El infierno
Publicamos un cuento inédito inspirado en la Bogotá del siglo XVII, resultado de un trabajo de investigación-creación entre la Universidad Nacional de Colombia y la Universidad Humboldt de Berlín.
Alejandra Jaramillo Morales * / Especial para El Espectador
8 de octubre de 1617.
Quisiera no haber venido nunca a Santafé. No haber olido el aire frío y húmedo que baja de las montañas. No haber visto jamás la polvareda que se levanta con los vientos rastreros y cubre toda la ciudad dejándola abandonada, casi convertida en un pequeño desierto a la deriva. No reniego de haber venido a las Indias. Bajarme del barco en Lima fue apoteósico. Una ciudad señorial. Pensada para la gloria. Una ciudad imponente donde los rastros de nuestra Madre Patria habían alcanzado ya el esplendor exquisito del claroscuro. Una y mil veces le pediría a la Virgen de Los Mareantes, allá en la Casa de Contratación en Sevilla, que me diera la buenaventura de llegar sano y salvo hasta la otra orilla del mundo. Haría esa travesía tortuosa por el mar que parecía de nunca acabar. Volvería a atravesar la tierra entre un barco sucio y maloliente. Volvería a convertirme en una partícula más de ese animal gigante que surca los mares en medio de vómitos y mareos. Ese viaje acompañado de incertidumbres donde cada noche me parecía que íbamos a caer al abismo o que nos iban a devorar seres inmensos que saldrían del mar. Una y mil veces volvería a llegar hasta Lima, recorrería esas calles y vería el mundo señorial que habíamos construido en la Indias. Pero a Santafé, a esa ciudad incipiente y austera jamás habría querido venir. No habría querido llegar hasta esta habitación donde hoy me como las uñas de miedo y desolación.
La invitación llegó cuando mi vida fluía en Lima sin tropiezos. Me había enganchado a trabajar en el taller de Angelino Medoro, que era uno de los más renombrados pintores italianos que se había aventurado a las Indias. Mi maestro había pasado rápidamente por la Nueva Granada, y en Santafé realizó algunos trabajos que hasta hoy le dan el título del “mayor maestro de la pintura que haya tocado estas tierras”, como decía la carta que me llegó. Con Medoro aprendí mucho de la inventio. Nos mostraba la estampa en la que debíamos basar nuestros cuadros y nos explicaba cómo el pintor puede modificar algunos elementos para dar nuevos relatos a la imagen. A mí, que la verdad que más se me imponía era la humildad del señor, me fascinaba que me encomendaran los cuadros del niño de la espina. Me deleitaba pintar a Cristo en su adolescencia, en esa belleza tan pura, y con el destino marcado de sufrimiento y valor por salvarnos a los pecadores de este mundo. Las vírgenes no eran mi fuerte. Nunca fui muy apasionado a pintar figuras femeninas. Pero no puedo negarlo que con el maestro Medoro llegué a pintar vírgenes que hasta a mí me sorprendían. Yo era devoto de la virgen del Topo, y más de una vez los compradores de los cuadros volvían a pedir esa misma virgen, pintada por las mismas manos, porque les parecía que cuando las llevaban a sus casas mis vírgenes cobraban vida. Medoro decía que la vida yo la daba en las manos, pero yo estaba seguro, pese a que mi maestro no lo aceptaba, que mi éxito estaba en los ojos. Y el maestro no lo podía acepar porque él mismo se preciaba de pintar los mejores ojos de las Indias. Pero solo ahora, cuando ya nada importa, puedo decirlo: yo lo había superado, las miradas que yo pintaba tenían más vida que las del italiano. Quizás por eso cuando llegó la carta, Medoro, me convenció de viajar, o ¿me obligó?, con la disculpa de que cómo iba yo a negarme a trabajar para don Juan de Borja, primer presidente de capa y espada de la Real Audiencia en Santafé.
Me uní a una caravana que llevaba una compañía de teatro de Lima a Santafé. Eran unos actores que por mediocres no triunfaron en Lima, una ciudad de gente refinada y sabedora de lo bueno, mientras que en el viaje de venida, pasaron por Santafé y allí si fueron ovacionados. Por eso, querían deshacer los pasos por tierra, volver a Santafé y luego subir hasta Cartagena para regresar a España. Querían volver a triunfar en la Nueva Granada, porque no hay mejor sensación que el triunfo, y si Lima no se los había dado, lo recuperarían en Santafé. No querían embarcarse como perdedores si en otros lugares podían volver a sentirse gloriosos. Los demás viajantes iban en burros o a lomo de indios. La carga completa la llevaban los indios. Los baquianos ya sabían muy bien los caminos para atravesar la selva. Ya estos recorridos no eran agónicos como le había tocado a los conquistadores décadas atrás, dejando hasta la vida en el camino. Pero para el cuerpo y el alma de un hombre como yo, el cansancio era aterrador. La espesura de la vegetación me agobiaba y la humedad y los mosquitos producían en mí la sensación de estar rozando las tierras de la maldad. Y así era. Todos sabíamos que si moras en tierra de indios la maldad te rodea. ¿Iba ya maldecido? ¿Los suplicios del camino eran la señal de la desgracia que me esperaba?
Después de la selva, empezamos a adentrarnos entre cadenas de innumerables montañas. Subíamos y bajábamos y volvíamos a subir. Hasta que la caravana tuvo que enfrentarse a la montaña más alta que veré en mi vida. Era tan alta y tan absurdo imaginar que nosotros debíamos subirla para encontrar por fin Santafé, que tuve la impresión de que al llegar a esa cima cualquier espíritu estaría salvado para siempre. Equivocado, pensaba que llegar hasta esas alturas purificaría el alma. ¡Qué extraviado estaba! Caminamos bordeando la montaña en un camino en zigzag que con lentitud nos iba acercando a la cumbre. Yo recé sin parar. Me parecía que el caballo que me habían asignado iba a caer por los peñascos y mi alma no llegaría a la pureza de las alturas. Además, los indios que viajaban con nosotros, cargando gente y baúles, hablaban entre ellos en una lengua desconocida, y cuando se oían las voces de los indios se oían también gemidos de bestias irreconocibles. Yo podía imaginar que eran jaguares que devoraban hombres, o las aves inmensas que contaban en Lima. Esos pájaros negros que vuelan en las alturas y le arrancan los ojos a los indeseados. Sentí miedo de no llegar vivo hasta ver el Valle de los Alcázares, donde encontraríamos la ciudad de Santafé. Y ahora que recuerdo ese viaje, los tropiezos del caballo, preferiría haber caído entre el monte, haber dejado la vida allá antes de perderme en esta ciudad abismal. Preferiría no haber llegado a este día en que escribo estas palabras para que se sepan las atrocidades que pueden sucederle a los viajeros de ultramar.
