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Corría el primer semestre de 1980 en los pasillos de la facultad de artes de la Universidad Nacional; Alfredo era primíparo de bellas artes, yo era primíparo de arquitectura. Fueron tiempos de Villa Chiva, el nombre que los periodistas que cubrieron la toma embajada de la República Dominicana, frente al campus de la Universidad Nacional, dieron al parque donde se apostaron durante dos meses, desde el 27 de febrero hasta el 25 de abril de 1980. Alfredo era amigo de mi hermano Federico; eso nos permitió que intercambiáramos el saludo, luego un tinto, hasta que nos hicimos amigos. Pasado este recorrido en Bogotá, Alfredo se fue para los EE. UU. y yo para Francia a continuar nuestra formación.
En el verano del 89 viajé a Nueva York a visitar a Alfredo y a su señora Alexandra (Q.E.P.D.), quienes celebraban la llegada de su primogénito, Gabriel, hoy un reconocido músico como lo fue su madre.
En esa estadía, Alfredo me encargó el que sería mi primer trabajo como arquitecto: la remodelación de una muy acogedora casa de 50 mts2 construida en el siglo XIX y vecina a la que habitaba su señora madre en el barrio San Diego en Bogotá, la inolvidable doña Daisy, la más estricta interventora que he tenido en mi ejercicio profesional.
En ese entonces, su hermano Jaime era el alcalde local de Sumapaz, la más alejada y extensa localidad de Bogotá. Jaime quería hacer unas reparaciones en la escuela, que no era más que cuatro paredes pintadas por la humedad y una cubierta en teja de asbesto; me pidió que lo acompañara para tener una opinión de lo que se requería. Fui con él y con mi recién llegada -no más de una semana- esposa al páramo de Sumapaz a 4.000 mts S.N.M; el primer contacto de esta en su momento despistada francesa con Colombia.
No queriendo correr el riesgo de convertir este escrito en un canto a la amistad, al cual me veo tentado por la enorme gratitud que por Alfredo y su familia siento, paso al propósito de este escrito: el libro que con su compañera de vida, la escritora Verónica Ochoa, acaban de publicar sobre el duelo que todos los colombianos(as) llevamos en el corazón.
Jamás había tenido en mis manos una novela gráfica, para el caso una novela histórica, ni me imaginé jamás tenerla, pero el afecto obliga y desde la tercera página hasta la última, que debe ser la número 500 o más, no la pude soltar. No menciono el número de páginas porque el libro no las tiene, dato de por sí especial para un libro, y no están numeradas porque no se necesita, el libro se lee de un tirón; imposible soltarlo por la riqueza de sus imágenes, la juiciosa y documentada redacción de los hechos. Un preciso seguimiento histórico a una de las tres grandes barbaries que vivimos en el siglo XX (1) en Colombia.
El libro comienza estableciendo el apacible y amable contexto en el que Doña Daisy y don Félix María, sus padres y pronto su viuda madre formaron su hogar (cuatro hijos: Jorge, Alfredo, Jaime y Marisol) en el centro de Bogotá.
Las comidas en familia acompañados por el radio con El Pereque, para que vivamos más, nos cueste menos, no molestemos y hagamos paz. Radio revista de humor dirigida por Humberto Martínez Salcedo, del que, nos dice el libro, fue una gran influencia para Jaime. Programa que era precedido por la lectura del acta de censura emitida por la Presidencia de la República.
Nos cuenta el libro de los inicios de Jaime como imitador cuando de niño, por llegar tarde al colegio, se queda sin desayuno y, desde un teléfono público, llama a la monja encargada del comedor imitando la voz del padre rector para que por favor fuera de horario le sirva el desayuno a Garzón, situación que es magistralmente descrita con los dibujos de la escena.
Nos cuenta de los juegos entre hermanos, los guantes de boxeo fruto de su admiración por ese gran estadounidense que fue Mohamed Alí, sin duda, una de las figuras más representativas de la cultura norteamericana del siglo XX, y también nos da cuenta de un momento que pudo ser crucial en su formación política y actoral: cuando en una obra de teatro universitario le correspondió hacer el papel del padre Camilo Torres.
