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“¡El Grinch odiaba la Navidad! / ¡Toda la temporada! / No me preguntéis por qué. No había razón justificada. / Tal vez tuviera un tornillo mal ajustado. / Tal vez llevara un zapato demasiado apretado. / Aunque yo creo que el verdadero motivo es que tenía el corazón dos tallas encogido”.
Aquellas son las palabras que utiliza Theodor Seuss Geisel, conocido por su seudónimo Dr. Seuss, para introducirnos en su cuento infantil ¡Cómo el Grinch robó la Navidad!, publicado en 1957 por Random House. Las palabras que, a su vez, nos ofrecen una descripción sobre el personaje central de la historia, quien parece no atravesar por ninguna transformación profunda, salvo al final de la narración, cuando sus certezas parecen derrumbarse, como quien descubre algo que había ignorado por mucho tiempo por mantenerse alejado por voluntad propia.
En el caso del Grinch, el descubrimiento causa asombro, pero no tristeza ni dolor. Quizá porque decide cuestionarse sobre la reacción de los Quién, como se les llama a los habitantes de Villaquién, el lugar donde se desarrolla la narración. La reacción que tienen tras levantarse y darse cuenta de que no hay calcetines colgados de la chimenea, árboles de navidad, comida en la nevera y, sobre todo, juguetes. Todo eso se lo ha llevado un falso Papá Noel: el Grinch. Aquel que no logra su cometido: robarse la Navidad. Es ahí, cuando piensa en algo que hasta ese momento no se le había ocurrido: “¡Tal vez la navidad no sean solo los regalos. Tal vez la Navidad… ¡tenga otro significado!”
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Pero llegar a esa conclusión, quizá no hubiera sido posible si no se hubiera involucrado en la festividad. Porque el hecho de que haya elegido tomar alguna acción para terminar con la tortura que llevaba sufriendo desde hace cincuenta y tres años, implicó participar de la Navidad. Entonces, se disfrazó de Papá Noel, con gorro y todo, construyó su propio trineo, halado no por un reno, sino un perro, aquel que se nota exhausto por el peso que debe arrastrar. Asumió tanto su rol de Santa que hasta se deslizó por una chimenea junto con unos sacos que llevaba con él. “Era un paso muy estrecho. Pero el Grinch también lo haría si Papá Noel lo había hecho”.
Y en los años anteriores, en los que debía soportar aquella fecha, es probable que no hubiera estado tan apartado de ella, pues siempre pensaba en lo que ocurriría durante ese día. Pensaba en el ruido de los niños jugando, en la cena navideña y en los Quién agarrados de la mano y cantando en coro. Todo eso lo odiaba. El odio que hacía que, quizá, tuviera aquella festividad más presente que los habitantes de Villaquién, porque el que odia se convierte en un esclavo del objeto odiado, que se pasea con frecuencia por su mente.
Tal vez su corazón se había encogido dos tallas por lo que había detrás de ese sentimiento: que otros pudieran disfrutar de lo que él no era capaz, como la Navidad. La festividad que menospreciaba no fruto de la experiencia, sino de sus ideas preconcebidas sobre su significado como una fecha que giraba en torno a los regalos. Entonces, se quedaba con lo que vislumbraba desde lo alto de una montaña blanca y los ruidos que le llegaban. Por eso, solo, hasta aquel día de Navidad, su corazón se ensanchó.
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Lo que no sucedió cuando la pequeña Cindy-Lou, le preguntó por qué se estaba llevando el árbol de navidad de su casa. En ese momento, prefirió usar una mentira para zanjarse de ella. La niña se fue a dormir y él terminó de “robarse la Navidad” de su hogar, como hizo con unos cuantos más. Quizá en ese momento no estaba abierto a una actitud de ser conmovido, porque estaba concentrado en lograr su cometido para beneficio propio.
No se puede negar que la narración de 56 páginas, que está construida en versos y rimas, acompañada por ilustraciones, en su mayoría a blanco y negro, es una invitación a reflexionar sobre el verdadero significado de la Navidad para dotarlo de un nuevo sentido (más ligado a la unión o lo que le resuene a cada uno), quizá distanciado del consumismo desmedido de esta época. Pero también es una oportunidad para dejar nuestros preconceptos o prejuicios a un lado y navegar por aguas desconocidas que, al final, tal vez, terminen siendo menos turbias de lo que parecen.