Cuando llegamos a la cima y mis ojos se asomaron a la inmensidad del valle, pude entender el nombre que el adelantado don Jiménez de Quesada le había puesto, el Valle de los Alcázares. No eran las construcciones regadas por el terreno, ni la ciudad mínima que se anunciaba al fondo, gravitando en la bajada de las montañas del otro lado del Valle. No, lo que le daba la imponencia era la imposibilidad de la existencia de ese Valle. Subir una montaña tan alta, tan difícil, nunca le permitiría a uno imaginar que arriba podría existir un paraíso, un universo completo de planicie, como si el mundo volviera a nacer.
Arriba nos esperaban indios nuevos, diferentes, que serían los que nos llevarían hasta Santafé. Nosotros descansamos y vimos sobrecogidos el Valle, mientras los indios se entregaban unos a otros toda la carga que traíamos. Luego atravesamos el Valle, con nuevas dificultades. Porque esa tierra que a primera vista parecía una planicie cabalgable, era más agua que tierra, y las bestias tenían mucha dificultad de franquearla. Entonces la ciudad de Santafé se nos iba acercando. No puedo negar que desde lo lejos la ciudad dejaba ver las pocas construcciones a la española que tenía, por ser las más altas y producía, a los ojos de los visitantes, la nostalgia por los pueblos de las montañas bajas de Andalucía. Pero entre uno más se acercaba, los tejados de los bohíos de los indios se iban haciendo más visibles y empecé a dudar de estar llegando a una ciudad nuestra. ¿Eso era Santafé? ¿Esa era la ciudad que los cronistas alababan? Viendo la ciudad a los lejos me propuse hacer mi trabajo lo más rápido posible y regresar a Lima, donde me esperaban las visiones gratas y las calles que alimentaban mi espíritu para seguir pintando.
Ahora que he recorrido las calles todas, que he respirado este aire malsano y pecaminoso de Santafé, puedo referir el camino que recorrimos el primer día. Viniendo de Lima a Santafé se entra por el camino de occidente. Ahí nos encontramos con San Victorino, la primera plaza y la primera iglesia que no dejaban nada que desear. Una plaza amplia, sí, pero rodeada aún de muchas tapias blancas que los españoles ponían para disimular que todavía no habían construido suficientes casas a la española. Adentro de las tapias se veían los techos de los bohíos de indios donde vivían los españoles que habían conquistado y poblado la ciudad. Subimos, bordeando un río de pocas aguas pero muy hondo, que ahora sé que nosotros lo llamamos San Francisco porque a su vera están las iglesias de los hermanos franciscanos y los indios lo llaman Vicachá. Al llegar a la Calle Real la caravana se dividió. Los miembros de la compañía de teatro tomaron hacia la izquierda, hacia la Plaza de las Yerbas, donde montarían su tablado y justo al lado los alojarían en una casa vecina de la capilla del Humilladero. Y los demás viajeros tomamos a la derecha camino a la Plaza Mayor. Debo aceptar que una vez nos encaminamos en ese nuevo rumbo pude entender en algo las alabanzas que los cronistas le hacían a la ciudad. La calle Real tenía ya iglesias más prominentes y casas con balcones y cuartos de comercio en los bajos que me empezaron a hacer sentir en España. Ahí si empecé a ver una ciudad de verdad. Y al llegar a la Plaza Mayor ya no que quedaba duda, cuando esta ciudad estuviera toda construida como estaba la Plaza sería una ciudad como debe ser.
No quiero hacer muy largo este relato. De la ciudad debo decir por demás, que era muy irregular. Casas muy bien hechas, por arquitectos recién llegados de la Madre Patria, y justo al lado bohíos indeseables. Iglesias bajas y otras más relucientes, como la iglesia de San Diego en el camino de la sal, saliendo de la ciudad hacia el norte o la iglesia de San Ignacio que recién habían construido los jesuitas, algo más monumental que las otras que adornaban la ciudad. Porque eso si debo decir, los habitantes de Santafé habían dedicado sus esfuerzos en construir iglesias. Eso sí me hacía sentir en mi Sevilla natal. Muchas iglesias, todavía demasiado austeras para mi gusto, pero ahí estaban, alimentando la ciudad de devoción. La austeridad de Santafé me llevó a hacerme muchas preguntas. ¿Era esta ciudad la muestra de la obediencia de sus fundadores? ¿Habrían los fundadores acogido las leyes del Rey que pedían que no se gastara mucho en construcciones para que el oro grande llegara a la Corona? ¿Pero quién quiere vivir en ciudades así, quién quiere sentirse entre tanta llaneza? O más bien ¿Tenían los santafereños la mala suerte de haber tenido por conquistador principal un hombre de letras que no supo bien en qué debía gastarse el oro que abundaba en las Indias? ¿Tal vez el Mariscal Jiménez dedicaba más su tiempo a leer esos libros que enceguecían a los hombres, como Don Quijote, y se olvidó de que la grandeza la hace la imagen? Sé que querrán cortarme la cabeza, querrán ajusticiarme por decir lo que no se debe, pero yo lo puedo decir porque pronto yo no seré de este mundo. Hicieron bien los conquistadores que no le obedecieron al Rey y construyeron ciudades imponentes. Porque como buenos españoles nos merecemos vivir en buenas ciudades, sin las austeridades de los santafereños.
Voy a lo mío. El presidente Juan de Borja me alojó en los bajos de la Real Audiencia, en la parte trasera de la casa, donde tenía habitaciones para los oidores cuando estaban recién llegados. No me voy a detener a mencionar los nombres de los innumerables funcionarios de la corona que conocí en esos días. Si lo hiciera mis palabras se volverían una genealogía santafereña del año 1617, cuando tuve la desgracia de viajar hasta acá. Desde el día siguiente empecé a trabajar. Me dieron un puesto de trabajo amplio, luminoso y privado en el taller de los Figueroa, uno de los de más renombre en la ciudad. Allí conocí a Baltazar de Figueroa y a su hijo Gaspar, un criollo muy audaz con el pincel y en las andanzas por la ciudad. Así, como el taller quedaba en la collación de las Nieves, yo debía caminar todas las mañanas por la ciudad, atravesar el puente de San Francisco, pasar frente a las iglesias de San Francisco y la Veracruz, luego la parroquia de las Nieves y llegar entre las calles plagadas aún de bohíos de indios, hasta el taller. Una casa amplia construida a la española.
