El legado filosófico de Dussel, In memoriam
Si bien la filosofía de la liberación en sus inicios fue una creación colectiva, uno de sus principales exponentes fue Enrique Dussel.
Damián Pachón Soto
En un texto de homenaje a la emblemática figura de José Ortega y Gasset, a todo lo que había significado para la España de la primera mitad del siglo XX, la misma España sumida en la orfandad intelectual y herida de muerte por la dictadura, María Zambrano escribía sobre su antiguo maestro: “El pensamiento de un maestro, así sea de Filosofía, es un aspecto casi imposible de separar de su presencia viviente. Porque el maestro, antes que alguien que enseña algo, es un alguien ante el cual nos hemos sentido vivir en esa específica relación que proviene tan sólo del valor intelectual. La acción del maestro trasciende al pensamiento y lo envuelve; sus silencios valen a veces tanto como sus palabras y lo que insinúa puede ser más eficaz que lo que expone a las claras. Si hemos sido en verdad sus discípulos, quiere decir que ha logrado de nosotros algo al parecer contradictorio: que por habernos traído hacia él hayamos llegado a ser nosotros mismos”.
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Estas palabras resuenan afectivamente hoy porque eso fue lo que significó Enrique Dussel para muchos latinoamericanos de la segunda mitad del siglo XX, pero también para lo que va del siglo XXI. Fue un maestro que inspiró a muchos y que, sin duda, despertó la vocación filosófica en más de uno. Los inspiró con su generosidad intelectual, con su imparable capacidad de estudio, de trabajo, de escritura; con su pasión pedagógica, con el ánimo que irradiaba en las múltiples conferencias que dio a lo largo y ancho de América Latina y del mundo, un ánimo, una sabiduría y una erudición que hacía olvidar su elevado (pero fundamentado) ego. Transmitía pasión por la filosofía, deseos de pensar el mundo para ubicarnos mejor dentro de él, pero, muy especialmente, de la necesidad de pensar situadamente desde América Latina en diálogo con lo más granado del pensamiento americano, europeo, africano y asiático, para así superar las marras de la colonización, la subalternidad intelectual, la dependencia cultural y económica, el complejo de hijo de puta. Él mismo era prueba viviente de que se podía pensar y hablar desde América Latina.
Esto es algo que todos estos días, quienes lo leyeron, lo escucharon, le han reconocido. Universidades, institutos, presidentes, intelectuales, jóvenes, asociaciones, lo han manifestado. Es curioso. Mucho de ese reconocimiento, le fue negado por los filósofos más tradicionales. Esos filósofos de facultad que practican una filosofía profesoral, y que Dussel llamaba sucursaleros o filósofos coloniales. Esos que practican el vampirismo y la regurgitación de autores clásicos, pero que no llegan a situarse en el mundo, ni a producir una idea genuina sobre él; esos mismos que son repetidores o exégetas de Aristóteles, Kant, Hegel, Heidegger.
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Y es que en el ámbito de las escuelas de filosofía Dussel no fue bien valorado. Pero ese reconocimiento que le negaron unos, se lo otorgaron otros en muchas partes del mundo. Basta recordar aquí esta anécdota que cuenta Néstor Kohan: “En aquella ocasión, al académico Karl Otto-Apel -el maestro de Habermas- lo fueron a escuchar los principales profesores y profesoras de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Pero para sorpresa de todo el público, Apel abrió su intervención diciendo: “Vengo a discutir con Enrique Dussel, quien me obligó a leer 200 libros de economía marxista. Probablemente el intelectual alemán haya exagerado. Quizás fueron 20 [veinte] los libros que Apel leyó sobre esta problemática…El clan filosófico local, de lo más tradicional y conservador de la UBA, no entendía nada. Las miradas iban del asombro a la perplejidad”.
