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Cada bala que disparaban, cada grillete que le ponían a alguien, cada frase de intimidación, cada una de las miles de redadas que se inventaban para buscar sospechosos donde fuera, eran gotas de veneno que caían y no dejaban de caer, y que se multiplicaban entre los muchachos de aquellos años 60 en una Argentina que llevaba años detenida por las dictaduras militares, la represión y las imposiciones, y sus respectivas contrapartes. De las balas y los grilletes y la arbitrariedad comenzaron a surgir distintos grupos que jamás se pusieron del todo de acuerdo para enfrentar la situación. Unos abocaban por la cultura, por el arte. Otros, por la violencia, fusil contra fusil. Unos más, por la solución política, y uno que otro, por infiltrarse y transformarlo todo desde adentro.
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Los muertos se contaron por millares, igual que los desaparecidos. Hubo miedo, dolor, venganzas, traiciones, delaciones, negocios turbios de quienes buscaron enriquecerse desde y por el conflicto. Hubo mentiras, falsas informaciones, medios que se plegaron al sistema bajo el argumento de un futuro en el que no creían pero que les convenía, intelectuales que se acomodaron entre los más fuertes y vendieron sus ideas y sus palabras. Hubo quienes terminaron por enloquecerse, y hubo quienes se hicieron los locos, y hubo quienes decretaron y ejecutaron locura para unos cuantos que se oponían al correr de las cosas. Hubo rencor, falsas justificaciones, sangre, y eternas culpas y culpables e inocentes.
En determinados instantes, parecía que todos eran enemigos de todos, sobre todo para salvarse, porque el vecino podía ser informante o activista, y el vecino del vecino, un simple delincuente común que hacía millones aprovechándose de la situación. Porque el primo o el tío o el compañero de trabajo podían hacer parte de una fuerza o de la otra y andar por la vida encubiertos. Porque el taxista o el conductor de bus o el hombre de los tiquetes en el metro o la señora de la tienda en la esquina podían ser carnadas, soplones, proyectos de infiltrados. Era una guerra, aunque nadie la llamara guerra tal vez para que los negocios no decayeran y para que las instituciones sobrevivieran. Era una guerra entre argentinos, y los muertos y los desaparecidos los ponían los argentinos.
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Pero también era una guerra promovida y planeada desde afuera, potenciada por intereses comerciales, políticos y de poder, una guerra que llevaba años, pero se había comenzado a multiplicar con la llegada a la presidencia de Juan Domingo Perón, quien intentó abrirle las puerta del país y de la libertad a los “cabecitas negras”, como los llamaba su esposa, Evita Perón, eternamente excluidos y reprimidos. Perón fue presidente por vez primera en 1946, y luego sufrió un golpe de estado por una facción del ejército que se hacía llamar “La revolución libertadora”, liderada por el general Pedro Eugenio Aramburu. Ese día, el 23 de septiembre del 55, Argentina estalló en mil pedazos, porque el golpe de Aramburu y Compañía no era solo contra Perón.
Era y fue un golpe contra los cabecitas negras, contra los estudiantes, contra los obreros, contra los sectores marginados, y más que nada, contra la libertad. Diez años después de aquel golpe que se inició el 16 de junio de 1955 con la matanza de Plaza de Mayo, en la que decenas de aviones de la Fuerza Aérea bombardearon a la multitud que se había congregado frente a la Casa Rosada para apoyar y pedir por Perón, y que dejó más de mil muertos, surgía un movimiento que buscaba cambios y paz y que creía en un hombre nuevo. Carlos Solari, a quien llamaban y llamaron “El indio”, fue uno de los tantos jóvenes que empezaba a caminar la vida por su propia cuenta, y que creía en aquellas premisas cuya esencia era la libertad.
Solari había nacido en el año de 1948 en Concordia, un alejado pueblo de Entre Ríos. Siendo niño, sus padres se lo llevaron a La Plata por razones laborales, y allí fue conociendo a diversos personajes del mundo de la cultura y más aún, de la subcultura argentina. De adolescente, le gustaban el judo, el rock de las nuevas vertientes izquierdistas norteamericanas, y le encantaba que lo llamaran El tanito astronauta, como lo reseñó M. Darío Marchini en su libro No toquen. En los últimos años del bachillerato, se afilió al coro de su colegio, en el que conoció a Astor Piazzolla. “Se sintió mucho más atraído por la bohemia que por la militancia política. Más aún, estaba convencido de que ofrendar la vida en la periferia del imperio era un desperdicio”, como escribió Marchini.
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Sus posturas lo volvieron una especia de contradictor de los rebeldes izquierdistas, inscritos en el slogan de “Perón o muerte”, y en la convicción de que por la revolución había que dar la vida, sin que importara mucho para qué. De tanto discurso y tanto incendio, de tanto panfleto, gran parte de los militantes de las decenas de movimientos que se fueron formando en los 60 olvidaron que las revoluciones tenían un propósito luego de que se dieran y triunfaran. Como había dicho el Che Guevera, uno de los referentes imprescindibles de aquellos tiempos, había que ganar la guerra para empezar a hacer la revolución. Los compañeros de izquierda de Solari pretendían jugarse la vida por un cambio, más allá de que muchos de ellos no supieran cuál cambio.
Solari les discutía. “No podemos tomar la Casa Blanca con un Máuser; en el mejor de los casos, lo que podemos hacer es contaminar la cultura de los poderosos, aquello que genera un germen perdurable; además, yo tengo otra idea de lo que es el poder”, les decía, como lo reseñó Marchini en su libro. Ellos le contestaban con insultos, tachándolo poco menos que de traidor, con frases como “Estás dando un paso al costado en una lucha que es inevitable, Indio, le estás esquivando el alto a una responsabilidad”. Las semanas pasaban, igual que las interminables discusiones. Uno de aquellos días, los diarios de La Plata amanecieron con la noticia de que varios estudiantes militantes habían sido asesinados en una casa de alquiler.