Mi tarea era hacer un solo cuadro, tan complejo que me tomaría varios meses terminarlo. Debo decir que cuando el presidente me explicó la tarea que necesitaba nunca pensé que pintar ese cuadro sería mi perdición. Don Juan de Borja me contó que después de las guerras de pacificación de los indios Panches y Pijaos y luego también de sofocar los últimos intentos revolucionaros de los Muiscas, indios del Valle, debía ahora aumentar la devoción y sobre todo el miedo. Los indios eran la mano de obra principal de nuestra ciudad en construcción y debían someterlos. Así que me pidió que hiciera el cuadro más diciente y atemorizador. Que le presentara a los indios y a los santafereños en general el infierno más abrumador que pudiera pintar. Y así lo hice. Porque la palabra del presidente era acá la palabra del Rey y por eso le cumplí.
Pero mi tarea me trajo dos problemas. El primer problema fue el haberme propuesto pintar el infierno con las caras de los pecadores de Santafé. Me imagine mi cuadro plagado de rostros de indios haciendo todo lo que Dios no nos permite. ¿Quiénes eran los pecadores mayores? A esas alturas yo pensaba que los indios, y sí, eran pecadores, pero lo grave es que no eran los únicos. Entonces tuve que preguntarme si los pecadores querrían verse ahí reflejados. Y además, qué debía hacer para encontrarlos: moverme entre el pecado. Así que ahí empezó a crecer mi primer problema: transitar por los bajos fondos de la ciudad no era algo nuevo para mí. Vengo de la nueva Babilonia, de los alborotos de la ciudad más imponente del mundo, cómo no haber visto todos los desmanes juntos en una ciudad como Sevilla. Y de Lima ni se diga, también lo vi todo: jugadores, amancebados, ladrones, avaros, prostitutas. El problema es que no es lo mismo pasar por entre los pecadores que tener que absorberlos en el alma hasta ser capaz de pintarlos. Y yo me fui perdiendo en esas búsquedas.
Mi segundo problema surgió de mis andanzas por Santafé. Un pecador al que seguí incansablemente y eso si quiero confesarlo. Porque vi tantos seres en pecado que sería extensísimo contarlo todo. Si pudieran ver mi cuadro descubrirían todo lo que encontré en la ciudad. Pero hubo un pecador que me subyugó, que me lanzó al peligro y fue mi segundo problema. Pasé horas de lluvia y sol, de vientos que arrastran el polvo de las calles, horas de luna y de oscuridad completa tratando de descubrir a ese pecador que me intrigaba tanto. Era un ser de tantas facetas que yo lo deseaba, deseaba ser alguien como él.
Con el presidente hicimos un pacto. Yo le hacía el cuadro, que por demás ningún pintor de la región quiso hacer, pero nadie lo miraría hasta que terminara. Me dejaría la libertad de hacer el cuadro en soledad. Por eso trabajaba solo en una habitación al fondo de taller. Cuando llegué a trabajar en el taller de los Figueroa me sorprendió que también ocupaban a los indios en la pintura. En el taller de mi maestro jamás habrían permitido que un indio osara si quiera entrar a ver nuestros cuadros. Pero en esta ciudad escasa de todo, no había suficientes pintores para la demanda de cuadros que iba en aumento y por eso convirtieron a los indios sargueros en aprendices de pintor. Y ay de mí, que mientras tomaba mis descansos de ese cuadro macabro que debía pintar empecé a observar lo que pintaban los indios. Quería espiarlos, ver cómo traían a la pintura las adoraciones malignas que hacían. Espiaba cuando preparaban colores, cuando hacían los contornos, cuando culminaban los cuadros. Quería saber si se burlaban de nosotros, si cumplían o no las enseñanzas de los manuales de pintura. Y entre esos hombres hubo uno que captó mi atención. No podría explicar por qué. Era un indio como todos, con los pelos negros y largos y esos ojos que parecían de buey. Como muchos indios era un hombre delgado, de músculos delineados, y llevaba siempre ropa blanca, que era muy común entre ellos. ¿Cuándo los obligarían a vestir a la usanza? Era un indio cualquiera pero en mi alma se convirtió en un indio especial. Era el único de los que trabajaban en ese taller que ya pintaba cuadros de devoción, eso quería decir que había pasado todos los exámenes que un aprendiz debe surtir. Ya estaba casi a la misma altura en que me encontraba yo, pero él estaba pintando una Virgen de la Soledad, mientras yo perseguía gente y descubría los pecados de la ciudad para pintarlos con los rostros verdaderos. El indio se santificaba con esas pinturas y yo me hundía en las tinieblas.
Desde ese momento el indio, llamado Tausa, fue uno de mis espiados principales. Las horas de mi día las dividía entre espiar mujeres, funcionarios reales, ciudadanos comunes y Tausa, siempre Tausa. Para no extenderme, a Tausa lo seguí en innumerables ocasiones, en el regreso a casa, subiendo las calles hasta Pueblo Viejo, lo vi sembrando en la chagra allá en el arrabal donde viven los indios. Lo vi tomando chicha con otros indios, que ese ya era su primer pecado. Que tomaran chicha en casa, vaya y venga, pero en grupos, para que terminaran en sus adoraciones, lo habían prohibido hacía años. Lo vi saliendo de pequeños bohíos, con mujeres distintas, su segundo pecado, lo vi subiendo a la montaña a hacer adoraciones al diablo, el tercer pecado.
Por ese tiempo, en que guardaba pecados de toda la gente de la ciudad, mis tareas avanzaban. El cuadro iba tomando orden. Yo había decidido hacer un infierno sin rastros del bien. No habría ángeles, ni seres del cielo en ninguna esquina de mi cuadro. Quería que el deseo del Presidente se cumpliera a cabalidad, que quien viera ese cuadro no tuviera opción de volver a pecar. Pero mientras tanto yo perdía el norte. Mis noches se volvieron confusas. Abría los ojos y me parecía que las alimañas del cuadro estaban devorando mis pies. La luz de la habitación, aun cuando apagaba las velas, era siempre rojiza, amarga para mis angustias. Las escenas del castigo me plagaban el sueño. Veía una y otra vez el caldero donde se cuecen los ladrones. O los coléricos girando sobre el fuego. Y para completar, después aparecía Tausa. Pero el pecador aparecía como un ángel. Yo era un ser confundido, perdido. Era una visión que transformaba lo infernal de mis noches y me traía peores desasosiegos.
