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                                                                                                                                El intelectual libremente oscilante

                                                                                                                                El apoyo del escritor William Ospina a la campaña de Rodolfo Hernández permite reflexionar sobre lo que el pensador alemán Karl Mannheim llamó: “la inteligencia libremente oscilante”, es decir, aquella intelectualidad que, por estar en una posición ambigua en la sociedad, pretende ofrecer un conocimiento objetivo de la misma y así contribuir a la formación de utopías. En este escrito reflexionamos sobre el papel del intelectual en la sociedad actual.

                                                                                                                                Damián Pachón Soto.

                                                                                                                                El escritor colombiano y columnista de El Espectador William Ospina.
                                                                                                                                Foto: Cristian Garavito
                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO

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                                                                                                                                Foto: Cristian Garavito
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                                                                                                                                Le sugerimos leer: La cultura y sus posibilidades en manos de Rodolfo Hernández o Gustavo Petro

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                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Ya es dudoso suponer, como Mannheim, que el intelectual pertenece a una clase, o está entre ellas como un sector específico que tiene un privilegio epistémico. Y si lo está, habita gremios, feudos, ciertas comunidades efímeras, de competición y algunos intercambios comunicativos y de conocimiento, pero han perdido su puesto en el pedestal donde la cultura tradicional los encumbraba. Su efecto en la sociedad es cada vez menor, más pasajero, menos impactante. Como muchos aspectos de la cultura clásica, el intelectual es un dinosaurio en vía de extinción. Cada vez están más marginados a comunidades super-especializadas donde sus ideas y apuestas se convierten en una especie de soliloquio. Esto indica que el intelectual deja de ser esa especie de instancia crítica trascendental a la cual se supedita lo que ocurre en el espacio social y lo que pasa en la esfera pública.

                                                                                                                                Esto es lo que ha ocurrido en la actual sociedad del espectáculo, en esta disneylandia global. El intelectual no es “la conciencia malvada de su tiempo” como pensaba Nietzsche, ni un tribunal del espíritu que encarna la pureza, la verdad y la justicia. Es un actor como cualquier otro que disputa el espacio social y que se juega sus ideas en el debate, en fin, es uno más.

                                                                                                                                Podría interesarle leer: “Habrá precariedad cultural mientras dependamos del presupuesto nacional”

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                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                La sociedad actual, que volvió a ser tan visual como la “primitiva”, según han anotado los antropólogos, ya no obedece a las mismas pautas educativas o de formación. No. Desechan fácilmente los argumentos de autoridad y consideran que la validez del conocimiento se encuentra en el número de likes o se mide por shares. Las instancias trascendentales de la verdad, como la de los padres, la universidad, la escuela, los especialistas, han sido desplazados por el consumo en red, donde “todo lo sólido se desvanece en el aire” y donde yo creo en lo que se me da la gana.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                En este sentido, el intelectual es, efectivamente, una inteligencia libremente oscilante, que no encuentra regularmente su público, que no encuentra asidero ni anclaje en la esfera social, en ese espacio de aparición romantizado por Hannah Arendt donde la acción y el lenguaje permitían construir y mantener una comunidad política plural y diversa. Hoy, más bien, “el mundo se ha convertido en una gallera de apóstoles”, como decía Nicolás Gómez Dávila. Y en un escenario así, los intelectuales suman poco. Hay que reconocerlo. De ahí que la indignación en el sector petrista frente a la decisión de William Ospina de adherir y hacer proselitismo político por Rodolfo Hernández es algo que indigna a los intelectuales del petrismo, a clases medias ilustradas, pero que en nada afecta la decisión emocional o afectiva que muchos “colombianos promedio” (como se los ha llamado) ya tomaron. A la gran masa de electores no les importa mucho, o no entienden muy bien lo que plantean los intelectuales. Tal vez por eso el profesor Oscar Mejía Quintana decía que una cultura súbdito-parroquial como la nuestra no se podía intervenir con argumentos solo racionales, sino también simbólicos. Y es posible que tenga razón. Esto se comprueba cuando se siente la impotencia de un argumento que no logra persuadir al otro, al tozudo, al terco, al afectivizado por ciertas formas expresivas, actitudes autoritarias, machistas, o que rayan en el folclorismo. Ahí hay que cambiar el dispositivo. Y, lastimosamente, para hacer eso son más efectivos los expertos en marketing político (intelectuales específicos) que los intelectuales generales con su supuesto privilegio epistémico y su superioridad moral e intelectual.

                                                                                                                                Le sugerimos escuchar el pódcast de literatura de El Espectador: Jaime Granados, entre los dramas y las resurrecciones del derecho penal | Pódcast

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                                                                                                                                Con todo, el trabajo de los intelectuales conserva aún cierta importancia y logra cierto efecto social, pero lo hace de manera diferente. Basta pensar en el intelectual orgánico que teorizó Antonio Gramsci que pertenece o se identifica con un grupo social y lucha cultural y políticamente porque ese grupo devenga hegemónico en una sociedad. Ese tipo de intelectual sobrevive, existe y está en las campañas políticas, pero es muy consciente de que él disputa sus ideas en un espacio público antagónico. Son los colectivos feministas, los defensores de derechos humanos, los profesores, que están en los barrios tratando de persuadir al electorado. Ellos ya no se asumen como los portadores de una visión del mundo (weltanschaung) que debe instaurarse en la tierra. Aquí está la diferencia con el intelectual de la torre de marfil y su autocomplaciente desconexión de la realidad.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Los intelectuales son, entonces, un sector más que disputa el sentido común en la esfera pública, que esclarece ciertos aspectos complejos, que defiende sus posturas con argumentos, pero es un actor más que también está afectivizado, afectado, atravesado por las emociones. Nadie escapa de ellas. Es posible que, como planteaba Spinoza, logre encausarlas racionalmente sin pretender extirparlas, y en eso consistiría su mayor cualificación sobre otros sectores. Pero no se le puede pedir que deje de ser humano o que no erre. Se equivocó Heidegger con Hitler, ¿por qué no podría pasarle a William Ospina con Rodolfo Hernández, cuya personalidad autoritaria y estribillos de dictador son evidentes? Sería algo más que un error de cálculo de uno de los intelectuales que más conoce sobre nuestras herencias coloniales. Pero su error no sería inhumano. Solo habrá confundido su utopía con la pesadilla de otros.

                                                                                                                                Si le interesa seguir leyendo sobre El Magazín Cultural, puede ingresar aquí 🎭🎨🎻📚📖

                                                                                                                                Por Damián Pachón Soto.

                                                                                                                                Ver todas las noticias
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