No está demás decir que en Colombia tampoco gozó de mucha simpatía. Rafael Gutiérrez Girardot, poseedor de una venenosa y hasta divertida pluma, lo llegó a llamar “pretencioso y cantinflesco teofilósofo”. Solo filósofos como Guillermo Hoyos, Santiago Castro-Gómez, Leonardo Tovar, para mencionar algunos, se lo tomaron en serio. También para cierta juventud militante, y el círculo de latinoamericanistas, su pensamiento era algo vivo, sentido, comprometido; un pensamiento más fresco que filosofías asépticas exiliadas del mundo y de la realidad americana.
La filosofía de la liberación y sus ramificaciones.
Si bien la filosofía de la liberación en sus inicios fue una creación colectiva, no hay duda de que su principal exponente y desarrollador fue Enrique Dussel. Ni Mario Casalla, Carlos Cullen o Juan Carlos Scannone, por ejemplo, realizaron una obra de igual profundidad, extensión o reconocimiento. Con todo, fue de estos intelectuales donde surgió la idea de tomarse en serio la filosofía latinoamericana, la cual era descrita en los años sesenta como una novela plagiada de Europa o una mala copia, tal como pensaba el peruano Augusto Salazar Bondy.
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En esos años, Dussel partió de la idea de dominación latinoamericana y se propuso, junto con otros, crear una filosofía de la liberación. Sus herramientas teóricas fueron en sus inicios la filosofía de Heidegger y Lévinas. Como él mismo decía, empezó hablando la lengua del padre (no podía ser de otra manera), pero luego fue creando su propio pensamiento, sus propias categorías. Así, conceptos como el de totalidad, mundo y exterioridad aparecieron en el horizonte, pero resituados en una reflexión desde América Latina. La totalidad, el mundo que se expande y engulle a la periferia, el mundo que excluye al Otro, era Europa. El centro apareció como el ser, y la periferia como el no-ser. En el no-ser estaban situadas América Latina, África, Asia. Eran la exterioridad. Hay que decir que América Latina, como lo otro, como la exterioridad, no es un afuera absoluto desligado del centro. No. La periferia está justamente atravesada por relaciones de poder geohistóricas que son las responsables de la dependencia y la dominación. Él la denominaba una “trascendentalidad interior a la totalidad” en su libro pionero Filosofía de la liberación de 1977, pues no hay un Otro absoluto. Hoy ese centro es Europa y Estados Unidos, y la periferia es el Sur global sometido, pobre, pero también ese oriente arrasado por la guerra.
En la “exterioridad”, en América Latina, estaba el pobre, la víctima del sistema. Aquí Dussel partía de una idea de la teología de la liberación, pero que él desarrolló filosóficamente: la existencia del pobre patentiza, de suyo, la injusticia y la falta de bondad del orden vigente. Es la existencia de víctimas la que permite juzgar al Estado, a la totalidad. Por eso la liberación consiste justamente en partir del Otro, de la negatividad del sistema totalizador. El Otro que se revela interpela la injusticia de lo dado y los desajustes del mundo hegemónico. La praxis de liberación viene desde los condenados de la tierra, desde los vencidos, desde las víctimas de la historia sacrificial, hoy también desde los “superfluos” (Hannah Arendt), excluidos, que habitan en el mismo centro y sus urbes: “son las víctimas, cuando irrumpen en la historia, las que crean algo nuevo”. Son ellas y su articulación política las que se enfrentan al sistema vigente e injusto, un sistema que no cede fácilmente, que ilegaliza al Otro, y que busca perpetuarse, mantenerse con sus privilegios: “eternizar el presente, con el terror al futuro, es el pathos de todo grupo dominador”. El que ama el presente, lo dado, y no se percata de sus injusticias, es porque se beneficia de ese orden específico. Es un ser cómodo que mira de reojo la desgracia del prójimo, que es sordo a sus quejidos, a su sufrimiento.