Pero como para contar no soy tan bueno debo volver a empezar, porque no he contado lo más importante del indio. Porque cuando ese indio llegaba al arrabal, la gente se arrodillaba a su paso. Las mujeres nunca lo miraban a los ojos y le hacían reverencias. ¿Yo buscaba un pecador y estaba encontrando un santo? Tuve que incrementar mis paseos ocultos entre los indios, hasta que una noche vi entrar a muchas personas a un bohío. Me acerqué y entre unas pequeñas grietas de la madera con que hacían las casas los indios, pude ver que era a él al único que adoraban. Lo tenían desnudo, y lo bañaban con aguas de olores tan fuertes que yo desde afuera los olía. ¿Quién podía ser ese hombre? ¿Cómo estaba entre nosotros una encarnación del mal, pintando cuadros devotos? Ceremonias así vi muchas, y no las voy a relatar, no hace falta oír tanta maldad. Mi segundo problema, es que entre más lo veía en esas ceremonias, en las caminatas que hacían por las montañas donde él siempre era tratado como un Cristo, amado y sagrado, yo cada vez lo veía más iluminado. Me parecía un santo. Tanto así que quería pintarlo, habría querido hacer un cuadro de un santo con el rostros de ese indio salvaje. Gloria a Dios que nunca lo hice, pero me hacía muchas preguntas. ¿Quién era ese bárbaro? ¿Qué tramaban los indios?
Volvamos a mi primer problema. La impertinencia absurda que se me había metido en la inventio de denunciar a toda la ciudad en mi cuadro me la cobrarían muy cara. Así fue que cuando estaba cerca de terminar el cuadro me encontré con la escena final que desató mi ira contra el indio, contra todos esos bárbaros y decidí lo que nunca pensé que fuera capaz de hacer: denunciarlo.
Los dos problemas llegaron a su punto máximo en dos días. Un día vi lo peor del indio y lo denuncié. El segundo entregué mi cuadro. Ahora estoy preso en esta mazmorra esperando el final de mis días. ¿Terminaré la vida en un suplicio junto al indio? ¿Moriremos juntos?
Así concluyeron mis andanzas santafereñas. Una noche, como ya era costumbre, seguí a los indios entre la montaña hasta un claro cerca del río San Francisco. Pero esa vez la ceremonia cambió. No sólo desnudaron a Tausa, lo bañaron con aguas de múltiples yerbas, todo esto bajo una noche de luna llena que me hacía pensar que ese salvaje tornaría en un lobo capaz de devorarnos a todos. Todo parecía ser como las otras veces, hasta que vi lo impensable. La peor afrenta que podrían hacerle a Vuestra Merced. Todos los indios que acompañaron a Tausa, llevaban vasijas repletas de oro que le fueron untando en el cuerpo. Y luego lo sumergieron en el río. Sí, así como contaban Fernández de Oviedo o Juan de Castellanos, que se hacía en el pasado. Así, lo ungieron de oro. Ese metal preciado que debía dirigirse a la Corona, los indios lo estaban usando para santificar a ese salvaje. ¿Quién era Tausa? Un Zipa. Tenían jefe espiritual, tenían un ser superior y era ese joven taciturno que yo veía pintar en el taller de los Figueroa. ¿Para qué querían tener un Zipa? No cabía duda, pensé en ese momento, los indios seguían adorando al diablo y tramaban algo contra nosotros. Me preguntaba si salvaba a ese hombre luminoso o protegía a los nuestros.
Así fue que terminé el cuadro. Salí de mi estudio y me acerqué al indio, tan cerca que casi lo podía oler y pude ver el oro que le brillaba en los poros. Quise dirigirle la palabra por primera vez, quizás avisarle lo que haría un instante después. Para cumplir con mi gente y a la vez salvarlo. Decirle que huyera, porque un ser tan bello no debía morir, alcancé a pensar en medio de mi obnubilación. Pero no lo hice. Salí del taller y me dirigí a la Real Audiencia, donde aún residía, pero no fui a mi aposento. Subí en busca de algún oidor y denuncié lo que tenía que denunciar. Luego busqué al Presidente para avisarle que al día siguiente podía ver el cuadro. Esa noche alcancé a oír en la calle cuando los alguaciles traían al indio y lo guardaron en una celda.
En la mañana siguiente caminamos con el Presidente hasta el taller. Cuando entramos, sentí un estremecimiento en el estómago al ver vacío el puesto del indio. ¿Sabrían los demás dónde estaba Tausa? Continuamos hasta el estudio y cuando levanté la tela que cubría el cuadro don Juan de Borja se quedó perplejo. Lo observó por varios minutos. Guardó silencio. Caminamos de regreso hasta la Real Audiencia y allí llamo a los alguaciles, les pidió que quemaran mi cuadro, que nadie podía verlo y les ordenó que me llevaran a una celda. Esa noche me juzgarían por la ofensa que había cometido. Cuando bajamos hacia la celda, vi a Tausa. Él ni siquiera me miró. Estaba sentado, con la espalda erguida, mirando hacia la ventana que había en lo alto de las paredes. ¿Podría imaginarse que estaba allí por culpa del otro preso de esa noche?
Ahora espero mi fin, imagino que los verdugos estarán organizando todo. Mañana subirán al indio y lo mataran a golpes. El espectáculo favorito de la ciudad. Y luego, me cortaran a mí la cabeza. ¿Hice todo esto para morir junto a este hombre? No tengo respuestas. Lo único que sé es que nada importa. No tengo miedo del más allá. Porque un hombre que ha pintado el infierno nunca podrá salir de él.
* Escritora bogotana. Ha publicado cuatro novelas, La ciudad sitiada (2006), Acaso la muerte (2010), Magnolias para una infiel (2017) y Mandala (2017) un proyecto de escritura digital, una novela construida para ser leída de múltiples maneras. Tres libros de cuentos, Variaciones sobre un tema inasible (2009), Sin remitente (2012) y Las grietas (2017), libro ganador del concurso Nacional de novela y cuento de la Cámara de Comercio de Medellín y entre los quince nominados del premio Hispanoamericano de cuento Gabriel García Márquez 2018. Ha publicado dos novelas para adolescentes con el sello Loqueleo; Martina y la carta del monje Yukio (2015) y El canto del manatí (2019). Ha publicado numerosos artículos sobre literatura y cultura y tres libros de crítica literaria y cultural, entre ellos Nación y Melancolía: narrativas de la violencia en Colombia (2006) y Disidencias, trece ensayos para una arqueología del conocimiento en la literatura latinoamericana del siglo XX (2013). Es docente de la Universidad Nacional de Colombia donde trabaja en el Departamento de Literatura y en la Maestría en Escrituras Creativas.
