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Hay quienes, desde el día anterior, sueñan con los goles que van a convertir los jugadores de su equipo y, con la mirada de la vecina de la grada, con los cánticos y con el triunfo. Otros, bien acompañados, asisten al estadio para oír el partido en su transistor, al margen de la música, los colores y los vecinos. Su mutismo es tal, que lo que oyen en radio no coincide con lo que viven durante el partido.
Otros, de espaldas al partido, gritan y cantan arengas que aluden al rival, pero no miran el balón ni a los jugadores. Asisten sin asistir. También he visto a los que van al estadio y se quedan afuera porque van a habitar la fiesta antes, durante y después del partido, pero en los alrededores. El marcador es lo de menos. Otros asisten al lío del fútbol a hacer catarsis por una semana de esclavitud, entonces la lupa la ponen en el señor que dirime el juego. No hay otros actores, únicamente el señor que pita, porque es el culpable de sus padecimientos humanos. Asistir a un partido equivale a experimentar un rito sagrado porque hay purificaciones, euforias, silencios y plegarias que se ritualizan hasta la saciedad. Dios está en el centro de la cancha y del santuario, es a quien corresponde resolver el cotejo semanal y unos le agradecen por la victoria y los perdedores también, pero lo regañan pícara e ingenuamente. Le piden que en la revancha se acuerden de ellos, de los colores de su equipo, de sus ruegos y pregones: al parecer, esta vez no fueron escuchados con la vehemencia con la que fueron rogados.
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Otros van a la cancha a apostar quién hace el primer gol, cómo lo hace, desde dónde lo hace y el marcador del primer tiempo y el del segundo tiempo. Apostar es su cosa y el fútbol es un accidente con el cual o sin el cual el mundo sigue tal y como lo conocemos. Claro que hay quienes van al estadio a ver las obras de arte que prodiga el fútbol: ven danza, teatro, música, escultura, literatura, es decir, su mirada hace caso omiso de las anteriores perspectivas, válidas todas, pero le añaden estética y poesía a un juego que no es bello, pero ellos se brindan, se aprestan, se alistan para percibir aquello en la fealdad, el arte en el fango, la condición humana en su máxima desnudez.
Hay otros, invidentes, que compran el boleto para escuchar, sentir y “ver” lo que pasa en un juego al que le cabe de todo: racismo, dulzura, hipocresía, solidaridad, buenos y malos encuentros. Además, hay quienes acompañan a estos no videntes y les narran los partidos en vivo.
El estadio y la cancha son escenarios propicios para la conversación, para seguir narrando, para contarnos nuestras cuitas. No importa el fútbol, importa la vida que se cuenta.
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