luces y muebles del hotel.

Jaime Uribe solo necesitó unas horas para cerciorarse de que Carlos Lehder tenía un ego tan voluminoso como su fortuna en dólares; estaba hambriento de poder y de realizar la refundación de Armenia. Uribe tenía tras de sí un largo y batallado rollo para soltárselo al líder del Movimiento Latino Nacional. Como camarógrafo profesional y actor, también tenía claro que no podría conseguir la atención de Lehder con el habitual tirón de manga del batallón de pedigüeños y fabuladores que asediaban al líder a todas horas, y mediante la exhibición de llagas y penurias económicas. Nada de eso. Por el contrario, Uribe comenzó por registrar las manifestaciones, los eventos y la apoteosis de un departamento fervoroso y convencido de la grandeza del empresario. Logradas muchas y buenas fotos con su querida Hasselblad, tocó la puerta de Lehder. De la foto al rollo solo hay unas secuencias.

En medio de la incredulidad de contratistas y profesionales constructores, Luis Fernando Londoño estuvo enredado 25 horas diarias entre kilómetros de cables, miles de bombillas de colores, secuenciadores electrónicos y perendengues de moda en las grandes discotecas del mundo. Luego, cuando le mostró la sofisticada iluminación a don Guillermo Lehder, este recriminó al técnico porque bajo el acrílico se proyectó, en medio de una secuencia, una fugaz estrella de David que despertó el antisemitismo del ingeniero. La explicación de que los juegos de luces eran aleatorios no bastó; entonces Londoño le echó mano al máximo argumento: de todas maneras todo el mundo pisaría y brincaría encima del sacro símbolo judío. Inaugurada con todos los juguetes la discoteca, el cansancio de Londoño era tal que ante los primeros compases de Harold Orozco y el grupo Génesis se quedó dormido dentro del campero Lada que Lehder le había regalado.

El movimiento Latino Nacional se vigorizó como era previsible ante la lluvia de dinero que irrigó a la economía quindiana que, además, estuvo fortalecida a finales de los 70 por los altos precios del café en los mercados internacionales. Estudiosos de la economía aseguran que esos años fueron un salto adelante en la búsqueda de prosperidad. En lo que toca al influjo del narcotráfico, las ciudades natales de los mafiosos recibieron cálidas y generosas inyecciones de dinero por cuenta de los caprichos y delirios reflejados en edificios, haciendas, casas campestres y negocios de fachada para lavar dólares. El loado inversionista de moda compró, entre otras, la Hacienda Pisamal situada en el Valle de Maravélez, y considerada la mejor del departamento. Lehder y su cauda hicieron palidecer de miedo y envidia a los viejos caciques políticos de la región, cuyos recursos para comprar votantes estaban a leguas del Movimiento Latino Nacional.

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Benjamín Maya, “Benji”, era un personaje cercano a Lehder, de quien se dice fue su “cocinero” y abnegado servidor. El patrón lo sorprendió con un regalo: un automóvil BMW al cual le dedicó parte del día en su alistamiento para el debut en las calles de Armenia. Ese 5 de julio de 1982 “Benji” invitó a tres amigos, “Gobelo”, “Bartolo”, “Juancho”, y a tres jovencitas al estreno del carro y a rumbear a la Posada Alemana. Las muchachas habían cambiado su programa de cine por el paseo y la fiesta. Debían regresar a sus hogares en horas normales. Con “Benji” de piloto y acelerador a fondo retornaron a Armenia; cerca a Colillas, un sitio famoso por su accidentalidad, chocaron de frente con un camión. Murieron todos. La tragedia conmovió al Quindío. Uno de los jóvenes era hijo de Leonel Dávila Marín, director de Quindío Libre, el periódico del capo.

Quindío Libre era un precario periódico provinciano, fundado el 20 de octubre de 1957 y su licencia endosada a Lehder. Con distribución gratuita, circulaba en las principales ciudades. Su contenido orbitaba alrededor del líder, su discurso contra la extradición y las alabanzas repetitivas de sus columnistas y redactores. Era impreso en formato universal, en un verde extravagante. El primer número de su segunda época salió el 4 de junio de 1983. Ataviado con el penacho de plumas con que posan los candidatos en su cacería de votos indígenas, Belisario Betancur mojó primera página. También compartió similar despliegue Monseñor Darío Castrillón, controvertido prelado pereirano que con su bendición introdujo el término “narcolimosnas”, alcanzó poder y notoriedad en el Vaticano, y cayó en desgracia al cohonestar el tapen tapen de la pederastia, la negación del holocausto judío y otros escándalos referidos por Daniel Samper en su columna de junio 2 de 2012.

Carlos Lehder conoció a Félix Marín, un escritor ex empleado de El Tiempo, quien publicó la novela “El tío”, cuya trama se relaciona con una presunta falsificación del testamento del presidente Eduardo Santos por parte de Hernando Santos Castillo. Lehder reeditó la novela, la difundió por capítulos en Quindío Libre y compró los derechos al autor para rodar una película. El escandaloso tema de la novela le servía al paladín del cuestionado movimiento para vengarse de los Santos y de la negativa a publicarle en El Tiempo los inmamables comunicados de Los extraditables. Aunque Jaime Uribe ya tenía a Lehder en sus sueños y proyectos cinematográficos, cuenta que fue ajeno del todo a la decisión de Lehder de rodar El tío; su meta estaba más allá de las peleas del narco de moda. Para muchos, incluido Uribe, la segunda del noveno del Midas quindiano comenzó justo por El tío.

