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La literatura de Fabio Morábito no puede desligarse del hecho de que esté escrita en una lengua que no es la suya. El escritor nacido en Alejandría y muy pronto mudado a Milán tras el ascenso al poder de Gamal Abdel Nasser, se apropió del italiano mucho antes que del español. Cuando él tenía 15 años, su padre lo llevó a él y al resto de la familia a vivir a México, donde tuvo que enfrentarse a la tarea de aprender el español.
No solo muy pronto lo habló de manera fluida, sino que el español se volvió el vehículo sobre el cual iba a fluir su literatura. “El idioma materno” es fruto de esa reflexión, de la lucidez que llegó al aceptar que su creación estaba atravesada por una doble traición: “la de la escritura, que es una traición al mundo, y la de escribir en una lengua que no es la materna, que es una traición al alma”.
La idea de este libro nació de una invitación hecha a Morábito para escribir una breve columna semanal en el diario argentino El Clarín, pero muy pronto ese ejercicio le dio a entender que lo que necesitaba era escribir un libro. Un libro que contuviera sus reflexiones sobre la literatura, sobre la creación, sobre la lectura, pero también sobre la vida, la infancia y la condición del extranjero. Todo a través de los ojos de la poesía, que es transversal a su obra, y que no puede descartarse del panorama por el hecho de que el libro no esté escrito en verso.
Han pasado diez años desde que se publicó esta compilación de instantáneas, por lo que decidimos compartir dos de los textos que la componen. El primero, una reflexión sobre la búsqueda de la perfección en la creación artística. El segundo, que el mismo autor consideró la piedra angular de su obra, pues, en sus palabras, allí “están, en ciernes, todos los motivos del libro. La vocación literaria, la escritura como perniciosa, por un lado, y vital por el otro, la lectura, el destino literario, la oralidad versus la escritura”.
La vanidad de subrayar
Un amigo mío, al que ya no veo, no abría un libro sin tener un lápiz a la mano para subrayar lo que le gustaba. Era indiferente el género del libro: poesía, novela, historia, ensayo político o científico. Leer y subrayar para él eran casi sinónimos. Tardé cierto tiempo en entender por qué me producía tanta incomodidad su ansia por dejar alguna marca visible en las páginas de sus libros. Él aspiraba a escribir, tenía un indudable talento para ello, pero algo lo bloqueaba secretamente. Bastante mayor que yo, no había publicado una sola línea. Ahora creo que su manía de subrayar fue una de las causas de su esterilidad. Para empezar, era la coartada perfecta para no tener ningún libro prestado, pues se supone que uno no debe subrayar un libro que tiene que devolver. Así, en su vasta biblioteca no había un solo libro ajeno, todos eran suyos y, como eran suyos, podía subrayarlos libremente. Pronto entendí que había caído en un círculo vicioso y que no los subrayaba porque eran suyos, sino que, al ser suyos, tenía que subrayarlos. En cierto modo, no eran verdaderamente suyos hasta que no tuvieran algún subrayado. Llegó a confesarme que habría sido capaz de reconocer sus subrayados en medio de miles de otros, no solo por el tipo de rayas que hacía, que a mí en verdad me parecían perfectamente normales, sino por el tipo de cosas que le gustaba destacar. Pero cuando le pregunté qué eran esas cosas tan peculiares, solo hizo un gesto vago e intuí que ese hombre varios años mayor que yo nunca publicaría nada. Subrayaba de manera compulsiva como un sustituto de la escritura misma. Al subrayar tanto se defendía de los libros, que mantenía a raya con sus rayas. Por eso nunca se animó a escribir uno. No habría soportado que alguien subrayara un libro escrito por él, pues aspiraba a escribir un libro perfecto, un libro subrayable de la primera hasta la última palabra, y encontrarse con un lector que solo hallara algunas partes dignas de subrayarse, lo habría sumido en una profunda consternación.
El libro en llamas
Cuando era joven acampé en una playa con unos amigos, y de noche, como es típico, encendimos una fogata. Las pocas ramas que pudimos juntar no fueron suficientes y el fuego empezó a menguar. Para avivarlo agarré una novela que había terminado de leer, arranqué unas hojas y las eché a las llamas. De golpe surgió de la oscuridad una mujer de aspecto nórdico, que me reprendió en un pésimo español y se acercó apresuradamente a rescatar las hojas que se estaban quemando. Las juntó y, apartándose unos cuantos metros de nosotros, se puso a reconstruir el libro en silencio. Durante esa tarea el fuego no tardó en apagarse. Aún la veo, encorvada sobre mi novela con expresión compungida, alisando cada hoja estropeada por las llamas. La detesté, pero me faltó el valor de arrancarle el libro de las manos. Era mi libro, pero, ¿los libros son enteramente de quien los posee? ¿No guardan un estatuto que rebasa la lógica de la propiedad individual? ¿Era ese estatuto supraindividual lo que le había dado a esa mujer la fuerza de ir a rescatarlo de las llamas, como si dijera: mientras un libro no se queme, es de quien lo adquirió; pero, una vez que se arroja al fuego, deja de pertenecer a su propietario? Entre el fuego y el libro yo había escogido el fuego, la rueda de los amigos, el calor no solo físico de las llamas, sino el fuego que une y nos confunde con los demás; por eso había sacrificado el libro sin pensarlo. Ella, aun sin saber qué libro era, no había dudado en poner a salvo la palabra escrita, que para algunos es sagrada, porque encierra un testimonio intransferible. Todo libro rompe un cerco, pero a su vez nace de él, de una voz que ha sido capaz de volverse un cerco de voces, un murmullo junto al fuego. Yo no sabía si detestar su puritanismo protestante, que endiosa la palabra hecha permanencia, aun a costa de sacrificar el calor elemental de las cosas, o reconocer su valentía; no sabía, es más, no sé todavía después de tantos años si aborrecer a esa mujer surgida de la oscuridad o venerar su memoria.