El escritor Paul Auster y su carta íntima sobre el poder de la amistad
A propósito de la muerte del escritor estadounidense, fragmento del libro “Aquí y ahora” (Random House), la correspondencia entre Paul Auster y el Nobel de Literatura sudafricano J. M Coetzee.
Paul Auster * / Especial para El Espectador
29 de julio de 2008
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29 de julio de 2008
Querido John (Coetzee):
Esa es una cuestión a la que he venido dando muchas vueltas a lo largo de los años. No diré que haya llegado a una postura coherente sobre la amistad, pero para contestar a tu carta (que ha desatado en mí un torbellino de ideas y recuerdos), quizá sea este el momento de intentarlo. (Las reacciones internacionales por la muerte de Paul Auster).
Para empezar, me limitaré a la amistad masculina, a la amistad entre hombres, entre niños.
1) Sí, hay amistades transparentes, sin ambivalencia (para emplear tus términos), pero no muchas, según mi experiencia. Eso quizá tenga algo que ver con otra de las palabras que utilizas: taciturno. Estás en lo cierto al decir que los amigos (al menos en Occidente) «no suelen hablar de sus sentimientos mutuos». Yo daría un paso más allá, añadiendo lo siguiente: los hombres no suelen hablar de sus sentimientos, y punto. Y si no sabes cómo se siente tu amigo, ni qué es lo que siente ni por qué, ¿puedes decir en serio que es tu amigo? Y sin embargo la amistad perdura, a menudo durante muchas décadas, en esa ambigua zona del no saber.
Al menos tres de mis novelas tratan directamente de la amistad entre hombres, son en cierto sentido historias sobre la amistad masculina –La habitación cerrada, Leviatán y La noche del oráculo–, y en cada caso, esa tierra de nadie del no saber que separa a los amigos se convierte en el escenario donde se representan los dramas.
Un ejemplo de la vida real. Durante los últimos veinticinco años, uno de mis amigos íntimos –quizá el más cercano que he tenido en mi vida adulta– es una de las personas menos charlatanas que he conocido nunca. Es mayor que yo (me lleva once años), pero tenemos mucho en común: ambos somos escritores, estamos estúpidamente obsesionados con los deportes, los dos casados desde hace mucho con mujeres excepcionales, y, lo que es más importante y difícil de definir, albergamos cierta sensación inexpresada pero compartida de cómo hay que vivir: una ética de la madurez. Y sin embargo, por mucho cariño que le tenga a esa persona, por dispuesto que esté a partirme el pecho por él en momentos difíciles, nuestras conversaciones son casi sin excepción insulsas y anodinas, enteramente triviales. Nos comunicamos emitiendo breves gruñidos, volviendo a una especie de lenguaje taquigráfico que a un extraño resultaría incomprensible. En cuanto a nuestro trabajo (la fuerza motriz de nuestras respectivas vidas), rara vez lo mencionamos.
Para demostrar lo reservado que es este hombre, ahí va una pequeña anécdota. Hace unos años, estaban a punto de aparecer las galeradas de una nueva novela suya. Le dije que tenía muchas ganas de leerlas (unas veces nos enviamos los manuscritos acabados, y otras esperamos a las pruebas de imprenta), y me contestó que muy pronto recibiría un ejemplar. Las galeradas llegaron por correo a la semana siguiente, abrí el paquete, hojeé el libro, y descubrí que me lo había dedicado a mí. Me emocioné, desde luego, y profundamente, además; pero el caso es que mi amigo nunca me había dicho una palabra de ello. Ni la más mínima insinuación, ni el más leve guiño premonitorio, nada.
¿Qué es lo que intento decir? Que conozco a ese hombre y no lo conozco. Que es mi amigo, mi amigo más querido, a pesar de ese no saber. Si mañana va y atraca un banco, me quedaría horrorizado. Por otro lado, si me enterase de que engaña a su mujer, de que tiene una joven amante guardadita por ahí en un apartamento, me llevaría una decepción, pero no me horrorizaría. Todo es posible, y los hombres ocultan secretos, incluso a sus íntimos amigos. En el caso de la infidelidad conyugal de mi amigo, me sentiría decepcionado (porque habría defraudado a su mujer, alguien a quien tengo mucho cariño), pero también dolido (porque no habría confiado en mí, lo que significaría que su amistad no es tan íntima como yo pensaba).
(Una súbita y luminosa idea. Las mejores amistades, las más duraderas, se basan en la admiración. Ese es el sentimiento fundamental que relaciona a dos personas durante un prolongado período de tiempo. Se admira a alguien por lo que hace, por lo que es, por cómo se las arregla para andar por el mundo. Esa admiración lo ennoblece, lo realza ante tus ojos, lo eleva a una posición que, a tu juicio, es superior a la tuya. Y si esa persona también te admira a ti –y por tanto te ennoblece, te realza, te eleva a una posición que considera superior a la suya–, entonces os encontráis en condiciones de absoluta igualdad. Ambos dais más de lo que recibís, los dos recibís más de lo que dais, y en la reciprocidad de ese intercambio, florece la amistad. De los cuadernos de Joubert (1809): «No solo debe cultivarse el trato con los amigos, también hay que cultivar su amistad dentro de uno mismo: conservarla con esmero, cuidarla, regarla». Y de nuevo Joubert: «Siempre perdemos la amistad de aquellos que pierden nuestra estima».)
