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“Un intenso egoísmo protege contra la enfermedad; pero, al fin y al cabo, hemos de comenzar a amar para no enfermar, y enfermarnos en cuanto una prohibición interior o exterior nos impide amar”. (S.F. 1914).
Pudo haber acontecido alguna vez, por los años que antecedieron al atentado de Sarajevo, que al cruzar la Ringstrasse o al abandonar el severo edificio que albergaba tanto su apartamento como su gabinete de trabajo y su consultorio en el centro de Viena, el profesor Sigmund Freud se hubiera topado con individuo pobremente trajeado de aspecto siniestro. Pudo haber acontecido que en una mañana soleada del verano de 1911 o 1912, por ejemplo, mientras tomaba una taza de té en la baranda del café de la ópera, se le aproximara el mismo joven, o mientras paseaba por enfrente del elegante Hotel Sacher le hubiera salido al encuentro de improviso para ofrecerle una postal con un motivo de la ciudad: el Burgtheater o la Michaelerplatz a la acuarela, o un dibujo a lápiz de la catedral de San Esteban, del palacio Auersperg, ubicado no muy lejos de la entrada a la callejuela que lo conducía al Obdachlosenasyl o “dormitorio para hombres” (que abandonaban el lecho en la madrugada para que otros lo ocuparan) en donde se resguardaba al atardecer ese pobre individuo que con el tiempo llegaría a ser en última instancia el responsable del exilio de Freud en la primavera del año 1938, un neurópata delirante nacido a finales de la penúltima década del siglo pasado en una pequeña aldea a orillas del río Inn en la frontera con Alemania, que se había trasladado de Linz a la capital de imperio a finales de la primera década.
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Pues este malogrado artista, que con el estallido de la primera guerra había encontrado la ocasión para escapar a su vida miserable y errabunda alistándose en el ejército imperial alemán (y que al final de la contienda había servido como agente de inteligencia del mismo en el ambiente revolucionario de Munich durante los primeros meses de la posguerra), lideraría un movimiento nacionalista, contrarrevolucionario y antisemita llegando a ser nombrado algo más de nueve años después de su primer intento de putsch contra la república alemana canciller de la misma, el jefe del Estado.
Ya durante el año 32 se había iniciado la emigración de sicoanalistas sobre todo hacia los Estados Unidos de Norteamérica porque después de la reunión de Hitler en enero con los magnates de la industria pesada alemana en el Industreiklub de Dusseldorf, en la cual se aseguró su respaldo, la posibilidad de su ascenso al poder aumentó considerablemente. Por entonces, los periódicos nazis atacaban violentamente a Freud, lo mismo que a Albert Einstein, que ya había emigrado y con quien intercambiaría en el verano de ese año unas cartas a propósito del “por qué de la guerra” mientras concluía las Nuevas conferencias de introducción al sicoanálisis.
Con el nombramiento de Hitler el 29 de enero del 33 se inició la feroz dictadura que afectaría directamente el destino de Freud. El 10 de mayo tendría lugar en Berlín la incineración de sus obras por parte de estudiantes nazis y los miembros de la SA, acto de barbarie precedido de una declaración solemne: “Contra la sobrevaloración de la vida sexual, destructora del alma, y en nombre de la nobleza del espíritu humano, ofrezco a las llamas los escritos de un tal lugar del delincuente y desde allí imaginarse la forma como puede ser robado su apartamento o como puede ser atracado en la calle o engañado en un negocio, éste asumir el papel del delincuente le permite inventarse formas de defensa”.
Lo anterior se produce por la ausencia de la presencia de un tercero que sirva como mediador entre estos dos tipos de ciudadanos, este tercero ausente es el Estado, la ley. Si la presencia del Estado fuera efectiva, la posible víctima no tendría que confundirse con el dañino pensamiento del delincuente, con el generador de violencia y a su vez convertirse en un nuevo generador de violencia.
El ciudadano respetuoso de la ley, el buen ciudadano, en aras de su defensa se apropia del espacio público al cerrar su calle y colocar a la entrada un vigilante particular o crea un grupo de autodefensa que termina matando a todos los que considera sus enemigos, es decir, en nombre de la ley que no representa, se convierte en un nuevo delincuente.
Los miembros de nuestra sociedad no encuentran criterios respecto al funcionamiento social y la situación actual de la guerra, muestra hasta dónde hemos llegado sin poder crear un símbolo de unidad nacional, una palabra, un concepto que permita relacionarnos dentro de la diversidad sin necesidad de llegar al rompimiento de la unidad social o nacional; la palabra guerra implica que ese tercero que une y distingue a la vez, no existe.
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Los fenómenos de agresividad, el psicoanálisis los ve como inherentes a la condición humana, pues son producto de la conformación de su estructura yoica.
Para Lacan el yo es el asiento de la confusión, nadie puede ser sí mismo, sino más bien el producto de la identificación-confusión con otros (padres, hermanos, etc). El yo es esencialmente confusión y la confusión produce malestar en las relaciones humanas, para evitarlo es necesario que se imponga claridad a través de normas.
Es posible que allí esté la esencia de nuestros problemas, nuestra asimilación de las normas no es clara y nadie se siente en la obligación de respetarlas. Un ejemplo de lo anterior se refleja en nuestro comportamiento ante el semáforo; el color verde es para pasar, el amarillo es para acelerar y el rojo no impide el paso, pues en los primeros momentos de su aparición es un desafío para los más intrépidos, en esencia el semáforo es acatado parcialmente y el valor social que posee está muy matizado por los valores individuales que cada quien le otorga lo que ocasiona un sinnúmero de accidentes y tragedias.
3. Hay quienes sostienen que “la violencia es la partera de la historia” y sabemos que la violencia por excelencia es la guerra. Considero que a la guerra, además de su función de destrucción y de muerte, le cabe un papel civilizador. La guerra lleva a los hombres hasta los límites de su humanidad, los enfrenta a su propia muerte o a la necesidad de matar, los enfrenta al abuso sufrido o causado; los más profundos sufrimientos son el pan diario de un soldado, pero también le ofrece un escenario para los mayores actos de heroísmo y no en vano los altares de las patrias están llenos de guerreros.
La guerra le enseña al hombre la materia prima con la cual está hecho y eso puede generar un cierto nivel de autoconocimiento de lo peor y lo mejor con lo que está compuesto cada individuo. Si aceptamos que lo anterior es cierto y que las guerras tienen algo positivo en cuanto a efecto civilizador, podríamos darle la bienvenida a la situación nuestra que parece ser de guerra. El problema que se nos plantea es que nuestra guerra es de las llamadas “guerras sucias” y que en esa medida no es nombrable, nadie habla de la guerra porque para atreverse a emplear semejante palabra es necesario que ella se sustente en ideales, en objetivos grandiosos y ese no es nuestro caso. La mayoría del grupo social, que tendría que liderar una guerra por la defensa de la dignidad, ha traficado directa o indirectamente con las mismas sustancias que el enemigo.
El aspecto más sucio de nuestra guerra es que es innombrable y vemos cómo se prolonga a través de los años, cambia de escenarios, de combatientes, de colores políticos, pero sigue siendo la misma guerra sucia que sólo puede producir más muerte y más odio pero jamás una influencia civilizadora, la mayoría no nos sentimos partícipes en ella aunque sus consecuencias nos afecten a diario.
Con lo anterior no se quiere hacer una apología a la guerra, solo se pretende mostrar el camino imposible por el que venimos transitando. Lo ideal sería encontrar la vida que nos permita el acceso a civilidad sin tener que cumplir el rito de la guerra.