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Para Jaime Uribe era claro que si en la cabeza del führer cuyabro cabían proyectos como hacer una ciudad dentro de Armenia, a su medida y gustos, costara lo que costara, ¿por qué no podía montar unos estudios de cine de talla nacional? La propuesta inicial fue la de hacer una película de él. Lehder aceptó y a partir de ese momento Uribe se constituyó en una sombra. Su lente lo siguió a Cartagena a una convención en donde propuso la nacionalización de la banca. Las enormes y envidiadas manifestaciones en Armenia y el resto del Quindío, así como en otras ciudades del país, fueron captadas en la cámara de 16 milímetros durante semanas y kilómetros de rollo. Luego vendría la debacle. Mientas tanto Uribe soñaba y soñaba en todos los colores y cuantificaba su sueño: sólo necesitaba un millón de dólares para rodar las tres primeras películas.

El 3 de septiembre de 1983, el número 13 de Quindío Libre registró en primera página la decisión del gobierno de Belisario Betancur de extraditar a Carlos Lehder. Estaba en ebullición la acusación del narco Evaristo Porras contra el ministro Lara Bonilla, quien sería asesinado siete meses después. El movimiento Latino Nacional se encontraba a las puertas de las elecciones de mitaca de 1984. Jaime Lopera, un político, actual gestor cultural y escritor, conocido por el éxito editorial La culpa es de la vaca, se estrenaba como gobernador del Quindío. La orden de extraditar a Lehder surgió como consecuencia de un fallo de la Corte Suprema de Justicia. Lehder, candidato, tenía el escaño parlamentario en el bolsillo justo cuando tuvo que marchar a la clandestinidad. Pese a la huida del caudillo, su organización política alcanzó la elección de dos diputados y doce concejales en el departamento. Pronto cantaría el cisne.

Luis Fernando Londoño (fallecido hace poco) recordaba que su trabajo al frente de la discoteca John Lennon le significó una ganancia de 600.000 mil pesos. Sus recuerdos de la zaga del mafioso extraditado son enriquecidos con descripciones como la del Mercedes Benz que estaba provisto de la parafernalia del agente 007: alojaba dos ametralladoras, lanzaba humo, aceite y puntillas. Trabajó a órdenes del líder Latino Nacional hasta que este huyó. El Lada rojo, de placas HU-1004, finalmente se jubiló de idéntica manera como se jubilaron las esperanzas del dinero fácil para la generación contemporánea de Lehder. El regente del Museo Audiovisual del Quindío continúa luchando en Calarcá por mantenerlo aunque esté agónico y entubado, merced a los pocos pesos que dejan los turistas visitantes y las tertulias que debe montar cada mes. De tanto atesorar memorias, Londoño es una obra de consulta histórica.

Al trote del almanaque y la inminencia de la realización de la película de Lehder, Jaime Uribe comenzó a filmar en 35 milímetros. El material ganó en calidad de formato y en extensión; nunca fue más veraz la expresión “a la lata”, pero también aquella de que “al pobre y al feo todo se le va en deseo”. Uribe ya había recibido el copión del filme hecho en 16 milímetros y procedió a enviar el segundo y último, el de 35, a Bolívar Films, el laboratorio venezolano de mayor prestigio. Pero el capo se fugó y un protagonista fugitivo solo puede existir en película y de este apenas se tuvieron noticias imprecisas. La única y dura certeza era que el movimiento se extinguiría; sin plata ni puestos no existe clientela política, de esa que vota, vocifera vivas, elige y cobra adhesiones. Lehder liquidó su proyecto en octubre de 1983.

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La continuación de la historia podría triplicarse en extensión, pero por más que pida a gritos ser contada sería ilusorio pretender hacerlo en este medio. Baste saber que después de su huída, el Führer quindiano posó de guerrillero, fue cocinero de Escobar, estuvo en México, evadió una detención, y el 4 de febrero de 1987 fue capturado en Antioquia y extraditado de inmediato. Por delatar al presidente Noriega le fue rebajada la pena inicial. Cumplió veintiséis años de prisión. Supervive en el imaginario de su región. Dicen que debería estar en libertad pero los gringos le han incumplido el trato. Para muchos está libre, preso en Alemania o con identidad cambiada. Pero la verdad es que sigue cautivo, y su familia quedó tan en la ruina como sus ideales. Su hija, diseñadora de modas, suele acudir a los medios para denunciar la negativa a declararle la libertad por pena cumplida.

La película documental de Carlos Lehder, que pudo haber sido la llave del éxito económico y el reconocimiento para Jaime Uribe y que tuvo la opción de ser comercializada por uno de los pulpos cinematográficos del mundo, vivió un final tan desastroso como su mítico protagonista. Uribe nunca pudo pagar el proceso de revelado y el material fílmico sucumbió ante el paso del tiempo en Caracas. Nunca se supo el destino final, pero todos los entendidos están de acuerdo en que ninguna película sobrevive sin un oportuno proceso de revelado. Uribe contó que remató la última cámara de cine en San Andresito. Sin embargo, aún tiene el material filmado en 16 milímetros y la ilusión de comercializarlo. Siendo una realización cinematográfica hecha por alguien de incuestionable experiencia y talento, Uribe siempre tendrá la esperanza hurgándole el corazón, así los años parezcan darle la espalda.

Por Libaniel Marulanda

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