Una palabra sencilla
Especial “Luis Tejada Cano: las pasiones de un cronista”: en sus casi siete años como periodista, Tejada criticó la retórica modernista y abogó por un estilo claro y accesible, capaz de captar las nuevas realidades de la vida urbana en Colombia durante la modernización de los años 20.
John Galán Casanova
Alcanzaron a ser casi siete años. Entre 1917 y 1924, cuando murió muy joven, a la edad de 26 años, Luis Tejada Cano, miembro de una notable familia de educadores y periodistas antioqueños, dedicó su vida al oficio cotidiano de escribir para la prensa.
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Alcanzaron a ser casi siete años. Entre 1917 y 1924, cuando murió muy joven, a la edad de 26 años, Luis Tejada Cano, miembro de una notable familia de educadores y periodistas antioqueños, dedicó su vida al oficio cotidiano de escribir para la prensa.
La experiencia de esos casi siete años de intensa labor periodística, de escribir y publicar editoriales políticos, reportajes, análisis de la situación local y mundial, comentarios literarios y artísticos, así como crónicas acerca de sus viajes y el acontecer urbano, contribuyó a estructurar y precisar su pensamiento, permitiéndole decantar un estilo inconfundible, genuinamente personal.
El valor periodístico, literario e histórico de su obra se explica por su capacidad de condensar con fortuna cualidades de modalidades textuales tan diversas como la narrativa, la prosa poética, el clásico artículo periodístico y la crítica. Por ello, sus crónicas narran sin dejar de ser líricas, critican y polemizan sin caer en el prurito teórico o académico e informan sobre acontecimientos noticiosos sin perder de vista el asombro y la originalidad del prosista.
El 25 de junio de 1918, al reseñar un libro donde un tal pastor Wagner pedía a los franceses una literatura sencilla como remedio para las almas “enervadas, recargadas, fatigadas de excentricidades”, Tejada aprovechó para clamar por una “palabra sencilla” en nuestra existencia literaria, caracterizada, en su opinión, por un “tropicalismo deslumbrante”, “un exotismo loco” y una atmósfera “horrorosamente intelectual”. Creía que el hecho de recurrir a un estilo más transparente, donde se adivinara el pensamiento “como las piedrecillas limpias bajo el agua pura del estanque”, nos haría “más dueños de nuestra vida y de nuestra realidad”.
Su cruzada en pro de la sencillez era un alegato contra la retórica modernista, que recargaba tanto la prosa como la poesía de la época. En un artículo posterior, al anunciar una visita de Gabriela Mistral a Colombia, Tejada previó que la poeta chilena, cuyos versos admiraba por el empleo de una “palabra fecunda, dura a menudo, pero preñada de expresión”, no encontraría una buena acogida, debido a que nuestros poetas oficiales sentían y pensaban “en una forma puramente literaria, refleja, falsa y anticuada”.
Así como en el ámbito poético cuestionó la vigencia del Modernismo y defendió la necesidad de una poesía en la cual el paraguas, la zanahoria y el verso libre participaran del valor que hasta entonces habían merecido los alejandrinos, los camellos y las rimas, llevó a cabo un replanteamiento similar en el ámbito de la prosa y, más específicamente, en el del lenguaje periodístico.
El 14 de marzo de 1922 publicó “El periodismo”, donde, si bien destacó el lento progreso de nuestros periódicos en consolidarse como empresas económicas y la paulatina profesionalización del oficio del periodista, quien por fin empezaba a aparecer como “un ciudadano pulcro, correcto y distinguido”, capaz de “pagar sus deudas y vivir desahogadamente”, deploró que el aumento del público lector se viera limitado por el carácter demasiado académico, aristocrático y exclusivista de sus colegas. “Solo se venden mucho los periódicos escritos con claridad, con sencillez y, si queréis, con cierta brutalidad vibrante”, recalcó. Al decir esto, ponía de presente la debilidad en nuestro medio de un proceso que Ángel Rama señaló como determinante en la modernización cultural efectuada en América Latina a partir del desarrollo de la prensa. Me refiero, con palabras del crítico uruguayo, a “la renovación de la lengua literaria respondiendo al habla y demás hábitos de la vida urbana”.
A la semana siguiente de publicar “El periodismo”, en una de sus “Gotas de tinta” presentó su definición del mejor periodista, que, en su concepto, no era el más sabio, “sino el más intuitivo”; no era el que escribía mejor, sino el que mejor sabía “hacer escribir”; esto es, el que era “capaz de hacer decir al mayor número de gentes: ¡eso era lo que yo pensaba!”.
La sintonía que estableció con sus lectores la consiguió muy pronto, a menos de un año de haber incursionado en el periodismo colombiano. En efecto, en junio de 1918, El Espectador se dio el gusto de reproducir un comentario de El Día, periódico barranquillero, donde se afirmaba que, gracias a la aparición de Tejada, la crónica bogotana había empezado a salir del “monopolio de mediocres en que hasta hace poco se encontraba, del predominio de los calambures y lugares comunes, del más estéril encauzamiento ideológico”.
Para renovar temática y formalmente el lenguaje periodístico, despojó su escritura de erudición y grandilocuencia, y supo infundirle los ritmos variados y sorpresivos de las calles, junto con sus voces, atmósferas y nuevos objetos. Consciente de que la modernización del país tenía su epicentro en la expansión de la vida urbana, se dedicó a recrear el espectáculo colectivo de la ciudad en movimiento. La intensificación de la vida de los nervios, el estrés que empezaba a caracterizar la existencia en las grandes ciudades, hizo que imprimiera a su prosa un léxico y una celeridad rítmica que le permitiera dar cuenta de la velocidad, la multitud de estímulos y de breves acontecimientos, “ese baño cotidiano de cosas menudas, de visiones callejeras y refrescantes” que contemplaba al finalizar la jornada desde el balcón de El Espectador:
“¡La carrera séptima! Quisiera que, al atardecer, os asomarais a este amable balcón, junto al cual escribo. ¡Cómo negrea la muchedumbre a uno y otro lado! Hay gentes que ambulan precipitadamente, como movidas por ocultos resortes, se atropellan, interrogan y agitan los brazos que se alzan y se abaten como las aspas locas de unos pequeños molinos; otras, en cambio, avanzan tranquilas, impasibles, torturadas por escondidos pensamientos, desafiando el peligro inminente de los vehículos y los codazos gratuitos de los transeúntes agresivos”.
Sin duda, el gran mérito de la crítica crónica y la palabra sencilla de Luis Tejada radica en el hecho de haber dado expresión desde el periodismo a las nuevas realidades que surgían en el país con la modernización de los años 20. Mientras él se encargaba de incorporar todo el “aparato ruidoso y estupendo” de la vida urbana al horizonte mental de sus lectores, la inmensa mayoría de sus colegas preferían holgar en las lindes de la campiña, o en los detritus del modernismo, que para entonces representaban también otra forma del pasado.