* Si quiere leeer el resumen de la investigación académica ingrese aquí.
8 de octubre de 1617.
Quisiera no haber venido nunca a Santafé. No haber olido el aire frío y húmedo que baja de las montañas. No haber visto jamás la polvareda que se levanta con los vientos rastreros y cubre toda la ciudad dejándola abandonada, casi convertida en un pequeño desierto a la deriva. No reniego de haber venido a las Indias. Bajarme del barco en Lima fue apoteósico. Una ciudad señorial. Pensada para la gloria. Una ciudad imponente donde los rastros de nuestra Madre Patria habían alcanzado ya el esplendor exquisito del claroscuro. Una y mil veces le pediría a la Virgen de Los Mareantes, allá en la Casa de Contratación en Sevilla, que me diera la buenaventura de llegar sano y salvo hasta la otra orilla del mundo. Haría esa travesía tortuosa por el mar que parecía de nunca acabar. Volvería a atravesar la tierra entre un barco sucio y maloliente. Volvería a convertirme en una partícula más de ese animal gigante que surca los mares en medio de vómitos y mareos. Ese viaje acompañado de incertidumbres donde cada noche me parecía que íbamos a caer al abismo o que nos iban a devorar seres inmensos que saldrían del mar. Una y mil veces volvería a llegar hasta Lima, recorrería esas calles y vería el mundo señorial que habíamos construido en la Indias. Pero a Santafé, a esa ciudad incipiente y austera jamás habría querido venir. No habría querido llegar hasta esta habitación donde hoy me como las uñas de miedo y desolación.
La invitación llegó cuando mi vida fluía en Lima sin tropiezos. Me había enganchado a trabajar en el taller de Angelino Medoro, que era uno de los más renombrados pintores italianos que se había aventurado a las Indias. Mi maestro había pasado rápidamente por la Nueva Granada, y en Santafé realizó algunos trabajos que hasta hoy le dan el título del “mayor maestro de la pintura que haya tocado estas tierras”, como decía la carta que me llegó. Con Medoro aprendí mucho de la inventio. Nos mostraba la estampa en la que debíamos basar nuestros cuadros y nos explicaba cómo el pintor puede modificar algunos elementos para dar nuevos relatos a la imagen. A mí, que la verdad que más se me imponía era la humildad del señor, me fascinaba que me encomendaran los cuadros del niño de la espina. Me deleitaba pintar a Cristo en su adolescencia, en esa belleza tan pura, y con el destino marcado de sufrimiento y valor por salvarnos a los pecadores de este mundo. Las vírgenes no eran mi fuerte. Nunca fui muy apasionado a pintar figuras femeninas. Pero no puedo negarlo que con el maestro Medoro llegué a pintar vírgenes que hasta a mí me sorprendían. Yo era devoto de la virgen del Topo, y más de una vez los compradores de los cuadros volvían a pedir esa misma virgen, pintada por las mismas manos, porque les parecía que cuando las llevaban a sus casas mis vírgenes cobraban vida. Medoro decía que la vida yo la daba en las manos, pero yo estaba seguro, pese a que mi maestro no lo aceptaba, que mi éxito estaba en los ojos. Y el maestro no lo podía acepar porque él mismo se preciaba de pintar los mejores ojos de las Indias. Pero solo ahora, cuando ya nada importa, puedo decirlo: yo lo había superado, las miradas que yo pintaba tenían más vida que las del italiano. Quizás por eso cuando llegó la carta, Medoro, me convenció de viajar, o ¿me obligó?, con la disculpa de que cómo iba yo a negarme a trabajar para don Juan de Borja, primer presidente de capa y espada de la Real Audiencia en Santafé.
Me uní a una caravana que llevaba una compañía de teatro de Lima a Santafé. Eran unos actores que por mediocres no triunfaron en Lima, una ciudad de gente refinada y sabedora de lo bueno, mientras que en el viaje de venida, pasaron por Santafé y allí si fueron ovacionados. Por eso, querían deshacer los pasos por tierra, volver a Santafé y luego subir hasta Cartagena para regresar a España. Querían volver a triunfar en la Nueva Granada, porque no hay mejor sensación que el triunfo, y si Lima no se los había dado, lo recuperarían en Santafé. No querían embarcarse como perdedores si en otros lugares podían volver a sentirse gloriosos. Los demás viajantes iban en burros o a lomo de indios. La carga completa la llevaban los indios. Los baquianos ya sabían muy bien los caminos para atravesar la selva. Ya estos recorridos no eran agónicos como le había tocado a los conquistadores décadas atrás, dejando hasta la vida en el camino. Pero para el cuerpo y el alma de un hombre como yo, el cansancio era aterrador. La espesura de la vegetación me agobiaba y la humedad y los mosquitos producían en mí la sensación de estar rozando las tierras de la maldad. Y así era. Todos sabíamos que si moras en tierra de indios la maldad te rodea. ¿Iba ya maldecido? ¿Los suplicios del camino eran la señal de la desgracia que me esperaba?
Después de la selva, empezamos a adentrarnos entre cadenas de innumerables montañas. Subíamos y bajábamos y volvíamos a subir. Hasta que la caravana tuvo que enfrentarse a la montaña más alta que veré en mi vida. Era tan alta y tan absurdo imaginar que nosotros debíamos subirla para encontrar por fin Santafé, que tuve la impresión de que al llegar a esa cima cualquier espíritu estaría salvado para siempre. Equivocado, pensaba que llegar hasta esas alturas purificaría el alma. ¡Qué extraviado estaba! Caminamos bordeando la montaña en un camino en zigzag que con lentitud nos iba acercando a la cumbre. Yo recé sin parar. Me parecía que el caballo que me habían asignado iba a caer por los peñascos y mi alma no llegaría a la pureza de las alturas. Además, los indios que viajaban con nosotros, cargando gente y baúles, hablaban entre ellos en una lengua desconocida, y cuando se oían las voces de los indios se oían también gemidos de bestias irreconocibles. Yo podía imaginar que eran jaguares que devoraban hombres, o las aves inmensas que contaban en Lima. Esos pájaros negros que vuelan en las alturas y le arrancan los ojos a los indeseados. Sentí miedo de no llegar vivo hasta ver el Valle de los Alcázares, donde encontraríamos la ciudad de Santafé. Y ahora que recuerdo ese viaje, los tropiezos del caballo, preferiría haber caído entre el monte, haber dejado la vida allá antes de perderme en esta ciudad abismal. Preferiría no haber llegado a este día en que escribo estas palabras para que se sepan las atrocidades que pueden sucederle a los viajeros de ultramar.
