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¿Se puede, de verdad, mezclar estos dos oficios, que parecen ser tan ajenos y contradictorios, los de político y escritor? Al hacer yo mismo la pregunta, debo responder con mi propia vida. En un país como Nicaragua, como en cualquier otro de la América Latina, el peso de la acción pública se vuelve insoslayable en la vida de un adolescente, aunque ese adolescente quiera ser escritor. (Aquí le explicamos el caso contra Sergio Ramírez).
Cuando a los diecisiete años emprendí el viaje desde mi pueblo natal, Masatepe, de la mano de mi padre, hacia la ciudad de León para matricularme en la escuela de derecho, él, que venía de una familia de músicos pobres, se preparaba de alguna manera para entregarme a la vida pública. Quería que fuera abogado, y los abogados han sido tradicionalmente los que conducen la vida política, no sólo los litigios en los tribunales. Son los oradores, los tribunos, los ministros, los legisladores, los presidentes; y de alguna manera, intelectuales en la primera fila de los acontecimientos.
Pero era la Nicaragua de los Somoza, una familia impuesta en el poder por la intervención militar de los Estados Unidos, y que para entonces llevaba ya más de veinte años de mando. La idea de la política que mi padre tenía estaba ligada a la permanencia inmutable de aquella dinastía que de acuerdo a las cuentas que él hacía, no tendría fin. Cuando yo llegué a la universidad, y me quedé allí solo, en un mundo nuevo, comencé a entender que la vida era diferente. (Más: decenas de escritores y periodistas se solidarizan a través de esta carta con Sergio Ramírez).
Había agitación en las calles, bandadas de estudiantes se lanzaban a protestar casi todos los días contra la dictadura. Y ese mismo año de mi llegada a la universidad, a los pocos meses, la tarde del 23 de julio de 1959, un pelotón de soldados disparó contra nosotros. Nosotros, digo, porque pronto yo estaba ya en la calle protestando. Hubo, fruto de aquella brutalidad insensata, cuatro muertos, dos de ellos mis compañeros de banco en el aula, y más de sesenta heridos.
Era esa Nicaragua de los Somoza que mi padre asumía como natural, la que mi generación quería cambiar de raíz. Éramos, naturalmente, radicales. Ahora solemos olvidar que radical viene de raíz, y no quiere decir más que querer cambiar las cosas desde la raíz. Compromiso solía ser una palabra generosa. Hoy pasa, a veces, por una torpeza, o una falta de razón práctica. Un tributo de los nuevos tiempos a aquella vieja filosofía del liberalismo fundador decimonónico, de que cada quien debe cuidar su parte porque el todo se cuida solo. Radicales para enfrentarse a un poder matrero, pero implacable que el viejo Somoza, el fundador de la dinastía, había heredado a sus dos hijos, Luis y Anastasio, tras ser muerto a tiros en 1956 por un poeta de 26 años, Rigoberto López Pérez, precisamente en aquella ciudad de León donde yo me entrenaba como revolucionario, y como escritor.
Nací bajo el viejo Anastasio Somoza, fui a la universidad bajo el gobierno de su hijo mayor Luis Somoza Debayle. Me marché a un exilio voluntario bajo ese mismo Somoza, y fue protagonista del derrocamiento del último de ellos, Anastasio Somoza Debayle, que ya preparaba el reinado de su hijo, Anastasio Somoza Portocarrero. Y el 2O de julio de 1979, veinte años después, entramos en triunfo a la Plaza de la Revolución en Managua. El último Somoza, el último marine, había huido, su ejército pretoriano se había desbandado. El poder había sido conquistado por una generación aguerrida, que no estaba dispuesta a hacer concesiones al pasado. A veces me inquieta el sólo pensar que pude haber nacido demasiado antes, o demasiado después, y haberme perdido así de participar en aquella vorágine que me cambió para siempre.
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Esto quiere decir, que de no tratarse de una revolución dispuesta a sacudir desde sus cimientos una sociedad injusta, como la que ocurrió en Nicaragua, y dispuesta a derribar un poder obsceno y sanguinario, nunca me hubiera sentido atraído por la política. Una revolución, que es un momento de llamado a filas, cuando muchos dejan sus oficios habituales, abandonan los escenarios de la vida común y pasan a otro distinto, e inesperado, que cambia para siempre sus vidas, y las marca.
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Haber pasado por la vida pública supone una marca indeleble para un escritor que se aventura más allá de la imaginación y busca alterar la realidad desde los hechos, que es, de todos modos, otra manera de imaginar. Alterar la historia haciéndola, no sólo contándola. Cuando se me pregunta qué me ha dejado el ejercicio de la política para la literatura, suelo responder que nada.
La política, desde el gobierno, se vuelve un asunto de trámites, de agendas, de juegos protocolarios; y sobre todo, de mucha distancia con la gente. Aún en una revolución, los que gobiernan, por la fuerza de la rutina, y de los espacios congelados que crea el poder, van alejándose de la gente y de la realidad circundante.
Los filtros palaciegos, las intermediaciones burocráticas, los informes, las cifras, terminan siendo la realidad. Pero la repuesta es diferente si se refiere al poder. Hay tres temas que son fuente y razón del oficio del escritor, y que están en el título de uno de los libros de cuentos de Horacio Quiroga: el amor, la locura y la muerte; asuntos que Gabriel García Márquez reduce sólo a dos, el amor y la muerte, pero que yo prefiero aumentar a cuatro: el amor, la locura, la muerte, y el poder.
