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¿Qué tienen en común Rusia y Colombia, a varios aeropuertos y escalas de distancia, con un mundo en la mitad? En apariencia, nada. En realidad, todo. Las preguntas que se hace el ser humano —de las que se trata la literatura, que plantea y no responde— son las mismas a pesar de la distancia, del calor y el frío, de las lenguas que no comparten ni siquiera el mismo alfabeto, de los siglos de distancia entre los escritores que se las hicieron. Entonces, ¿qué tienen en común? Rusos y colombianos se preguntan cuál es nuestro lugar en el mundo. ¿Por qué las personas cargan un infierno interior inexplicable que los hace dudar de sí mismos hasta dejarlos en jaque? Un infierno que quema, a prueba de agua y bomberos.
Entonces, a pesar de estar separados por más de un siglo y medio mundo de distancia, a la colombiana Pilar Quintana, autora de La perra (2017), la conectan estas preguntas universales del sentido del hombre y su lugar con Tolstoi y Dostoievski, que también se las hicieron mucho tiempo antes y aún hoy siguen sin responder. Ellos, los rusos, se las hicieron en inviernos de menos treinta grados donde los ríos caudalosos se congelan; ella, Pilar, bajo el calor de la costa pacífica colombiana donde ocurre La perra.
En esta historia de Pilar Quintana, que no se desarrolla en un pueblo particular, sino en un lugar sin nombre cerca de Buenaventura y podría ser cualquier caserío olvidado por los mapas, Damaris, la protagonista, se pregunta por qué está seca, por qué no puede tener hijos. Si no puede ser madre en un pueblo donde la fertilidad mide el valor de las mujeres, entonces, ¿acaso no vale nada? El infierno de Damaris, en el calor y olvido de La perra, es la incertidumbre de no encajar en el mundo donde la maternidad define a las mujeres.
Al igual que Damaris, Ana, en Ana Karenina (1877) de Lev Tolstoi, tampoco encuentra sur lugar en el mundo —así sea otro mundo— por sucumbir al amor de un hombre que no es su marido, atentando contra todas las convenciones sociales. La pugna entre el querer y el deber ser deja a Ana en una encrucijada sobre quién es y su lugar en el mundo. Ese es su infierno interior, no hallarse, no encontrar un lugar done encaje, que la lleva a un funesto desenlace. Ana no se resigna a renunciar a sí misma y su pasión, y asumir un rol fachada de esposa ideal, resignada a la voluntad de su marido.
Lo mismo le ocurre a Rodión Raskólnikov, protagonista de Crimen y castigo (1866) de Fiodor Dostoievski; un estudiante que comete un asesinato y para justificarse a sí mismo intenta catalogarse como súper hombre —sin serlo—, donde su crimen obedece a un fin mayor. A él lo consume la duda, lo quema, de no saber quién es, súper o hombre o no. Esa incertidumbre lo gobierna, pues el problema en sí no es el crimen, sino que, producto del crimen, él empieza a desconocerse.
La lista podría continuar de manera interminable, pasando por diferentes autores y países, desde la Argelia de Albert Camus hasta el Buenos Aires de Borges y Cortázar, con el común denominador de personajes que intentan —y rara vez lo logran— encontrar su lugar en el mundo. Por eso Pilar Quintana, los rusos y demás autores están conectados por las mismas preguntas que nos hacemos todos nosotros, ¿cuál es nuestro lugar en el mundo? Preguntas vivas y latentes, sin responder, que se proyectan en la literatura al ser inherentes del ser humano.
No hace falta ser escritor para cuestionarse, no hace falta ser un ente de ficción, basta perderse en reflexiones bajo el agua caliente de la ducha, dejar que los pensamientos tomen el mando y nos paren frente a un espejo imaginario para preguntarnos: ¿cuál es nuestro lugar en el mundo? El no poder responderlo es el infierno universal, común a todos nosotros, que no conoce de tiempos, países, visas o pasaportes. Todos somos —o hemos sido— Damaris, Ana Karenina, Rodión Raskólnikov; todos, a nuestra manera, nos quemamos por dentro.