Cuando llegamos a la cima y mis ojos se asomaron a la inmensidad del valle, pude entender el nombre que el adelantado don Jiménez de Quesada le había puesto, el Valle de los Alcázares. No eran las construcciones regadas por el terreno, ni la ciudad mínima que se anunciaba al fondo, gravitando en la bajada de las montañas del otro lado del Valle. No, lo que le daba la imponencia era la imposibilidad de la existencia de ese Valle. Subir una montaña tan alta, tan difícil, nunca le permitiría a uno imaginar que arriba podría existir un paraíso, un universo completo de planicie, como si el mundo volviera a nacer.
Arriba nos esperaban indios nuevos, diferentes, que serían los que nos llevarían hasta Santafé. Nosotros descansamos y vimos sobrecogidos el Valle, mientras los indios se entregaban unos a otros toda la carga que traíamos. Luego atravesamos el Valle, con nuevas dificultades. Porque esa tierra que a primera vista parecía una planicie cabalgable, era más agua que tierra, y las bestias tenían mucha dificultad de franquearla. Entonces la ciudad de Santafé se nos iba acercando. No puedo negar que desde lo lejos la ciudad dejaba ver las pocas construcciones a la española que tenía, por ser las más altas y producía, a los ojos de los visitantes, la nostalgia por los pueblos de las montañas bajas de Andalucía. Pero entre uno más se acercaba, los tejados de los bohíos de los indios se iban haciendo más visibles y empecé a dudar de estar llegando a una ciudad nuestra. ¿Eso era Santafé? ¿Esa era la ciudad que los cronistas alababan? Viendo la ciudad a los lejos me propuse hacer mi trabajo lo más rápido posible y regresar a Lima, donde me esperaban las visiones gratas y las calles que alimentaban mi espíritu para seguir pintando.
Ahora que he recorrido las calles todas, que he respirado este aire malsano y pecaminoso de Santafé, puedo referir el camino que recorrimos el primer día. Viniendo de Lima a Santafé se entra por el camino de occidente. Ahí nos encontramos con San Victorino, la primera plaza y la primera iglesia que no dejaban nada que desear. Una plaza amplia, sí, pero rodeada aún de muchas tapias blancas que los españoles ponían para disimular que todavía no habían construido suficientes casas a la española. Adentro de las tapias se veían los techos de los bohíos de indios donde vivían los españoles que habían conquistado y poblado la ciudad. Subimos, bordeando un río de pocas aguas pero muy hondo, que ahora sé que nosotros lo llamamos San Francisco porque a su vera están las iglesias de los hermanos franciscanos y los indios lo llaman Vicachá. Al llegar a la Calle Real la caravana se dividió. Los miembros de la compañía de teatro tomaron hacia la izquierda, hacia la Plaza de las Yerbas, donde montarían su tablado y justo al lado los alojarían en una casa vecina de la capilla del Humilladero. Y los demás viajeros tomamos a la derecha camino a la Plaza Mayor. Debo aceptar que una vez nos encaminamos en ese nuevo rumbo pude entender en algo las alabanzas que los cronistas le hacían a la ciudad. La calle Real tenía ya iglesias más prominentes y casas con balcones y cuartos de comercio en los bajos que me empezaron a hacer sentir en España. Ahí si empecé a ver una ciudad de verdad. Y al llegar a la Plaza Mayor ya no que quedaba duda, cuando esta ciudad estuviera toda construida como estaba la Plaza sería una ciudad como debe ser.
No quiero hacer muy largo este relato. De la ciudad debo decir por demás, que era muy irregular. Casas muy bien hechas, por arquitectos recién llegados de la Madre Patria, y justo al lado bohíos indeseables. Iglesias bajas y otras más relucientes, como la iglesia de San Diego en el camino de la sal, saliendo de la ciudad hacia el norte o la iglesia de San Ignacio que recién habían construido los jesuitas, algo más monumental que las otras que adornaban la ciudad. Porque eso si debo decir, los habitantes de Santafé habían dedicado sus esfuerzos en construir iglesias. Eso sí me hacía sentir en mi Sevilla natal. Muchas iglesias, todavía demasiado austeras para mi gusto, pero ahí estaban, alimentando la ciudad de devoción. La austeridad de Santafé me llevó a hacerme muchas preguntas. ¿Era esta ciudad la muestra de la obediencia de sus fundadores? ¿Habrían los fundadores acogido las leyes del Rey que pedían que no se gastara mucho en construcciones para que el oro grande llegara a la Corona? ¿Pero quién quiere vivir en ciudades así, quién quiere sentirse entre tanta llaneza? O más bien ¿Tenían los santafereños la mala suerte de haber tenido por conquistador principal un hombre de letras que no supo bien en qué debía gastarse el oro que abundaba en las Indias? ¿Tal vez el Mariscal Jiménez dedicaba más su tiempo a leer esos libros que enceguecían a los hombres, como Don Quijote, y se olvidó de que la grandeza la hace la imagen? Sé que querrán cortarme la cabeza, querrán ajusticiarme por decir lo que no se debe, pero yo lo puedo decir porque pronto yo no seré de este mundo. Hicieron bien los conquistadores que no le obedecieron al Rey y construyeron ciudades imponentes. Porque como buenos españoles nos merecemos vivir en buenas ciudades, sin las austeridades de los santafereños.
Voy a lo mío. El presidente Juan de Borja me alojó en los bajos de la Real Audiencia, en la parte trasera de la casa, donde tenía habitaciones para los oidores cuando estaban recién llegados. No me voy a detener a mencionar los nombres de los innumerables funcionarios de la corona que conocí en esos días. Si lo hiciera mis palabras se volverían una genealogía santafereña del año 1617, cuando tuve la desgracia de viajar hasta acá. Desde el día siguiente empecé a trabajar. Me dieron un puesto de trabajo amplio, luminoso y privado en el taller de los Figueroa, uno de los de más renombre en la ciudad. Allí conocí a Baltazar de Figueroa y a su hijo Gaspar, un criollo muy audaz con el pincel y en las andanzas por la ciudad. Así, como el taller quedaba en la collación de las Nieves, yo debía caminar todas las mañanas por la ciudad, atravesar el puente de San Francisco, pasar frente a las iglesias de San Francisco y la Veracruz, luego la parroquia de las Nieves y llegar entre las calles plagadas aún de bohíos de indios, hasta el taller. Una casa amplia construida a la española.