El poder termina modificando la vida de quien lo ejerce, y de los que están colocados bajo su dominio. Es un paisaje circundante que no puede pasar inadvertido, un juego con dados cargados. La gente común, queriéndolo o no, vive dentro de una atmósfera que al cambiar, cambia sus propias vidas, sobre todo cuando los cambios son abruptos, y las vidas se convierten en manos de las viejas Parcas, armadas de poder, en eso que tan simplemente se ha dado en llamar juguetes del destino. El efecto del poder sobre las vidas privadas, he allí la fascinación.
Pero hay otra fascinación en el hecho de ser parte de esa máquina capaz de alterar la vida de las gentes, y poder contarlo luego, contar la manera en que se mueven sus bielas y funcionan sus poleas y engranajes. El raro privilegio de vivir, como testigo y protagonista, en la entraña del poder y conocer desde dentro su sistema digestivo. Y además de que el poder de una revolución tiene atributos de cataclismo, de todas maneras es el mismo poder de siempre, el mismo de hace por lo menos diez mil años, con sus reglas ciegas, sus juegos, sus seducciones, su sensualidad, su erótica, vicios, liviandades, miserias y secretos.
Noam Chomsky, uno de los estadounidenses más lúcidos de este siglo, dice que a pesar de que el ser humano ha venido desarrollando su capacidad científica y tecnológica, sus repuestas frente a la naturaleza, y su dominio sobre ella, en cambio sus pasiones y sus debilidades son las mismas de siempre, las mismas de miles de años atrás. Es por lo que Esquilo, y Sófocles, suenan tan frescos a nuestros oídos. Y sobre todo, cuando en sus dramas nos hablan de las luchas de poder, parece que fueran contemporáneos nuestros, viviendo en Lima, en México, en Bogotá o en Managua.
El poder comienza a deteriorar los ideales que le dieron aliento desde el mismo día en que se asume. Es un ser viviente, y responde a las leyes de la vida, como todo lo que nace, crece y muere. Los ideales, íntegros al principio en toda su virtud romántica, dice Boris Pasternak en Doctor Zhivago, ya pierden algo cuando se transforman en leyes; y cuando esas leyes se aplican, ya pierden mucho más de aquella virtud primigenia.
Es la manera en que como escritor he visto el poder, como un fascinante proceso que impulsa, deslumbra, discrimina, y luego enfrenta, y divide. Del otro lado está la búsqueda del consenso, que equilibra y armoniza, y crea la estabilidad democrática; pero una revolución hecha por jóvenes, y nunca hay revoluciones hechas por viejos, difícilmente busca consensos, sobre todo cuando el proyecto transformador se base en el presupuesto de la totalidad. Cambiarlo todo, alterarlo todo.
He aquí la gran contradicción. Una revolución fraguada en su momento, en base a los elementos históricos del momento, en un escenario determinado, y hecha por jóvenes que privilegian los ideales y desprecian los castigos inclementes de la realidad, y que convierten la ideología en una virtud sin fisuras, es necesariamente un proceso radical. No hay, por lo tanto, revoluciones moderadas. Eso haría que las revoluciones nacieran viejas, y ya sería un contrasentido.
Es la hora de incendiar el universo, acelerar el cataclismo, magma y lava derretida brotando de la tierra abierta en llamas. Pero el poder, inconmovible como es, cumple sus reglas. Y el poder pensado para siempre, eso que llamamos entonces proyecto histórico, viene a resultar un imposible. Una paradoja en la que uno consume su propia vida.
La política militante es una experiencia de mi vida de escritor. Habrá quienes han tenido una experiencia de escritor en su vida de políticos. Y seguramente por eso de que el escritor ha dominado en mi vida, nunca fui ese animal político de que he oído hablar, que cae y se levanta como si nada, y vuelve a empezar como si nada, la piel de lagarto resistente al filo de cualquier cuchillo. Esos son los que tienen madera de caudillos.
En América Latina los caudillos siguen siendo una realidad persistente porque, quiero repetirlo, nuestra cultura sigue teniendo un hondo sustrato rural. De la política me queda, como a Voltaire, el gusto por el oficio de hombre público, el que siempre quiere opinar mientras haya problemas sobre los que opinar, el espíritu crítico que nunca habrá de alejarme del debate. Pero también me queda el gusto por la tolerancia, y la desilusión de las ideas eternas y los credos inviolables, de las verdades para siempre. Me queda el gusto ciudadano, de que habla Saramago.
Y me queda, para siempre, la fe en las utopías. Creo que la sociedad perfecta no es posible, pero nunca dejaré de creer que la justicia, la equidad, y la compasión, son posibles. Que los más pobres tienen derecho a vivir con dignidad, y a sentarse en el banquete de la civilización, a participar del desarrollo tecnológico, y del bienestar, que son dones de toda la humanidad.
Esa es la utopía, que volverá triunfante algún día, cuando el péndulo que anda lejos, regrese de su viaje hacia la oscuridad, y el desamparo. Las torres de la ciudad del sol, brillan siempre a lo lejos. Y por mucha que sea la distancia, uno tiene que verlas siempre como si pudiera tocarlas con la mano. Imaginar, que es una forma de acercarse a la utopía”.
* Conferencia del escritor nicaragüense Sergio Ramírez en el marco del seminario “La Ciudad del Sol”, agosto de 2007 en Nicaragua, que se puede leer completa en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes del Instituto Cervantes bajo el título: “La pasión crítica (Los intelectuales ante el espejo de su tiempo)”.