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“Todos los recursos de nuestras tecnologías milagrosas han sido arrojados en el asalto contra el silencio”. Aldous Huxley (Citado por Alejandro Gaviria).
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En 1935, el psiquiatra y neurocirujano portugués Antonio Egas Moniz describe la lobotomía prefrontal (una sencilla, brutal y desconcertada desconexión quirúrgica de todo eso que define la personalidad de un individuo) como la cura mágica para un amplio espectro de enfermedades mentales, desde la depresión hasta la esquizofrenia. Más adelante, en 1952, se publica el primer manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales, o DSM, en el que se incluye a la homosexualidad como una perversión sexual. Y hasta hace muy poco, en el DSM IV, se seguía incluyendo a las identidades de género no hegemónicas como trastornos, al punto de ser llamados una disforia o descontento de género.
La medicina, y aún más el dictamen médico, ha tenido durante siglos la fortuna, o infortuna para algunos, de gozar de un cierto prestigio social, respeto, alego y acelerada adopción de lo que en algunas ocasiones no es más que una opinión informada. Por supuesto que surge de una profesión que bordea lo sagrado, la tradición por encima de todo: el juramento hipocrático aprendido, recitado y el mayor sobreviviente de una profesión que se entrega al servicio de la humanidad. No obstante, al pretender estudiar la vida y entender sus bases orgánicas y fisiológicas, hemos caído en el error de creer que tenemos la verdad absoluta, la certeza, la tan anhelada intención de entender, de la mano de la ciencia, la normalidad. Caímos en el error de creer que estábamos, al fin, ante la precisión en un ejercicio que al ser hecho por humanos para humanos se aleja, por definición intrínseca, de la exactitud.
Hemos desarrollado, también, una terrible manía de moldear todo para que se ajuste a nuestras categorías, en especial esa que divide lo sano de lo enfermo. Este es, por tanto, el abuso de la tecnología, la sobremedicalización y la sobresimplificación del paciente; la engorrosa pretensión de que el maravilloso ejercicio de interactuar e interpretar a un ser humano deba caer, indefinidamente y sin remedio, en un algoritmo que nos lleva a la verdad (o realmente nuestra interpretación de la misma).
Es claro, sin embargo, el valor de la ciencia, de los pasos agigantados que han permitido maravillas en casi todos los campos de la medicina. Pero de ninguna manera hemos sido capaces de definir las bases fisiopatológicas del amor, de comprender el origen orgánico (más allá del anatómico) de la empatía, ni mucho menos aspirar a la cura farmacológica para la desolación. Nos destacamos al definir las causas y el desarrollo de una enfermedad y somos capaces de encontrar el mejor tratamiento, basado en la evidencia, para tener los mejores resultados posibles. Pero nos hemos quedado cortos al intentar curar el dolor del alma. Este es el olvido del paciente (o quizás, si queremos, el extravío del paciente entre ciencia y tecnología).
Quizás las certezas biológicas nos permiten definir la necesidad de una u otra intervención, la superioridad de una sobre la otra, su utilidad orgánica. Pero sin lugar a duda, esa certeza científica y metódica no es una ventana sobre la realidad del ser humano ni tampoco nos permite impartir juicio sobre la vida misma, su esencia, y la utilidad que esta puede tener. Y, por ende, tampoco nos permite establecer los límites de la normalidad moral y política con la misma feracidad y certeza que tenemos en la prescripción de un medicamento. Esclarecer unos hábitos de vida saludables no son, de ninguna manera, evidencia irrefutable de tener la verdad sobre la mejor forma de vivir la vida y dejar todo lo que se aleje de esta por fuera de los temidos límites de una normalidad inventada y creada por nosotros mismos, para ser destinados a pasar al oscuro y ajuiciado terreno de lo patológico. Un algoritmo no puede, entonces, definir la moralidad, la sensibilidad, la creatividad y la vulnerabilidad del ser humano.
El desarrollo de la ciencia se da siempre en un contexto social, bajo una enorme cantidad de estereotipos y creencias políticas, económicas y religiosas. Por tanto, el dictamen médico está inmerso en constructos sociales determinados por quienes escriben la historia. La necesidad de categorizar de manera binaria lo normal y anormal (lo patológico y lo esperado) se extrapola a características humanas que carecen de dicha binariedad y son sometidas a juicio con la aceptación y adaptación social que pocos actores sociales logran tener. Al igual que lo que puede hacer cualquier teoría dogmática, la medicina ha emprendido la ambiciosa tarea de explicar la vida humana con una leyes simples e irrefutables, y es, por tanto, una ideología política, con la previa acogida que conlleva el título.
Ahora bien, no se trata, por supuesto, de demeritar la evidencia y la importancia que tiene, ni mucho menos quitarle valor al rigor del método científico, sino más bien sugerir que esta hace referencia a los trastornos orgánicos, pero no define con exactitud la certeza de conocer y reconocer a un ser humano. La medicina es, entonces, un actor social y político que está lejos de encontrar la verdad absoluta en esta innecesaria tarea de disecar la esencia humana. Por tanto, no podemos caer en la sobresimplificación del acto médico como solución certera y absoluta, sino más bien entender el ejercicio médico como el arte en la interacción, interpretación y cuidado de las personas, poniendo la ciencia, la evidencia y la tecnología, por fin y para siempre, en beneficio de la humanidad.