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¿Qué le aporta a un ser humano leer a Marcel Proust? Noventa años después de la muerte del novelista francés la pregunta sigue tan vigente como su obra, en plena reedición en todo el mundo con motivo del aniversario. En abril pasado fue uno de los temas de debate sobre la cultura de hoy entre el Nobel de literatura Mario Vargas Llosa y el influyente filósofo Gilles Lipovetsky. Coincidieron en la trascendencia de las siete novelas que integran En busca del tiempo perdido. El peruano dijo que haberlas leído enriqueció su vida “enormemente” y descubrió un tipo de sensibilidad fundamental frente a la condición humana. El francés opinó que la felicidad o la cultura de una persona no necesariamente está ligada al conocimiento de un clásico. Mientras Vargas Llosa teme a la confusión cultural por “la desaparición de los cánones”, Lipovetsky cree que a alguien le puede gustar algo kitsch y al mismo tiempo ser un lector de Proust. Sea porque se quiera enaltecerlo o desmitificarlo, Proust tiene y tendrá capítulo especial en la historia de la literatura universal.
Aún así, no son muchos los que realmente han disfrutado a conciencia de esta obra monumental, tal vez intimidados por su tamaño y densidad (3.000 páginas). En Colombia, un especialista en Proust es el escritor y profesor Carlos José Reyes, dramaturgo de 72 años, pionero del teatro nacional, ganador de los premios Casa de las Américas y Vida y Obra de la Secretaría de Cultura de Bogotá, y recordado como guionista de la serie de televisión Revivamos nuestra historia. Este lector e investigador ejemplar, exdirector de la Biblioteca Nacional, enseñó a leer En busca del tiempo perdido durante un seminario para estudiantes de la Maestría de Escrituras Creativas de la Universidad Nacional.
No basta haberse acercado con timidez a alguna de las siete novelas, la gracia es completar paso a paso, degustando cada página, esta maratón literaria confrontándola con la vida de Proust y con los eventos históricos que influyeron en él y en su escritura. No es una prueba de velocidad como Pedro Páramo de Rulfo, sino una de largo aliento. Entre seis meses y un año, dependiendo del juicio del emprendedor, demanda la lectura disciplinada de Por el camino de Swann, A la sombra de las muchachas en flor, El mundo de Guermantes, Sodoma y Gomorra, La prisionera, La fugitiva y El tiempo recobrado. En la era del afán parece una locura dedicarle tanto tiempo a un autor, pero Reyes la releyó con los alumnos haciendo anotaciones al margen, en español y en francés, hasta descubrir la verdadera riqueza de La recherche.
Aunque Proust ha sido incluido en la odiosa lista de “autores imposibles”, como James Joyce, cualquier lector puede dejarse llevar por la sensibilidad con que describe su vida campestre en Combray (en realidad Illiers) y Balbec (Deauville) y la citadina en París, desde su triste y enfermiza niñez, su soledad inspiradora, hasta su vida en los salones de la alta sociedad francesa, pasando por el complejo de Edipo y la definitiva influencia de su madre, lectora y traductora; su amor por la pintura y la música; el conflicto con su padre médico porque lo hizo estudiar ciencia política en la Sorbona y lo imaginaba diplomático, mientras él soñaba con ser escritor; sus depresiones, sus enamoramientos y desenamoramientos contenidos y dosificados; el descubrimiento gradual de su homosexualidad; su visión crítica del hombre en la transición entre el siglo XIX y el XX.
Sólo un experto como Reyes, que ha leído las principales biografías sobre Proust, por ejemplo la de Ghislain de Diesbach (Anagrama) y la de George Painter (Lumen), en especial la primera, que confronta esa vida con la historia y luego recoge los pasos del autor en Francia, puede ver aquello que los desprevenidos que dicen aburrirse en la primera novela no intuyen.
El autor de En busca del tiempo perdido nació en París el 10 de julio de 1871, en plena caída del imperio de Napoleón III, sobrino de Bonaparte, mientras estallaba la comuna de la capital francesa. Con el tiempo este ambiente revolucionario afectó a un niño hipersensible como Proust. El único evento político en el que participó tiene que ver con tal proceso y fue el famoso caso del capitán Alfred Dreyfus, juzgado como traidor por la supuesta venta de secretos militares franceses a Alemania, condenado a cadena perpetua, declarado inocente luego de ser defendido por Émile Zola, a quien se plegó Proust en 1898, en una cruzada contra el antisemitismo, porque Dreyfus era de origen judío, como la madre de Proust. Se les unieron artistas como Monet y otros escritores como Anatole France, la estrella del momento que no trascendió a pesar de ganar el Nobel en 1921, ¡premio que no recibió Proust!
Por pintores como Monet, Degas, por la última etapa del impresionismo, por el puntillismo de Seurat, el comienzo del cubismo de Picasso, la amistad con Beraud, es que En busca del tiempo perdido se convirtió “en un paralelo entre la vida y el arte, con una mirada ennoblecida por la sublimación estética”. Preguntas del profesor Reyes a los lectores: ¿por qué el protagónico señor Swann es un conocedor del arte? ¿Cómo no ver la influencia de Renoir en las muchachas en flor y la de Botticelli en el imaginario de Odette de Crécy? El último deseo de Proust antes de morir el 18 de noviembre de 1922, a causa de una insuficiencia pulmonar que ni su padre pudo controlar, fue contemplar el óleo Vista de Delft (1660), del holandés Vermeer.
