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Un fantasma recorre la ciudad “distópica” donde vive el joven reciclador Clay: el fantasma del éxito literario, el lograr vender sus historias al mejor postor y acceder así a las comodidades domésticas a las que tenemos derecho. El propio Faulkner, después de ganarse un fajo de dólares al vender una de sus novelas a los tiburones de Hollywood, declaró: ahora podré instalar un sanitario en mi casa. (Recomendamos otra reseña literaria de Julio Olaciregui, sobre “Abuelo Macedonio de Fabio Rodríguez Amaya).
“Ahora no solo se trata de escribir bien, sino de venderse bien”, susurra la voz de la inescrupulosa editora de Clay, quien gracias a su imaginación desaforada se convertirá en el “escritor fantasma” —Polanski filmó una película llamada así— de un viejo narrador “cacreco”, Sir Lovren, ex autor de best-sellers, amenazado por el desinterés de sus lectores a causa de sus historias cada vez “más endebles”.
Iván Darío Fontalvo, un nombre que comienza a “sonar” en toda Colombia por los diferentes concursos literarios que ha ganado con sus cuentos y novelas, tiene algo del joven boxeador que aspira a retar a los viejos campeones y demostrar con su talento y su portentosa imaginación que el relevo generacional, aunque duela, es lo más natural, como las hojas que caen de los árboles al llegar el verano y vuelven a renacer con las lluvias, lo decía ya Homero en su Ilíada.
Su novela La gran obra ganó el pasado mes de junio el Premio Internacional de Novela Héctor Roja Herazo Ciudad de Sincelejo, dotado de 15 millones de pesos, imponiéndose sobre otros 350 escritores por decisión del jurado, compuesto por Albio Martínez, Fernando Chelle y John Jairo Junieles.
Esta novela de 135 páginas está escrita con desparpajo y vigor. El imaginario de Fontalvo se alimenta no solo de la posibilidad de perdernos en las navegaciones de internet sino en la lectura de la Biblia, Borges, Bukowski o el prolífico Alejandro Dumas, cuya novela El conde de Montecristo, que leyó en su adolescencia, lo “enganchó” para siempre en la necesidad de leer y contar a su vez historias con muchas peripecias.
“Iván es uno de los jóvenes herederos y renovadores de la tradición literaria del Caribe colombiano”, opina sobre él otro escritor barranquillero exitoso, Paul Britto.
La gran obra fue presentada en la reciente Feria del Libro de Barranquilla y en La Cueva. Tuvimos de esta forma la oportunidad de conversar con el joven autor.
—Iván, ha sido un placer perturbador leerte, primero desconcertados y luego, ya al aceptar el juego, gozando a fondo con esas muñecas rusas o cápsulas o “semillas de ficción”, con esos personajes bizarros, en los que creí reconocerme e intuir a algunos de los que escribieron antes que nosotros… codearnos con quienes desean solo ser ricos y famosos vendiendo sus libros, sus historias.
Sé que Alejandro Dumas es uno de tus autores favoritos, como lo fue de Ramón Illán Bacca, quien destacaba la pericia del autor de El conde de Montecristo para contar muchas peripecias. ¿Podrías trazar un breve autorretrato tuyo en la época en que eras, como en la primera novela de James Joyce, “un artista adolescente”?
La lectura, como no podía ser de otra manera, es mi verdadera vocación (la verdadera vocación de cualquier escritor que se tome el oficio con seriedad). Siendo muy joven tuve la suerte de zambullirme en grandes textos gracias a la complicidad de mi madre, una negra de corazón gentil a quien amo con mi vida y que me asignó el grato compromiso de leer la Biblia, y a mi profesora de español, Dalgis Mejía, quien tuvo la idea fenomenal de elaborar una lista de lectura en la que figuraban Stevenson, Poe y, desde luego, Dumas. García Márquez menciona en el prólogo de Doce cuentos peregrinos que la escritura es un vicio abrasivo, aunque dudo que logre serlo más que la lectura. Y es que justamente la lectura es la chispa primigenia que activa los mecanismos de la imaginación. Excesivamente ambicioso, después de escribir algunos cuentos pésimos tuve la idea de construir una novela sobre una pandilla de perros ferales cuando solo tenía dieciséis años. El insatisfactorio resultado no hizo sino enseñarme desde muy temprano la mayor lección que puede recibir un escritor en ciernes: que el mejor aliado con que se cuenta es la cesta de la basura.
Así que seguí acumulando lecturas a un ritmo furioso, leyendo dos o tres libros por semana, hasta que creí tener suficientes herramientas para escribir cuentos más sólidos y novelas mejor estructuradas. Por fortuna, con la mayoría gané certámenes que me estimularon a seguir adelante en un momento en el que todavía no tenía amigos literarios más allá de aquellos que solo podían aconsejarme a través de páginas milenarias.
—En la reciente Feria del Libro de Barranquilla te tocó vender tus propios libros en una caseta. ¿Cómo ves el destino del escritor que aún no ha sido reclutado por una gran editorial?
Todas las experiencias en mi vida las recibo con gratitud porque son potenciales historias susceptibles de ser transfiguradas en cuentos o novelas. Estar detrás de un estand, conversando con lectores y con libreros expertos, creo que es una necesidad vital de los escritores, sin llegar al punto de romantizar la idea, por supuesto. Si se toma la decisión ferviente de escribir, entonces se establece el compromiso tácito con el lector (sean un par o miles) de respetarlo, de considerarlo. Y creo que el diálogo directo con personas que, sin que lo merezcas, te admiran, que están dispuestas a dejar de comprar una prenda de vestir, una comida o un paquete de cervezas para adquirir tu libro, es una buena manera de decirles que te los tomas en serio.
