Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Durante un año y siete meses todo permaneció inmóvil: el escenario, que hacía las veces de casa en un país nórdico; el vestuario, que incluía los disfraces de conejos y vacas, así como las botas de caucho que utilizaría una familia campesina, y las hojas secas que debían caer sobre las tablas. Como sucedió con el resto del mundo, Labio de liebre, la aclamada obra que se presentaba en el teatro Petra, tuvo que detenerse en marzo de 2020. Y, de la misma forma, cuando el mundo comenzó a despertar, también lo hizo esta pieza teatral, en octubre de 2021.
Le sugerimos leer: Canciones en clave de vida (El arte de los derechos humanos)
Ni la ovación generalizada que ha tenido la obra ni su éxito en taquilla me habían preparado para la maraña de sentimientos que dejó en mí. Sorpresa, por la originalidad de los elementos narrativos. Vergüenza, por haberme reído tanto sobre temas de la guerra. Alivio, por el final. Desesperanza, cuando la palabra “¡perdón!” dejó de retumbar en mi cabeza, porque ignoro la posibilidad de que ese final sea la realidad de muchas víctimas.
En la obra, un actor del conflicto, Salvo Castello, cumple su condena en un país extranjero tras acogerse a un proceso de justicia transicional. Allí, en medio del invierno nórdico, lo visitan cuatro compatriotas del pasado, pertenecientes a una familia campesina a la cual Salvo le causó daños irreparables. Para irse, solo piden un favor: que diga sus nombres.
-”¡¿Qué es lo que quieren?!”, suplica Salvo, atormentado por la presencia de sus visitantes.
-”¡Ay! ¿Otra vez?”, dice Alegría, la madre de la familia.
-”Es que él tiene problemas de memoria”, afirma uno de sus hijos, aquel que tiene labio leporino, “labio de liebre”.
Él tiene problemas de memoria. A aquel personaje ficticio, presuntamente inspirado en Salvatore Mancuso, le cuesta trabajo recordar los nombres de sus víctimas. ¿Cuántos colombianos no tendremos el mismo diagnóstico y cómo ha ayudado el teatro, esta obra y tantas otras a luchar contra esa amnesia colectiva que tenemos sobre las violaciones de derechos humanos en el marco del conflicto armado?
En los últimos años el público en Colombia ha sido testigo de diversas obras de teatro que retratan la guerra en el país y las secuelas que prevalecen. Kilele, del teatro Varasanta, rememora la masacre de Bojayá. La piel del elefante, de Barracuda Carmela, recuenta testimonios de víctimas de la guerra y la violencia de género. Si el río hablara, del teatro La Candelaria, narra la historia de los cuerpos arrojados en el río Magdalena. Labio de liebre, de Fabio Rubiano, hace lo propio con las víctimas de la violencia paramilitar.
Sin embargo, la tarea del teatro de contar el conflicto armado y construir memoria colectiva no es nueva. En junio de 1975, a pesar de la violencia generalizada que afrontaba el país, el grupo del teatro La Candelaria estrenó Guadalupe años sin cuenta, que se convirtió rápidamente en una de las obras más conocidas del teatro colombiano del siglo XX, que narra la historia de Guadalupe Salcedo, comandante de una guerrilla liberal de los Llanos Orientales, y el proceso de paz que lideró en 1953.
Podría interesarle ver: Héctor Rojas Herazo, a la sombra del boom latinoamericano
Más adelante, en 1994, se estrenó La siempreviva, obra del dramaturgo Miguel Torres en el teatro El Local. En ella se contó una fracción de los sucesos del 6 de noviembre de 1985, cuando el Palacio de Justicia ardió ante los ojos de los colombianos. La obra teatral explora la búsqueda de Julieta, quien trabajaba en la cafetería del Palacio y una de las 11 personas que desaparecieron aquel día.
Con obras como Labio de liebre, Si el río hablara y La siempreviva, las tablas hacen lo imposible: les devuelven las palabras a los muertos y a los desaparecidos, y les otorgan agencia, permitiendo que las madres busquen a sus hijos y les hablen, y que los difuntos le reclamen a sus asesinos. Y este acercamiento a la perspectiva de las víctimas, que no las infantiliza ni les da un rol inmovilizante, despierta la sensibilidad del espectador y se transforma en empatía.
Al ver a los actores encarnar tragedias particulares, el público trasciende los números fríos de los informes y expedientes, y tiene la posibilidad de vivir el dolor ajeno.
Así lo había dicho Daniel Jerónimo Tobón, doctor en filosofía, en El arte y la fragilidad de la memoria: “En el teatro siempre existe un intento por traspasar la barrera de incomprensión y desinterés a la que se enfrenta el testigo lejano, acercándolo hasta crear un lugar, un nudo de espacio y tiempo en el que sea posible una experiencia compartida entre él, como espectador, víctimas y artistas”.
El teatro hace lo propio con la perspectiva de los victimarios. Labio de liebre y Si el río hablara nos muestran el precio emocional que pagan personajes como Salvo Castello para reconocer sus acciones. Su personaje funciona como un espejo cuando, literalmente, se pone los zapatos de sus víctimas.
Pero, más allá de esto, estas puestas en escena tienen la capacidad de romper con la dicotomía absoluta entre víctima y victimario. En el conflicto armado colombiano la línea entre estos dos se desdibuja: muchos guerrilleros fueron reclutados forzosamente siendo menores, muchas mujeres miembros de grupos armados han sufrido violencia sexual dentro de las filas. Y así, en la obra de Fabio Rubiano, el asesino no es el único que debe pedir perdón, sino también la madre que permitió el abuso sexual de su hija.
Podría interesarle escuchar: La Fiesta del Chivo: una charla con Salud Hernández-Mora | Pódcast
Con elementos como la ironía, el lenguaje doméstico y la imaginación, la dramaturgia hace preguntas que detonan la reflexión del público: ¿Por qué nos produce risa un tema tan delicado? ¿Qué pasaría si el río Magdalena hablara? ¿Qué pasaría si los muertos reencarnaran en el papel de verdugos? ¿Qué hacíamos nosotros cuando en el campo se perpetraron crímenes atroces?
Estas preguntas y sentimientos, que atraviesan el corazón colectivo del teatro y generan recordación, llegan a contribuir a la construcción de memoria, aquella que le faltaba a Salvo Castello. Gracias a la mirada retrospectiva que aporta, este tipo de arte salva ciertas historias del olvido, despierta la sensibilidad, el sentido crítico y la empatía de quienes no la vivieron en carne propia, y nos permite a todos imaginar un futuro diferente.