El escritor Ismaíl Kadaré y el día que declaró la independencia de la literatura
A propósito del fallecimiento del gran escritor albanés, rescatamos su discurso de recepción del Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2009.
Ismaíl Kadaré * / Especial para El Espectador
Constituye una especial satisfacción para mí estar presente hoy aquí y tomar la palabra en esta sala. La satisfacción es doble pues todo esto sucede a causa de la literatura, universo al que yo pertenezco. (Contexto: ¿Quién era Ismaíl Kadaré y por qué estuvo nominado al Premio Nobel de Literatura?).
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
Constituye una especial satisfacción para mí estar presente hoy aquí y tomar la palabra en esta sala. La satisfacción es doble pues todo esto sucede a causa de la literatura, universo al que yo pertenezco. (Contexto: ¿Quién era Ismaíl Kadaré y por qué estuvo nominado al Premio Nobel de Literatura?).
Ha habido y continúa habiendo dos ideas radicalmente contrarias acerca de la literatura. Una, antigua, un tanto ingenua, creía que la literatura, como el resto de las artes, era capaz de producir milagros para el mundo; la otra idea, moderna, por consiguiente en modo alguno ingenua, que la literatura y el arte no sirven a nadie excepto a sí mismas.
En estas dos ideas, la verdad y la no verdad se encuentran mezcladas. No obstante, como hombre del arte que soy, yo me inclino a creer en milagros.
Existe un modelo para este paradigma: el mito de Orfeo. Se lo ha considerado, con razón, el mito más misterioso de la humanidad. Su esencia está relacionada con las potestades del arte. Orfeo consiguió con el suyo cosas increíbles y, si bien no alcanzó a trasponer el muro de la muerte, se aproximó a lo imposible más que ningún otro.
He aludido al famoso mito para llegar a otro milagro mucho más vulgar en apariencia, aunque de la misma naturaleza. Hace veinte años, en mi país comunista, si alguien le hubiera sugerido a alguien la posibilidad de que, un día, un escritor albanés recibiría un premio en España, para mayor abundamiento entregado por el príncipe heredero, ese alguien habría sido de inmediato calificado de loco, lo habrían encadenado y conducido al manicomio. Y este habría sido el menor de los males. De acuerdo con una segunda versión, ese alguien acabaría en el juzgado y torturado como un peligroso complotador.
Tal vez os pueda parecer un tanto dramatizado este pronóstico, pero lo explicaré.
Albania, mi país, y el vuestro, España, excepto una breve amistad en el siglo XV, no tuvieron nunca la menor relación. Aunque la ruptura completa se produjo el siglo pasado, cuando mi país comunista, distinguido en cuestión de ruptura de relaciones (esa fue, por así decirlo, su especialidad), cortó todo vínculo con España.
Pero, como todo en este mundo, también el milagro de la literatura posee una tradición. En el tiempo glacial del que hablaba más arriba, cuando entre mi país y España no iba ni venía nadie, un caballero solitario, despreciando las leyes del mundo, cruzaba cuantas veces se le antojaba la frontera infranqueable. Ya imaginaréis a quien me refiero: a Don Quijote.
Fue el único al que no consiguió detener aquel régimen comunista, para el que la cosa más fácil del mundo era precisamente detener, prohibir. Don Quijote, ya como libro ya como personaje vivo, era tan popular en Albania como si lo hubiera engendrado ella misma.
Alguno podría encontrar la siguiente explicación para esta paradoja: Don Quijote estaba loco, y no menos loco estaba el Estado albanés, de modo que resulta lógico que los dos locos se entendieran. Al tiempo que pido excusas por comparar la noble enajenación de Don Quijote con la perversa insania de mi Estado, permitidme que os diga que no fue así y que el paralelismo está relacionado con otro fenómeno.
He hecho esta larga introducción para llegar al tema principal de mi breve discurso: la independencia de la literatura. Don Quijote traspasaba la frontera albanesa porque era, entre otras cosas, independiente. Cuando un escritor albanés, por una obra escrita principalmente en un territorio y un tiempo comunistas, viene a recoger un premio de un reino occidental, eso sucede porque la literatura es, por su propia naturaleza, independiente.
El debate es antiguo. Ha sido y tal vez continúa siendo la principal inquietud de ese arte. A diferencia de la independencia de los Estados, la de la literatura es global. De ahí que también su defensa lo sea: global.
Eso no la torna más fácil. Por el contrario.
La independencia de la literatura y las artes es un proceso en desarrollo. Resulta difícil que nuestra mente capte sus verdaderas proporciones. Acostumbrados a la independencia referida principalmente a los Estados, las naciones e incluso los individuos humanos, encontramos dificultades para llegar más lejos. Llegar más lejos significa comprender que la no dependencia del arte no es cuestión de lujo, un deseo de perfeccionar el arte mismo. Es un condicionante objetivo, es decir obligado. De lo contrario, ese universo paralelo no se sostendría en pie. Hace tiempo que se hubiera derrumbado.
La concepción, como decía, es antigua. También es de antiguo conocida la expresión “república de las letras”. La inclinación a ver la literatura, por supuesto como un mundo espiritual, pero asimismo con atributos materiales: espacio, tiempo, movimiento, es de sobra conocida, aunque eso no basta. La aceptamos como un mundo paralelo referencial pero, cuando llega la hora de alcanzar una visión completa de ella, a nuestra mente estrecha, conformista, se le plantean problemas para aceptar el paralelismo, la verdadera independencia por tanto. Decimos independiente y de inmediato nuestro viejo instinto nos empuja a lo contrario.