El juego a las escondidas en el Cementerio Central con sus amigos del colegio, lugar que Alfredo concatena con su reflexión sobre la muerte de su padre y que toma como punto de partida para narrar lo vivido por nosotros en las décadas de los 80 y 90, hasta llegar el asesinato de su hermano Jaime el 13 de agosto de 1999, y cerrar la historia con las deliciosas caminatas en su finca en Pereira acompañado de Heyoka (2), su caballo, en un ejercicio lleno de vida y color. Lugar en el que le entrega su libro a Jaime con las palabras: "Este libro es una forma de justicia, es la justicia que yo puedo ofrecerle". Y que hoy Alfredo y Verónica, junto con su equipo de dibujantes (3), nos entregan a los miles (4) de lectores que el libro tendrá.
En el último encuentro que tuvieron, Jaime le contaba a su hermano de la delicada tarea que le había impuesto el entonces gobernador de Cundinamarca, que consistía en tratar de establecer canales de comunicación entre los secuestradores y las familias víctimas. Cuando Alfredo le pregunta ¿Quiere contarme?, éste le responde: El ejército secuestra civiles y se los vende a la insurgencia y también le vende armas. Son socios. ¿Entiende? Así lo entendió Alfredo: "Ese día sentí que la vida de Jaime estaba en peligro".
Tarea similar le había encomendado anteriormente el embajador de los EE. UU. en Colombia Myles Frechette en busca de la liberación de cinco de sus compatriotas secuestrados.
En este momento del libro inician los autores a contarnos las circunstancias en las que se dieron los asesinatos de estos otros once pacifistas, algunos de los cuales se cruzaron con las vidas de Alfredo y Jaime, en estas dos décadas.
El primero de ellos fue el de Guillermo Cano Isaza (17/12/86), en ese entonces director de El Espectador, quien fue el primer y casi que único periodista que abrió los ojos al país del infierno que se nos venía, con frases como: “El narcotráfico nos ha corrompido… estamos presenciando el crecimiento de una generación sin fronteras, sin valores, sin principios éticos". Eso le costó la vida. Tres años más tarde, en septiembre de 1989, las instalaciones del periódico fueron semidestruidas por una bomba y, sin desfallecer en la intención de construir una patria justa y libre, el periódico tituló a seis columnas: “Seguimos adelante.”
Lo siguió el del del sacerdote jesuita Sergio Restrepo, en Tierralta, Córdoba (01/06/89), que tiene como germen el despojo de la hacienda Las Tangas, acompañado del secuestro del hijo del propietario para luego asesinar a su padre. Coincide este evento con el proyecto de construcción de la hidroeléctrica Urra 1, el cual interesó al Cinep, en cabeza en su momento del padre Alejandro Angulo y su colega y amigo el padre Sergio Restrepo, desde la región, buscando la protección de las culturas Embera del Alto Sinú y la riqueza ecológica de este valle. "Es posible que la cuenca del alto Sinú albergue la mayor biodiversidad de insectos del planeta. Ninguna de las comunidades fue consultada para la ejecución del megaproyecto Urrá 1″. El río Sinú es el único río del mundo que atraviesa cuatro ecosistemas vitales y complejos: páramo, bosque húmedo ecuatorial, humedal y manglar...“. Años más tarde, en el 2001, los paramilitares secuestraron, asesinaron y desaparecieron el cuerpo de Kimy Pernía. líder local de la comunidad Embera. ¿Alguna afinidad con esta frase de Plinio Apuleyo Mendoza, escrita en El Tiempo, en su momento el diario más leído de la prensa nacional?: "El Cinep es un brazo de la guerrilla".
Así se llega al año 89 del siglo pasado y los asesinatos, atentados, secuestros y demás se dan por miles, desde las personas más influyentes en la prensa y la política hasta el humilde campesino que en su región trata de sobrevivir. Están entre muchos otros los candidatos presidenciales Carlos Pizarro, Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo Ossa, Jaime Pardo Leal, y Jesús Yáñez Plata, Juan José Ortega, Teófilo Forero, el coronel Valdemar Franklin, José Antequera y Jorge Enrique Pulido. Las bombas a El Espectador, al edificio del DAS en Bogotá (70 muertos) y al avión de Avianca que hacía la ruta Bogotá-Cali a primera hora de la mañana (107 muertos).