Por otro lado, el vínculo con una gran editorial —llegue pronto o tarde (o no llegue nunca)— quiero que sea una consecuencia del trabajo. No es algo que me preocupe especialmente porque confío en los logros basados en el esfuerzo y el merecimiento. En todo caso, admiro profundamente la labor de las editoriales independientes que últimamente nos han regalado gratas sorpresas literarias y que constituyen, tal vez, el último reducto de libertad del que disponemos.
—¿Te has propuesto vivir de la literatura?
Es una ambición de cualquier escritor y, en cierto modo, lo he hecho. Como mis gastos son modestos, cada premio significa para mí la oportunidad de estar tranquilo por unos cuantos meses y descansar de los compromisos de redacción alternos que debo sacar adelante. De todos modos, seguiré escribiendo aun cuando el oficio no represente un solo centavo en mis bolsillos.
—¿Son los concursos una manera de vender nuestras historias, a la manera de los profesionales de otras ramas que participan en licitaciones?
No lo creo. La literatura no se trata de comprar o vender, esas son concepciones editoriales que no rigen o no deberían regir el ejercicio creativo. Los concursos, si son serios, constituyen una oportunidad de entender el grado de madurez de un trabajo y, lógicamente, de alcanzar un público que podría conectar con tu obra. La labor de escribir, no hablo aquí de la terapia, pretende siempre la lectura de terceros y casi todos los concursos entregan la oportunidad de alcanzar esa meta a partir de la publicación del texto ganador.
—¿Cómo te sitúas en la actual literatura colombiana? ¿qué autores te gustan?
Si soy honesto, cada vez me siento más decepcionado. Al margen de autores ya consolidados que sigo con enorme interés, como William Ospina o, en algún momento, Juan Gabriel Vásquez, cada día se hace más evidente la falta de originalidad en las propuestas. Existen, por supuesto, nombres que me convocan, como Pilar Quintana, David Betancourt, Paul Britto, Andrés Mauricio Muñoz, Gilmer Meza y Aurelio Pizarro, pero son pocos en comparación con la dimensión literaria que creo que el país posee. En cuanto a los jóvenes de Barranquilla, deposito mis esperanzas en Luis Ramos Palacín, Fabián Buelvas, Kirvin Larios y Jorge Salazar. Naturalmente, este juicio sesgado tiene mucho que ver con la triste imposibilidad de leer todo cuanto quisiera y con la dificultad de acceder a los libros de autores que, de manera silenciosa, sacan adelante trabajos decorosos y provocadores.
—En uno de tus primeros textos, Ojalá la guerra, sentimos a un autor preocupado por la situación de orden público en Colombia y En la gran obra nos encontramos ante una sátira perturbadora del mundillo literario. ¿Cambiaron tus intereses a la hora de escribir?
Mi interés siempre es la historia narrada. En el caso de aquella primera novela, lo que me preocupaba era transmitir que la consecuencia más nefasta de la guerra es que arruina los espíritus de las personas. En perspectiva, creo que abarcar tempranamente un tema que nos atañe a todos los latinoamericanos, pero especialmente a los colombianos, me permitió ocupar mi energía en explorar otros senderos creativos que me apasionan y que me parecen mucho más cercanos a la idea que tengo hoy de la literatura.
—El oficio original de Clay (reciclador) ¿es una metáfora del escritor de nuestra época, escarbando en la basura para encontrar algo que vender?
Tiene más que ver con la gran avalancha de literatura ‘basura’ que se publica a diario, literatura vana, que se basa en el seguimiento de ciertas fórmulas para alcanzar un éxito rápido y, la mayoría de las veces, efímero. Tal vez por eso los escritores de hoy se parecen tanto entre sí. Tal vez por eso uno se encuentra leyendo libros distintos como si fueran la obra de un mismo autor que rehúye el esfuerzo. Pero, por supuesto, también subyacen otros mensajes y significados que el lector puede interpretar (o malinterpretar) como mejor disponga.
—García Márquez decía que la literatura es una recreación poética de la realidad. Y tu narrador no parece creer mucho en la poesía. ¿Es cierto?
En efecto, es una posición consciente con la que busco proponer una disquisición interesante y para nada nueva: ¿importa más la historia que se narra o la melodía de las palabras? Autores excepcionales como García Márquez gozaban de un talento avasallador capaz de abarcar ambos elementos. Pero la mayoría solo podemos escoger una sola alternativa. La respuesta para mí es clara: el cuento es contando y la novela también. No se puede sostener un libro de ficción sin una buena historia que lo direccione, así como un poema no puede sacudir emocionalmente sin la estructura musical apropiada.
—Hay un claro enfrentamiento entre el “esguarrule” de los veteranos y el surgimiento de los nuevos escritores y amantes … ¿Te planteas esa lucha generacional?
Qué más quisiera yo que los grandes narradores de mi vida fueran eternos. Los barranquilleros soñaron con un Ramón Illán inmortal, así como en Santo Tomás soñamos con un Ramón Molinares imperecedero; pero la vida tiene la cruel manía de reducirnos a cenizas demasiado pronto en tanto surgen voces furiosas destinadas a continuar esos caminos abiertos por la trilla de los grandes. En ese sentido, se trata más sobre la nostalgia de nuestra finitud que sobre la necesidad del parricidio.
* Colaborador de El Espectador, fue corresponsal en París y es autor de los libros Vestido de bestia, Los domingos de Charito, Trapos al sol y Dionea. Su más reciente novela es Pechiche naturae (Collage Editores).