2) Niños. La infancia es el período más intenso de nuestra vida porque lo que solemos hacer entonces, lo hacemos por primera vez. Poco tengo que aportar a esto salvo un recuerdo, pero ese recuerdo parece poner de relieve el infinito valor que atribuimos a la amistad cuando somos jóvenes, e incluso muy jóvenes. Yo tenía cinco años. Billy, mi primer amigo, apareció en mi vida de una forma que ya no alcanzo a recordar. En mi memoria es un extraño y alborozado personaje de opiniones firmes y un talento bastante desarrollado para las travesuras (cosa que a mí me faltaba en grado sumo). Tenía un grave defecto del habla, y pronunciaba las palabras de manera tan confusa, se le atascaban tanto en la saliva que se le acumulaba en la boca, que nadie llegaba a entender lo que decía; salvo el pequeño Paul, que le servía de intérprete. Gran parte del tiempo que pasábamos juntos lo dedicábamos a deambular por nuestro barrio residencial de Nueva Jersey en busca de animalitos muertos –pájaros, sobre todo, pero también alguna rana o ardilla listada– para enterrarlos en el parterre que bordeaba mi casa. Ritos solemnes, cruces de madera hechas a mano, prohibido reírse. Billy aborrecía a las chicas, se negaba a rellenar las páginas de los cuadernos para colorear que mostraran representaciones de figuras femeninas, y como su color favorito era el verde, estaba convencido de que la sangre que corría por las venas de su oso de peluche era verde. Ecce Billy. Entonces, cuando teníamos seis años y medio o siete, se mudó con su familia a otra ciudad. Congoja, seguida de semanas, si no meses, de añoranza de mi amigo ausente. Por fin, mi madre cedió y me dio permiso para hacer la costosa llamada de teléfono a la nueva casa de Billy. El contenido de nuestra conversación se me ha borrado de la memoria, pero recuerdo mis sentimientos tan vívidamente como me acuerdo de lo que he tomado para desayunar esta mañana. Eran los mismos que más adelante tendría de adolescente al hablar por teléfono con la chica de quien me había enamorado.
En tu carta haces una distinción entre amistad y amor. Cuando somos pequeños, antes de que se inicie nuestra vida erótica, no hay diferencia. La amistad y el amor son una misma cosa.
3) La amistad y el amor no son la misma cosa. Hombres y mujeres. Diferencia entre matrimonio y amistad. Una última cita de Joubert (1801): «Solo debes elegir por esposa a la mujer que escogerías como amigo, si fuera hombre».
Una formulación bastante absurda, supongo (¿cómo puede una mujer ser hombre?), pero se entiende lo que quiere decir, y en el fondo no se diferencia mucho de tu observación sobre El final del desfile, de Ford Madox Ford, y la caprichosa y divertida afirmación de que «uno se acuesta con una mujer para estar en condiciones de hablar con ella».
El matrimonio es sobre todo una conversación, y si marido y mujer no encuentran un modo de ser amigos, su unión tiene pocas posibilidades de subsistir. La amistad es un componente del matrimonio, pero el matrimonio es una discusión que no deja de evolucionar, una eterna obra inacabada, una continua exigencia de llegar al fondo de sí mismo y reinventarse en relación con el otro, mientras que la amistad pura y simple (es decir, la amistad fuera del matrimonio) tiende a ser más estática, más cortés, más superficial. Ansiamos la amistad porque somos seres sociables, nacidos de otros seres y destinados a vivir entre otros seres hasta el día de nuestra muerte, pero cuando se piensa en las peleas que a veces estallan incluso en el mejor de los matrimonios, los apasionados desacuerdos, los exaltados insultos, los portazos y platos rotos, se comprende enseguida que tal comportamiento sería intolerable dentro de los decorosos ámbitos de la amistad. La amistad significa buenas maneras, amabilidad, constancia en el afecto. Los amigos que se gritan rara vez continúan siéndolo. Los maridos y mujeres que se gritan suelen seguir casados; a veces felizmente casados.
¿Pueden ser amigos hombres y mujeres? Creo que sí. Con tal de que no exista atracción física en ninguna de las partes. Una vez que la sexualidad entra en escena, se acabó lo que se daba.
4) Continuará. Pero también es preciso tratar otros aspectos de la amistad: a) Amistades que decaen y mueren. b) Amistad entre personas que no comparten necesariamente intereses comunes (amigos del trabajo, del colegio, de la guerra). c) Círculos concéntricos de la amistad: el núcleo de íntimos, los menos íntimos pero bastante afines, los que viven lejos, los conocidos simpáticos, y así sucesivamente. d) Todos los demás puntos de tu carta que no se han tocado.
Con calurosos recuerdos desde la tórrida Nueva York,
Paul
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Paul Auster nació en 1947 en Nueva Jersey y estudió en la Universidad de Columbia. Tras un breve período como marino en un petrolero, vivió tres años en Francia, donde trabajó como traductor, «negro» literario y cuidador de una finca; desde 1974 residía en Nueva York. Es el autor de una veintena de obras, todas ellas publicadas por Anagrama, entre las que destacan «La trilogía de Nueva York» (compuesta por las novelas Ciudad de cristal, Fantasmas y La habitación cerrada) y Brooklyn Follies. También es autor de la novela gráfica Ciudad de cristal y de los guiones de Smoke & Blue in the face, Lulu on the Bridge y La vida interior de Martin Frost.