Mi tarea era hacer un solo cuadro, tan complejo que me tomaría varios meses terminarlo. Debo decir que cuando el presidente me explicó la tarea que necesitaba nunca pensé que pintar ese cuadro sería mi perdición. Don Juan de Borja me contó que después de las guerras de pacificación de los indios Panches y Pijaos y luego también de sofocar los últimos intentos revolucionaros de los Muiscas, indios del Valle, debía ahora aumentar la devoción y sobre todo el miedo. Los indios eran la mano de obra principal de nuestra ciudad en construcción y debían someterlos. Así que me pidió que hiciera el cuadro más diciente y atemorizador. Que le presentara a los indios y a los santafereños en general el infierno más abrumador que pudiera pintar. Y así lo hice. Porque la palabra del presidente era acá la palabra del Rey y por eso le cumplí.
Pero mi tarea me trajo dos problemas. El primer problema fue el haberme propuesto pintar el infierno con las caras de los pecadores de Santafé. Me imagine mi cuadro plagado de rostros de indios haciendo todo lo que Dios no nos permite. ¿Quiénes eran los pecadores mayores? A esas alturas yo pensaba que los indios, y sí, eran pecadores, pero lo grave es que no eran los únicos. Entonces tuve que preguntarme si los pecadores querrían verse ahí reflejados. Y además, qué debía hacer para encontrarlos: moverme entre el pecado. Así que ahí empezó a crecer mi primer problema: transitar por los bajos fondos de la ciudad no era algo nuevo para mí. Vengo de la nueva Babilonia, de los alborotos de la ciudad más imponente del mundo, cómo no haber visto todos los desmanes juntos en una ciudad como Sevilla. Y de Lima ni se diga, también lo vi todo: jugadores, amancebados, ladrones, avaros, prostitutas. El problema es que no es lo mismo pasar por entre los pecadores que tener que absorberlos en el alma hasta ser capaz de pintarlos. Y yo me fui perdiendo en esas búsquedas.
Mi segundo problema surgió de mis andanzas por Santafé. Un pecador al que seguí incansablemente y eso si quiero confesarlo. Porque vi tantos seres en pecado que sería extensísimo contarlo todo. Si pudieran ver mi cuadro descubrirían todo lo que encontré en la ciudad. Pero hubo un pecador que me subyugó, que me lanzó al peligro y fue mi segundo problema. Pasé horas de lluvia y sol, de vientos que arrastran el polvo de las calles, horas de luna y de oscuridad completa tratando de descubrir a ese pecador que me intrigaba tanto. Era un ser de tantas facetas que yo lo deseaba, deseaba ser alguien como él.
Con el presidente hicimos un pacto. Yo le hacía el cuadro, que por demás ningún pintor de la región quiso hacer, pero nadie lo miraría hasta que terminara. Me dejaría la libertad de hacer el cuadro en soledad. Por eso trabajaba solo en una habitación al fondo de taller. Cuando llegué a trabajar en el taller de los Figueroa me sorprendió que también ocupaban a los indios en la pintura. En el taller de mi maestro jamás habrían permitido que un indio osara si quiera entrar a ver nuestros cuadros. Pero en esta ciudad escasa de todo, no había suficientes pintores para la demanda de cuadros que iba en aumento y por eso convirtieron a los indios sargueros en aprendices de pintor. Y ay de mí, que mientras tomaba mis descansos de ese cuadro macabro que debía pintar empecé a observar lo que pintaban los indios. Quería espiarlos, ver cómo traían a la pintura las adoraciones malignas que hacían. Espiaba cuando preparaban colores, cuando hacían los contornos, cuando culminaban los cuadros. Quería saber si se burlaban de nosotros, si cumplían o no las enseñanzas de los manuales de pintura. Y entre esos hombres hubo uno que captó mi atención. No podría explicar por qué. Era un indio como todos, con los pelos negros y largos y esos ojos que parecían de buey. Como muchos indios era un hombre delgado, de músculos delineados, y llevaba siempre ropa blanca, que era muy común entre ellos. ¿Cuándo los obligarían a vestir a la usanza? Era un indio cualquiera pero en mi alma se convirtió en un indio especial. Era el único de los que trabajaban en ese taller que ya pintaba cuadros de devoción, eso quería decir que había pasado todos los exámenes que un aprendiz debe surtir. Ya estaba casi a la misma altura en que me encontraba yo, pero él estaba pintando una Virgen de la Soledad, mientras yo perseguía gente y descubría los pecados de la ciudad para pintarlos con los rostros verdaderos. El indio se santificaba con esas pinturas y yo me hundía en las tinieblas.
Desde ese momento el indio, llamado Tausa, fue uno de mis espiados principales. Las horas de mi día las dividía entre espiar mujeres, funcionarios reales, ciudadanos comunes y Tausa, siempre Tausa. Para no extenderme, a Tausa lo seguí en innumerables ocasiones, en el regreso a casa, subiendo las calles hasta Pueblo Viejo, lo vi sembrando en la chagra allá en el arrabal donde viven los indios. Lo vi tomando chicha con otros indios, que ese ya era su primer pecado. Que tomaran chicha en casa, vaya y venga, pero en grupos, para que terminaran en sus adoraciones, lo habían prohibido hacía años. Lo vi saliendo de pequeños bohíos, con mujeres distintas, su segundo pecado, lo vi subiendo a la montaña a hacer adoraciones al diablo, el tercer pecado.
Por ese tiempo, en que guardaba pecados de toda la gente de la ciudad, mis tareas avanzaban. El cuadro iba tomando orden. Yo había decidido hacer un infierno sin rastros del bien. No habría ángeles, ni seres del cielo en ninguna esquina de mi cuadro. Quería que el deseo del Presidente se cumpliera a cabalidad, que quien viera ese cuadro no tuviera opción de volver a pecar. Pero mientras tanto yo perdía el norte. Mis noches se volvieron confusas. Abría los ojos y me parecía que las alimañas del cuadro estaban devorando mis pies. La luz de la habitación, aun cuando apagaba las velas, era siempre rojiza, amarga para mis angustias. Las escenas del castigo me plagaban el sueño. Veía una y otra vez el caldero donde se cuecen los ladrones. O los coléricos girando sobre el fuego. Y para completar, después aparecía Tausa. Pero el pecador aparecía como un ángel. Yo era un ser confundido, perdido. Era una visión que transformaba lo infernal de mis noches y me traía peores desasosiegos.
