
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“El cuaderno dorado, en particular, ha atormentado mi vida como lector. Mis amigos escritores hablan, como poseídos, de su técnica narrativa. Otros lo describen como un libro que cambia la vida, que expande la consciencia. Ambos son el tipo de tributos que normalmente me harían correr hacia la librería, pero el veto era muy fuerte”.
En los años ochenta, Doris Lessing era ya una novelista reconocida, una figura pública que con su escritura exploraba los rincones de un mundo que asistía al desmoronamiento final del colonialismo y al comienzo de otros tantos derrumbes, las ideologías, los estados. Una polémica figura pública que, en el camino de su discurso, vendía libros. ¿Qué sería de sus obras sin su nombre, el mismo trabajo, la misma escritora, pero con otra firma?
James Lasdun. Así se llama el aspirante a escritor que hace 30 o más años recibió un manuscrito de El diario de un buen vecino, escrito por una tal Jane Somers. Lasdun era uno de los evaluadores en una casa editorial británica (que, entre otros, editaba el trabajo de la misma Lessing) y quien escribió un documento en el que explicaba por qué la novela no debía publicarse. Tenía 23 años en ese entonces. El libro apareció luego bajo el nombre de Lessing (la verdadera Jane Somers).
La historia le sirvió durante años a Lessing para burlarse largamente acerca de la industria editorial y de su sana costumbre de inclinarse más por la fama que por el trabajo, el mercadeo y no la literatura. Para Lasdun fue una suerte de bloqueo que durante años le impidió acercarse a la obra de la escritora, un prejuicio que aguantó el paso de los años, como una maldición, hasta la lectura de El cuaderno dorado.
Este libro, escribió Lasdun en julio de este año, “se las arregla para hacer de las situaciones más ordinarias —una pareja discutiendo, una mujer cocinando la cena— epicentros de varios sistemas climáticos que se extienden desde el macartismo de Estados Unidos, pasando por el apartheid en Sudáfrica, hasta la Rusia estalinista”.
Un espíritu libre, Lessing maldijo durante años que su obra más reconocida (que, 50 años después, sigue editándose) fuera tomada como una suerte de manifiesto feminista. Una mujer política (militó en los años 40 en el lado del comunismo en su natal Rodesia del Sur, hoy Zimbabue), renegó de que su trabajo fuera un instrumento político, pues ante todo era un gran experimento de forma, un ejercicio del lenguaje a través del tiempo, la guerra, la enfermedad mental, el sexo, la vida.
Hija de un veterano de la Primera Guerra que se casó con su enfermera, Lessing dejó la escuela a los 14 años. Fue educada en buena parte por su madre (con quien tuvo una relación compleja, por decir lo menos) y mantuvo un mejor contacto con su padre. Ninguno de estos dos deseaba una hija, una mujer, por lo que no pensaron en nombres para ella. Fue el doctor de la clínica quien la nombró al nacer.
De su padre escuchó las historias del frente, los relatos de la primera guerra a escala industrial, quizá, y éstos la llenaron de un fatalismo que caló hondo. Elevada como una de las figuras más relevantes en el movimiento feminista, Lessing escribió en 1994 que “las cosas han cambiado para las mujeres blancas de clase media, pero nada ha pasado fuera de este grupo”.
Para 1943, Lessing tenía dos hijos (John y Jane), cuyo padre era un funcionario británico que había deshecho su compromiso de matrimonio con otra mujer para casarse con la escritora.
En esos años decidió abandonar a su familia. No soportaba esa vida, dijo años después en una entrevista: “Es el asunto de dar todo el tiempo, día y noche, tratando de conformarse con algo que uno detesta”. Su decisión, además, estuvo motivada por una especie de sentido de protección, para no infectar a sus hijos con esa sensación de oscuridad que la habitaba desde su infancia en la granja familiar en Rodesia.
Después de un divorcio más con un comunista alemán (con quien tuvo un hijo llamado Peter), partió para Inglaterra, en donde publicó su primera novela, Canta la hierba (1950): la relación entre la esposa blanca de un granjero y su sirviente negro.
Varios de sus libros, resulta algo obvio decirlo, parten de sus experiencias en un mundo en constante cambio, un paraje casi mítico (de guerras mundiales y países que dejan de existir) que por obra de esa levedad terminó por agarrarse fuerte a un cuerpo de trabajo que pasa revista a la condición humana.
slarotta@elespectador.com
@troskiller