El expediente Marías
En una época como la nuestra, tan frenética y prolífica en materia de contenidos audiovisuales, la más que segundona categoría de “Mejor Guion Adaptado” en los Premios Óscar se convierte sin quererlo en una pequeña redención que permite rendirle un ignorado homenaje a los libros que están tras varias de las mejores producciones cinematográficas.
Fuad Gonzalo Chacón
No todos los ganadores de este galardón son obras sublimes (o pregúntenle a García Márquez, quien divagando sobre los vaporosos rumores que hablaban de llevar 100 Años de Soledad a la pantalla grande afirmó que había visto muchas películas buenas sobre novelas malas, pero nunca una buena película sobre una buena novela) pero, cada tanto, una estatuilla para algún Doctor Zhivago o Matar a un Ruiseñor se convierte en instrumento de justicia poética.
Pero ¿qué pasa cuando una película se desmarca tan drásticamente del libro en el que supuestamente está inspirada, al punto de que ni siquiera el autor reconoce su propio texto en el metraje final? Bueno, esa fue la pregunta que los jueces de Madrid tuvieron que contestar por cortesía del gran Javier Marías. Un muy particular litigio literario que el próximo julio cumple veinte años y cuyas enseñanzas vale la pena rememorar con ocasión de esta temporada de galardones.
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El conflicto se remonta a 1996, cuando en los cinemas de la costera San Sebastián se estrenó El Último Viaje de Robert Rylands, la, en teoría, adaptación de Todas las Almas, novela escrita por un treintañero Javier Marías en pleno despegue. Aunque el contrato entre Marías y su productor incluía la clara obligación de “respetar el espíritu de la obra”, el material proyectado no solo no gustó al escritor, sino que le llevó a exigir una indemnización por incumplimiento contractual y que su nombre, así como cualquier otra referencia a su libro, fueran retirados de los créditos.
La decisión en Derecho fue contundente, tanto por el juzgado de primera instancia (SJPI/1998) como en apelación por la Audiencia Provincial de Madrid (SAP M 15313/2002). Una dupla de concretas sentencias de cuya lectura se rescatan dos doctrinas esenciales para la protección de los escritores y su propiedad intelectual: primero, se insinúa la existencia de un derecho en cabeza del autor a mantenerse informado del desarrollo del proyecto con el objetivo de garantizar el respeto a la obra original, cuando esta finalidad se pacta contractualmente y, segundo, se reconocen los daños generados a los derechos morales del autor por una película que no respeta el espíritu de su libro, cuando se habría acordado que así sería, y más encima se le obliga a ver su nombre relacionado públicamente con ésta.
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De esta forma, con varios millones de pesetas de reparación en el bolsillo y su nombre desvinculado por orden judicial de un trabajo que no compartía, Javier Marías cargó valientemente contra la industria a la que todos los libros aspiran en secreto para defender su universo literario y nos dejó un valioso precedente para nuestra realidad hollywoodense en la que los flashes y la purpurina no deberían eclipsar las letras en las que se basa.
No todos los ganadores de este galardón son obras sublimes (o pregúntenle a García Márquez, quien divagando sobre los vaporosos rumores que hablaban de llevar 100 Años de Soledad a la pantalla grande afirmó que había visto muchas películas buenas sobre novelas malas, pero nunca una buena película sobre una buena novela) pero, cada tanto, una estatuilla para algún Doctor Zhivago o Matar a un Ruiseñor se convierte en instrumento de justicia poética.
Pero ¿qué pasa cuando una película se desmarca tan drásticamente del libro en el que supuestamente está inspirada, al punto de que ni siquiera el autor reconoce su propio texto en el metraje final? Bueno, esa fue la pregunta que los jueces de Madrid tuvieron que contestar por cortesía del gran Javier Marías. Un muy particular litigio literario que el próximo julio cumple veinte años y cuyas enseñanzas vale la pena rememorar con ocasión de esta temporada de galardones.
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