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Tristemente, tiempos tan convulsos como éstos exigen ocuparse de esta manera de manifestarse el amor de las madres. Sin ir más lejos, en Argentina –es decir, en Nuestra América–, todavía sigue vigente y abierto el caso (y el movimiento) de las Madres de Plaza de Mayo, que data de 1977. Y en Colombia existe desde 2008 uno similar, el de las Madres de Soacha.
Sin embargo, el caso reciente y vivo de estas madres, el caso del amor transformdo en dolor de estas madres de nuestro tiempo tiene un antecedente remoto de inigualable alcance universal que, por ello, y porque su naturaleza no es histórica, sino mítica, o al menos legendaria, funciona como símbolo perfecto de esta trágica situación.
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Me refiero al suceso de María de Nazaret, la mujer que ya hace más de 2000 años, un viernes como hoy, tuvo que pasar por la terrible experencia de que la espada del dolor le atravesara el alma al ver morir por atroces causas violentas a su hijo único cuando éste tenía apenas 33 años. (Mantengamos esta edad, que corresponde a la versión más tradicional; el punto en todo caso es que se trataba todavía de un hombre en la plenitud de su vida y cuya muerte, por tanto, era capaz de provocar el máximo sufrimiento posible a su madre).
La doctrina cristiana sostiene que en concreto la pasión y la muerte de Jesús le provocaron siete dolores a María; no los recordaré aquí porque asumo, primero, que son bastante conocidos y, segundo, porque el que me interesa señalar y destacar es uno solo: el sexto.
¿Por qué el sexto? ¡Ah, bastaría con decir que es el más conmovedor de todos, pues es el que precede a la pena lacerante de ver al hijo en el momento de ser sepultado y es, en consecuencia, el de la despedida final, el del abrazo último a alguien a quien la madre quisiera seguir abrazando por siempre, una y otra vez, sin cesar! Pero hay además otras dos razones: 1) porque una mañana, en 2002, vi a mi propia madre encarnar ese sexto, infinito dolor; 2) porque es el motivo de una de las más bellas obras de arte que se han creado jamás.
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En efecto, la Piedad, grupo escultórico de mármol que Miguel Ángel Buonarroti talló entre 1498 y 1499, nos permite todavía ser exactos testigos visuales de ese instante sublime –fijado además en la inmovilidad de la roca para que podamos contemplarlo con todo detenimiento– en el que María recibe en su regazo el cadáver de Jesús una vez descendido de la cruz, dando lugar así a uno de los atributos paradójicos de la Virgen que hace notar el obispo español Laureano Castán Lacoma: el de que sostuvo en sus brazos al que todo lo sustenta.
“¿Qué sentías, Madre?”, se pregunta uno con cierto texto devocional mariano ante el formidable mármol. “¿Recordabas cuando Él era pequeño y lo acurrucabas en tus brazos?”. Y siente uno también que ella, como supone el franciscano Bernardino de Bustos, contemporáneo del escultor, le suplicaba a su hijo con estupefacta mudez: “Mírame y consuélame. Pero tú ya no me puedes mirar. Habla, dime una palabra de alivio”.
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Lo extraordinario de la escultura de Miguel Ángel es que este dolor de la madre ante su hijo muerto (muerto y previamente torturado, escupido, llagado y ultrajado, como ha sido el caso de tantos hijos en tiempos recientes), pese a ser un dolor que no es superado por ningún otro en este mundo, se hace manifiesto a través de una expresión del rostro de ella que, reflejando su profundo abatimiento, es sin embargo de una serenidad casi plácida. El dolor está reconcentrado en lo más recóndito de su alma y ella, a su vez, está absolutamente reconcentrada en el dolor, de modo que a su cara sólo llega ese intenso, afligido, pero sosegado embeleso.
Ahora bien, no hay fundamentos que permitan esperar que la humanidad será capaz de abolir las razones abominables para que sigan existiendo las Madres Dolorosas, las Madres de Plaza de Mayo, las Madres de las Angustias, las Madres de Soacha, las Madres de la Amargura, las Madres de Ucrania y de Rusia.
He ahí también lo doloroso, lo angustioso, lo amargo.
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