Continúa el relato gráfico con una deliciosa conversación entre Alfredo y Silvia Duzán, en un bucólico escenario otoñal en Nueva York, quien llena de entusiasmo le cuenta de su apoyo a la región del Río Carare en donde, atraída por el interés y el empeño de una comunidad unida en búsqueda de la paz en su territorio, cuyo control se disputaban los paramilitares y la guerrilla. "Es como una utopía", le decía Silvia. Para el efecto, los lugareños crearon la organización Asociación de Trabajadores Campesinos del Carare. A.T.C.C., con un anuncio en la pared de su oficina que rezaba: "Aquí somos A.T.C.C. Por favor no insista. Viva en paz".
El 26 de mayo de 1990, después de superar toda clase de inconvenientes para llegar a Cimitarra, se presenta Silvia en la cafetería en donde la esperaban sus amigos de la A.T.C.C. Saúl Castañeda, Miguel Ángel Barajas y Josué Vargas, sin imaginarse que también la esperaban dos sicarios y un par de policías que con disparos al aire facilitaban la huida de los asesinos.
Documenta el libro con admirable acompañamiento de imágenes el apasionado trabajo de Mario Calderón ex sacerdote jesuita e investigador del Cinep y de su señora Elsa Alvarado en el páramo del Sumapaz, en defensa del ecosistema, hasta el día de su asesinato a sangre fría (19-05-97) en su apartamento en Bogotá, en presencia de su suegra e hijo de pocos meses de nacido.
A este lo siguió el asesinato del valiente sucesor del doctor Héctor Abad Gómez en el Comité para la Defensa de los Derechos Humanos de Antioquia, Jesús María Valle, quien enfrentó a las más altas autoridades del departamento de Antioquia, civiles y militares, para hacer sus denuncias; por ejemplo, en su momento, el dr. Álvaro Uribe Velez, su emblemático secretario de Gobierno, Pedro Juan Moreno, y el comandante de la IV brigada, coronel Carlos Ospina.
Al abogado Eduardo Umaña, defensor de presos políticos, lo mataron en su oficina en Bogotá el primero de abril de 1998.
El 13 de agosto de 1999, a las 5:45 a.m., mataron a Jaime Garzón y a quienes iban con él en su carro: Heriberto de la Calle, Dioselina Tibaná, Godofredo Cínico Caspa y Néstor Elí.
Un par de semanas después fui con mi mamá a darle nuestro sentido pésame a doña Daisy, su querida madre. Le dijimos: “Doña Daisy, no habíamos venido antes porque sabíamos que decenas de personas vendrían a manifestarle su solidaridad y apoyo”. A lo cual nos respondió: “Por aquí no ha venido nadie. Entiendo que el pésame se lo están dando a un señor que tiene un restaurante aquí arriba”.
* Kimi Pernía, Sergio Restrepo Jaramillo S.J, Silvia Duzán, Josué Vargas, Miguel Ángel Barajas, Saul Castañeda, Jesús María Valle, Eduardo Umaña, Mario Calderón, Guillermo Cano y Elsa Alvarado.
(1) La guerra de los mil días. 1899-1902. La violencia partidista 1948-1958. Y en las décadas de los 80s y 90s la alianza macabra del narcotráfico, los paramilitares y sectores de las fuerzas armadas de la política de la que el libro se ocupa.
(2) Nombre con el que los pueblos Lakota del norte de los EE. UU. llamaban al payaso sagrado. Su función en la sociedad consistía en contrarrestar el poder de los gobernantes, guerreros y chamanes.
(3) Álvaro Duarte, Sergio Palacio, Alejandro Guarín, Daniel Martín, Lucía Duarte, Juliana Ocampo y Alfredo Garzón. Del color y la diagramación estuvo encargado Felipe Rivera. En la investigación y escritura estuvieron Laura Nepta con la coautora del libro Verónica Ochoa.
(4) Se imprimieron 1.500 en una primera edición que se agotó en dos semanas. Se prepara una reedición de 3.800 ejemplares adicionales.
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