“El instituto”: la nueva novela de Stephen King
Una obra desgarradora, cómica, triste, feliz. Una obra en la que el terror no golpea sino que se arrastra. Su maestro vuelve a atacar.
Juliana Vargas @jvargasleal
Octubre. Llega el solsticio de otoño, el camino de las almas perdidas, el miedo a la oscuridad y el fin del mundo como lo conocemos.
Octubre. Llega el mes de Stephen King. Y esta vez llega con el fin del color rojizo de las hojas, con pobres almas que han perdido la esperanza de encontrar el camino de vuelta a casa, con una luz tan intensa que ciega, tal como si fuera una noche blanca. Stephen King llega con El instituto.
Sin embargo, la nueva novela del maestro del terror está desprovista de… terror, precisamente… si el lector no sabe mirar. Tal vez hay repudio en el secuestro de niños; quizás hay asombro en la telequinesis y la telepatía de estos niños; puede que el lector desee torturar también a quienes hacen experimentos en ellos; pero terror nunca sentirá. El terror se destina a los vampiros, a las gárgolas que vigilan por toda la eternidad, a los muertos vivientes y marionetas humanas de Thomas Ligotti. El terror no se deja a unos niños para que lo conviertan en piezas de Lego o superhéroes.
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Y, no obstante, el terror también está en el cigarrillo que fuma una muchachita de doce años; está en las convulsiones que le arrebatan el último aliento, y en la última saliva y el último destello del adolescente más corpulento del instituto; está en los sacrificios indecibles que los niños más débiles y fuertes del mundo, que patalean mientras, gracias a la telequinesis, sujetan las acciones de los demás conforme a sus designios. Está en el lóbulo de una oreja abandonado en una cancha de baloncesto; está en Luke Ellis, cuya sangre cae para darle vida a un bosque sin color. El terror no solo mata, también revive, como si fuera un demiurgo descontrolado que nos impulsa a punta de violencia.
En suma, el terror está en nosotros mismos y en la forma en que tenemos que enfrentar el mundo que no se moldea a nuestros deseos. Stephen King no tiene por qué escribirnos sobre monstruos, gárgolas y muertos vivientes, cuando ya tenemos suficiente con nuestro interior.
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Tal vez por esa misma razón es que el final de El instituto es una subversión de las 600 páginas previas. La narrativa de King evoluciona junto con la construcción de personajes que nos va presentando. Los diálogos extraen con cuidado quirúrgico los miedos, abatimientos y dudas de niños, médicos, policías y secuestradores. A través de la voz de Luke Ellis, Kalisha Benson, Nick Wilholm y Avery Dixon, el autor nos hace sentir empatía por sus lágrimas y su consciencia de que nunca podrán salir del instituto. Con todo, el terror es mutable y adaptable. Lo que antes era cierto ya no lo es. El terror también está en la maldad que antes pensábamos que era bondad. El final de El instituto nos impone una duda sobre quiénes son los buenos y quiénes los malos, y eso es terrorífico.
El peor fantasma es nuestra incertidumbre.
Octubre. Llega el solsticio de otoño, el camino de las almas perdidas, el miedo a la oscuridad y el fin del mundo como lo conocemos.
Octubre. Llega el mes de Stephen King. Y esta vez llega con el fin del color rojizo de las hojas, con pobres almas que han perdido la esperanza de encontrar el camino de vuelta a casa, con una luz tan intensa que ciega, tal como si fuera una noche blanca. Stephen King llega con El instituto.
Sin embargo, la nueva novela del maestro del terror está desprovista de… terror, precisamente… si el lector no sabe mirar. Tal vez hay repudio en el secuestro de niños; quizás hay asombro en la telequinesis y la telepatía de estos niños; puede que el lector desee torturar también a quienes hacen experimentos en ellos; pero terror nunca sentirá. El terror se destina a los vampiros, a las gárgolas que vigilan por toda la eternidad, a los muertos vivientes y marionetas humanas de Thomas Ligotti. El terror no se deja a unos niños para que lo conviertan en piezas de Lego o superhéroes.
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Y, no obstante, el terror también está en el cigarrillo que fuma una muchachita de doce años; está en las convulsiones que le arrebatan el último aliento, y en la última saliva y el último destello del adolescente más corpulento del instituto; está en los sacrificios indecibles que los niños más débiles y fuertes del mundo, que patalean mientras, gracias a la telequinesis, sujetan las acciones de los demás conforme a sus designios. Está en el lóbulo de una oreja abandonado en una cancha de baloncesto; está en Luke Ellis, cuya sangre cae para darle vida a un bosque sin color. El terror no solo mata, también revive, como si fuera un demiurgo descontrolado que nos impulsa a punta de violencia.
En suma, el terror está en nosotros mismos y en la forma en que tenemos que enfrentar el mundo que no se moldea a nuestros deseos. Stephen King no tiene por qué escribirnos sobre monstruos, gárgolas y muertos vivientes, cuando ya tenemos suficiente con nuestro interior.
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Tal vez por esa misma razón es que el final de El instituto es una subversión de las 600 páginas previas. La narrativa de King evoluciona junto con la construcción de personajes que nos va presentando. Los diálogos extraen con cuidado quirúrgico los miedos, abatimientos y dudas de niños, médicos, policías y secuestradores. A través de la voz de Luke Ellis, Kalisha Benson, Nick Wilholm y Avery Dixon, el autor nos hace sentir empatía por sus lágrimas y su consciencia de que nunca podrán salir del instituto. Con todo, el terror es mutable y adaptable. Lo que antes era cierto ya no lo es. El terror también está en la maldad que antes pensábamos que era bondad. El final de El instituto nos impone una duda sobre quiénes son los buenos y quiénes los malos, y eso es terrorífico.
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