Pero como para contar no soy tan bueno debo volver a empezar, porque no he contado lo más importante del indio. Porque cuando ese indio llegaba al arrabal, la gente se arrodillaba a su paso. Las mujeres nunca lo miraban a los ojos y le hacían reverencias. ¿Yo buscaba un pecador y estaba encontrando un santo? Tuve que incrementar mis paseos ocultos entre los indios, hasta que una noche vi entrar a muchas personas a un bohío. Me acerqué y entre unas pequeñas grietas de la madera con que hacían las casas los indios, pude ver que era a él al único que adoraban. Lo tenían desnudo, y lo bañaban con aguas de olores tan fuertes que yo desde afuera los olía. ¿Quién podía ser ese hombre? ¿Cómo estaba entre nosotros una encarnación del mal, pintando cuadros devotos? Ceremonias así vi muchas, y no las voy a relatar, no hace falta oír tanta maldad. Mi segundo problema, es que entre más lo veía en esas ceremonias, en las caminatas que hacían por las montañas donde él siempre era tratado como un Cristo, amado y sagrado, yo cada vez lo veía más iluminado. Me parecía un santo. Tanto así que quería pintarlo, habría querido hacer un cuadro de un santo con el rostros de ese indio salvaje. Gloria a Dios que nunca lo hice, pero me hacía muchas preguntas. ¿Quién era ese bárbaro? ¿Qué tramaban los indios?
Volvamos a mi primer problema. La impertinencia absurda que se me había metido en la inventio de denunciar a toda la ciudad en mi cuadro me la cobrarían muy cara. Así fue que cuando estaba cerca de terminar el cuadro me encontré con la escena final que desató mi ira contra el indio, contra todos esos bárbaros y decidí lo que nunca pensé que fuera capaz de hacer: denunciarlo.
Los dos problemas llegaron a su punto máximo en dos días. Un día vi lo peor del indio y lo denuncié. El segundo entregué mi cuadro. Ahora estoy preso en esta mazmorra esperando el final de mis días. ¿Terminaré la vida en un suplicio junto al indio? ¿Moriremos juntos?
Así concluyeron mis andanzas santafereñas. Una noche, como ya era costumbre, seguí a los indios entre la montaña hasta un claro cerca del río San Francisco. Pero esa vez la ceremonia cambió. No sólo desnudaron a Tausa, lo bañaron con aguas de múltiples yerbas, todo esto bajo una noche de luna llena que me hacía pensar que ese salvaje tornaría en un lobo capaz de devorarnos a todos. Todo parecía ser como las otras veces, hasta que vi lo impensable. La peor afrenta que podrían hacerle a Vuestra Merced. Todos los indios que acompañaron a Tausa, llevaban vasijas repletas de oro que le fueron untando en el cuerpo. Y luego lo sumergieron en el río. Sí, así como contaban Fernández de Oviedo o Juan de Castellanos, que se hacía en el pasado. Así, lo ungieron de oro. Ese metal preciado que debía dirigirse a la Corona, los indios lo estaban usando para santificar a ese salvaje. ¿Quién era Tausa? Un Zipa. Tenían jefe espiritual, tenían un ser superior y era ese joven taciturno que yo veía pintar en el taller de los Figueroa. ¿Para qué querían tener un Zipa? No cabía duda, pensé en ese momento, los indios seguían adorando al diablo y tramaban algo contra nosotros. Me preguntaba si salvaba a ese hombre luminoso o protegía a los nuestros.
Así fue que terminé el cuadro. Salí de mi estudio y me acerqué al indio, tan cerca que casi lo podía oler y pude ver el oro que le brillaba en los poros. Quise dirigirle la palabra por primera vez, quizás avisarle lo que haría un instante después. Para cumplir con mi gente y a la vez salvarlo. Decirle que huyera, porque un ser tan bello no debía morir, alcancé a pensar en medio de mi obnubilación. Pero no lo hice. Salí del taller y me dirigí a la Real Audiencia, donde aún residía, pero no fui a mi aposento. Subí en busca de algún oidor y denuncié lo que tenía que denunciar. Luego busqué al Presidente para avisarle que al día siguiente podía ver el cuadro. Esa noche alcancé a oír en la calle cuando los alguaciles traían al indio y lo guardaron en una celda.
En la mañana siguiente caminamos con el Presidente hasta el taller. Cuando entramos, sentí un estremecimiento en el estómago al ver vacío el puesto del indio. ¿Sabrían los demás dónde estaba Tausa? Continuamos hasta el estudio y cuando levanté la tela que cubría el cuadro don Juan de Borja se quedó perplejo. Lo observó por varios minutos. Guardó silencio. Caminamos de regreso hasta la Real Audiencia y allí llamo a los alguaciles, les pidió que quemaran mi cuadro, que nadie podía verlo y les ordenó que me llevaran a una celda. Esa noche me juzgarían por la ofensa que había cometido. Cuando bajamos hacia la celda, vi a Tausa. Él ni siquiera me miró. Estaba sentado, con la espalda erguida, mirando hacia la ventana que había en lo alto de las paredes. ¿Podría imaginarse que estaba allí por culpa del otro preso de esa noche?
Ahora espero mi fin, imagino que los verdugos estarán organizando todo. Mañana subirán al indio y lo mataran a golpes. El espectáculo favorito de la ciudad. Y luego, me cortaran a mí la cabeza. ¿Hice todo esto para morir junto a este hombre? No tengo respuestas. Lo único que sé es que nada importa. No tengo miedo del más allá. Porque un hombre que ha pintado el infierno nunca podrá salir de él.
* Escritora bogotana. Ha publicado cuatro novelas, La ciudad sitiada (2006), Acaso la muerte (2010), Magnolias para una infiel (2017) y Mandala (2017) un proyecto de escritura digital, una novela construida para ser leída de múltiples maneras. Tres libros de cuentos, Variaciones sobre un tema inasible (2009), Sin remitente (2012) y Las grietas (2017), libro ganador del concurso Nacional de novela y cuento de la Cámara de Comercio de Medellín y entre los quince nominados del premio Hispanoamericano de cuento Gabriel García Márquez 2018. Ha publicado dos novelas para adolescentes con el sello Loqueleo; Martina y la carta del monje Yukio (2015) y El canto del manatí (2019). Ha publicado numerosos artículos sobre literatura y cultura y tres libros de crítica literaria y cultural, entre ellos Nación y Melancolía: narrativas de la violencia en Colombia (2006) y Disidencias, trece ensayos para una arqueología del conocimiento en la literatura latinoamericana del siglo XX (2013). Es docente de la Universidad Nacional de Colombia donde trabaja en el Departamento de Literatura y en la Maestría en Escrituras Creativas.
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