No somos capaces de evitar la idea de que el arte, si bien puede no depender de los Estados, las doctrinas, la moda, depende sin embargo de algo. Y enseguida pensamos en nuestro mundo real, dicho de otro modo en nuestra propia vida. La idea de que la literatura depende de la vida es ya casi oficial a nivel planetario.
Yo plantearía una pregunta que ya en sí misma resulta herética: ¿es esto verdad? La respuesta, por el momento, necesariamente ha de ser de doble sentido: no puede descartarse que el arte mantenga vínculos con la vida, aunque sólo parcialmente.
Permitidme que, en la parte final de mi discurso, explique muy brevemente esta medio herejía.
Una vez aceptamos que el de la literatura y las artes es un mundo paralelo, referencial, ya hemos admitido también que es un mundo rival. Y en consecuencia, dado que la rivalidad conduce de forma habitual al conflicto, lo queramos o no habremos de admitir que entre esos dos mundos, el de la vida y el del arte, habrá conflicto.
Y conflicto hay. En ocasiones declarado, otras velado. El mundo real posee sus propias armas contra el arte en ese enfrentamiento: la censura, las doctrinas, las cárceles.
Así como también el arte dispone de sus medios, sus fortalezas, sus herramientas, en fin sus armas, la mayor parte secretas.
El mundo real resulta ser a veces implacable, despiadado.
Un poeta romántico alemán imaginaba los tercetos de Dante Alighieri unas veces como picas amenazadoras y otras como instrumentos de tortura para las conciencias atormentadas por el crimen.
Pero el combate entre los dos mundos es más complicado de lo que parece.
El mismo poeta alemán insistió en que algunos han fatigado al arte con su enemistad y otros con su cariño. Por paradójico que parezca, son numerosos aquellos que lo hostigan justamente cuando creen que lo aman.
Como puede verse, la independencia de la literatura y del arte se torna cada vez más difícil.
No obstante, nosotros los escritores estamos convencidos de que el arte no alzará nunca la bandera de la capitulación.
Ya que he mencionado esta entristecedora palabra, creo que debo regresar de nuevo a la visión de los dos mundos situados frente a frente a la espera de una victoria: la del mundo real o la del arte.
Desde luego, existen muchas diferencias entre ellos, pero hay una de dimensión colosal que se sitúa por encima de todas las demás. Es la siguiente: mientras que, en su conflicto con el arte, el mundo real llega a tal extremo de furor como para precipitarse a destruirlo, en ningún caso, lo repito, en ningún caso la literatura y el arte atacan al mundo real con intención de dañarlo, sino que, por el contrario, pugnan por tornarlo más bello, más habitable.
Es una diferencia absoluta entre ambos. Y en tal caso esa diferencia no viene a constituir sino la más sublime confirmación de la verdadera independencia del arte.
Gracias.
* Ismaíl Kadaré: A los diecisiete años ganó un premio de poesía en Tirana que le valió la autorización para partir a Moscú a estudiar en el Instituto Gorki, del que fue expulsado en 1961, tras la ruptura de relaciones entre el país balcánico y la URSS. En el instituto moscovita escribió El general del ejército muerto, que alcanzó un enorme éxito en Francia. Gracias a esta novela, obtuvo una especie de inmunidad en su país, como representante del orgullo nacional, a pesar de no plegarse a los dogmas comunistas. Se incorporó, forzado por el régimen, al Parlamento albanés entre 1970 y 1982. En 1990, unos meses antes de la caída de la dictadura, se exilió en París, ciudad en la que reside desde entonces, aunque visita frecuentemente Albania.
Gran estudioso de la tradición albanesa y de la idiosincrasia de este pueblo balcánico, sus títulos se sitúan en distintos episodios de su historia, como el de la ruptura entre Albania y la URSS, en El largo invierno (1977); las rivalidades entre católicos y ortodoxos, en ¿Quién ha vuelto a traer a Doruntine? (1980); y la ruptura entre Tirana y Pekín, en El concierto (1988). Uno de los rasgos más característicos de su obra es el de estar permanentemente abierta: Kadaré reelabora sus escritos, los poemas se convierten en relatos, los relatos se alargan en novelas y estas, en ocasiones, se reducen a cuentos. Otra de las características es la recuperación de las grandes preocupaciones y debates de la Humanidad que toma de la tradición oral y de la literatura clásica, de Esquilo, Homero, Shakespeare, Cervantes o Chéjov, situándolos en el contexto contemporáneo.
Sin embargo, el tema central de su obra, plasmado en todos sus libros, es el totalitarismo, sus mecanismos de funcionamiento y las complicidades que lo hacen posible. Esta obsesión literaria culmina en El palacio de los sueños (1988), publicada en 1981 en Albania, cuando todavía regía la dictadura comunista. En ella, el escritor albanés construye una inmensa parábola de la perversión despótica, en la que en un país imaginario, una inmensa maquinaria al servicio del poder absoluto, la Oficina del dormir y el soñar, controla la vida onírica de los ciudadanos. A pesar del hundimiento del comunismo, Kadaré continúa sondeando el alma de las sociedades totalitarias, como en Tres cantos fúnebres por Kosovo (1999) y Frente al espejo de una mujer (2002). Sus últimas publicaciones son Vida, representación y muerte de Lul Mazreku (2005), La hija de Agamenón. El sucesor (2007) y El accidente (2009)
Miembro de la Academia de las Ciencias Morales y Políticas de París, una de las cinco que integran el Instituto de Francia, de la Academia de las Artes de Berlín y Oficial de la Legión de Honor francesa, en 2005 recibió el Premio Booker Internacional. Es, además, doctor honoris causa por la South East European University (República de Macedonia).