A partir de la toma de La Bastilla (1979), el comienzo de la Revolución francesa, Proust descubrió a Chateaubriand. Leyó El genio del cristianismo, atraído por iglesias, catedrales y ritos católicos que luego desfilaron por su obra. Lo impactaron las Memorias de ultratumba, esa crónica personal del vizconde sobre su vida en Francia e Inglaterra. La tragedia griega, las Confesiones de San Agustín y La comedia humana de Balzac también fueron grandes influencias contrapuestas de intentos de “contar la vida”.
En el caso del burgués Balzac, analizó su aproximación a los arquetipos de la sociedad francesa que Proust luego penetró con maestría a través del señor Swann, su esposa Odette, la señora de Villeparisis, el señor de Norpois, la familia Verdurin, etc., personajes que encarnan los hipócritas rituales parisinos de reconocimiento y ascenso social, todavía reinantes en la actualidad.
Una vez estudió los modelos narrativos de la novela de los siglos XVIII y XIX encontró en Flaubert “la obra abierta, sin comienzo ni final establecido”, una línea innovadora que lo llevó, teniendo en cuenta a Madame Bovary, a la Naná de Zola y a la Dulcinea del Quijote, a crear su Albertina, el amor imposible de Marcel, el protagonista de En busca del tiempo perdido. Es la voz adulta de Marcel la que “destruye desde adentro, desde su primera persona, la estructura que hasta entonces le daba el hilo conductor a un protagonista creado por un narrador omnisciente”.
Proust, según Reyes, revalida en carne propia el eterno retorno al yo aprendido de Nietzsche y el mundo en acción representado bajo la concepción de Schopenhauer. El yo vuelve a la niñez y desde allí se desplaza hacia los demás personajes. Tampoco fue ajeno a los efectos de la Ilustración a través de Rousseau, ni a la poesía de Rimbaud, Verlaine y Baudelaire. “Las flores del mal le dieron aliento poético, el equilibrio estético entre el horror y la belleza”. La avidez de Proust lo llevó incluso a leer al colombiano José Asunción Silva, que vivió en Francia y frecuentó los salones parisinos de la intelectualidad modernista, donde el venezolano Reynaldo Hahn tocaba el piano mientras el dandy Proust leía sus borradores. En esa atmósfera conoció a Wilde y a Gide. Este último era crítico de libros y dijo que a En busca del tiempo perdido le faltaba estructura.
Otro arte transversal en la obra de Proust es la música. Reyes relee casi tarareándolo para demostrar “el ritmo de sonata en tres tiempos y el uso de la coda”. También están el teatro y la arquitectura. Proust dijo que sus novelas tenían la estructura del “edificio inmenso del recuerdo” con los detalles de una catedral gótica: “Mi obra es toda mi teoría del arte”. Integró la pasión artística a la pasión por la naturaleza y las experimentó hasta lo sensual.
Materia prima fundida, transformada en un clásico de ritmo no lineal sino arbitrario, al rescate de los recuerdos: “La memoria como fuente de escritura y a la vez como acto de vida; vivir y escribir se confundieron y Proust terminó viviendo en el libro y ahí plasmó su entrega absoluta a una obra monumental que le tomó entre 1908 y su muerte en 1922”. La vida biológica transcurre a la par de la vida mental: un olor, un objeto, una textura, una situación cotidiana, desatan el proceso creativo desde lo sensorial hacia la narración, la idealización, la reflexión, la ensoñación, la intensidad de lo que se ve, se siente, se oye, se percibe.
La narración —un flujo permanente, meticuloso pero sutil, rico en digresiones— se construye con base en frases subordinadas que molestan a algunos puristas de la llamada “narración eficaz” y desconcentran a lectores descuidados, pero son esas ideas, yendo y viniendo, las que dan musicalidad y belleza a la prosa. En la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional hay un ensayo de A. M. Bergmann sobre Proust, en el que define así su estilo: “Es como el deslizarse con las puntas de los dedos por la superficie de una seda suntuosa”. En concepto del poeta y ensayista Juan Gustavo Cobo Borda, otro experto colombiano en Proust, una “sólida y a la vez fulgurante hazaña narrativa”.
No por eso las novelas dejan de ceñirse a su época: la Francia convulsionada, la gran Exposición Universal de 1900, el París de las cenas y las fiestas, de los paseos por los Campos Elíseos, la Italia de la Florencia perfumada; fichas al servicio de la experiencia de vida y del ejercicio del escritor, no puestas allí para decorar. Proust no juzga a la aristocracia empoderada tras la caída de Napoleón III, sin embargo, gracias a su técnica narrativa logra una reveladora radiografía y establece una ruptura con la sociedad francesa que conoció. La misma técnica que permite a los personajes aparecer con discreción, tomar fuerza, trascender y difuminarse dejando huella. Bien dijo el profesor Reyes: “Balzac hacía sus personajes desde afuera y Proust los construyó desde adentro, desde sus emociones”.
La cereza del pastel, porque de Proust también se puede hacer un tratado de culinaria, es que de forma paralela elabora entre líneas un discurso contra el arribismo social, la politiquería, el nacionalismo, la religión que manipula, los tinterillos, el periodismo amarillista, las falsas posturas frente a la sexualidad para acallar la homosexualidad hace un siglo (leer Sodoma y Gomorra), sobre qué es y qué no es literatura. El resultado es una obra totalizante, comparable al Ulises en pretensión y efecto, distinta a la de Joyce en cuanto a lenguaje, estructura, ambigüedad y complejidad.
Con una obra de arte mayor como En busca del tiempo perdido y con un profesor de la talla de Carlos José Reyes es difícil negarse a conocer el mundo de Proust, sin importar si en ese viaje delicioso la vida contrapuesta del lector a la del autor se refleja más en el estético y dubitativo camino de Swann o en el mundano e ilusorio camino de Guermantes... o se funde en los dos.