En estricto sentido, por eso Dussel partía de una ética como filosofía primera, pues la solidaridad, el respeto, la conmiseración, la ayuda al Otro, su reconocimiento, es una actitud ética. Después continúo construyendo una filosofía, una política y una estética de la liberación. Por ello, la fenomenología de los años setenta es complementada por sus estudios sobre Marx de los años ochenta y con el diálogo con la obra de Apel, pero también con Habermas. De ahí que la política de la liberación de Dussel, formada por unos principios normativos, unas instituciones y la acción estratégica, al igual que la economía, recoge esas influencias. Por ejemplo, tanto la política como la economía están atravesadas por tres principios básicos: el material, el de legitimidad formal y el de factibilidad. El principio material es el contenido, la vida misma y su producción, reproducción y desarrollo cualitativo. La economía y la política están subordinadas a la cualificación de la vida. Esta es la herencia de Marx. El principio formal de legitimidad es la herencia de la acción comunicativa (Apel, Habermas), pues es claro que todas las decisiones deben ser consensuadas por la comunidad política, de ello depende la legitimidad del orden nuevo y sus instituciones; y el principio de factibilidad alude a las cosas empíricamente posibles de realizar, pues un político, por ejemplo, no puede prometer cosas descabelladas imposibles de materializar fácticamente.
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Esta filosofía le apuesta a un Estado virtual, reducido, con gran participación popular y que articula la democracia representativa con la participativa, tal como sostiene en el tercer volumen de su Política de la liberación: “El fortalecimiento de un nuevo Estado democrático al servicio del pueblo, de las mayorías, como valla protectora contra el Imperio militarista de turno y como gestor de la vida de los ciudadanos legítimamente y con eficacia instrumental, requiere instituciones que deben crearse y gestionarse desde el horizonte de una participación siempre mayor de la comunidad política, el pueblo, con una representación cada vez más responsable y transparente, subjetivando las obligaciones de los ciudadanos y organizando y simplificando (electrónicamente) todas las tareas del Estado. Es ‘como si’ el Estado fuera objetivamente desapareciendo, haciéndose más liviano, más transparente, más público, y subjetivamente desde una cultura ciudadana donde lo común sea considerado como lo propio -en cuanto a la responsabilidad mutua de deberes, de derechos y de acciones cotidianas”.
Por otro lado, en esta filosofía el líder tiene un gran papel como coadyuvante y complemento de las transformaciones y de la acción de los movimientos sociales, del pueblo, y debe tender a desaparecer una vez se logra el proyecto político. Esto explica el apoyo que dio el pensador argentino-mejicano a Hugo Chávez, Evo Morales y, en sus últimos años, a Andrés Manuel López Obrador. Con todo, para Dussel, había que evitar la fetichización del poder político, del líder mismo y de las instituciones; por eso, la suya es una filosofía de la vida donde la política está articulada a una ecológica, y al servicio de un mundo cualitativamente distinto y liberado donde las generaciones futuras puedan vivir y desarrollar su pluridimensionalidad humana.
La de Dussel fue una gran construcción de pensamiento, sistemático a lo Hegel, crítico del eurocentrismo y de los aportes nocivos de la modernidad, si bien su obra recoge el legado emancipatorio de la misma, legado necesario para construir un nuevo orden llamado transmodernidad donde coexisten las culturas en un orden intercultural. Su pensamiento central está desarrollado en los libros: Hipótesis para el estudio de Latinoamérica en la historia universal (1966), El humanismo semita (1969), El humanismo helénico (1975), Filosofía de la liberación (1977), 1492. El encubrimiento del otro. Hacia el origen del mito de la modernidad (1992), Ética de la liberación en la edad de la globalización y la exclusión (1998), 20 tesis de política (2006), 16 tesis de economía política (2014), 14 tesis de ética (2016), sus tres tomos de Política de la liberación, y sus cuatro libros sobre Marx.
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Su obra abarca más de 60 libros, cientos de artículos, algunos de ellos traducidos a varios idiomas. En vida recibió Siete Doctorados Honoris Causa, entre ellos, uno de la Universidad de Friburgo (Suiza), y otro de la Universidad de Buenos Aires. En el año 2019 fue nombrado miembro de la Academia Americana de Artes y Ciencias, a la cual, entre otros, perteneció Albert Einstein. Queda su obra como testimonio de honestidad intelectual, trabajo incansable y como faro para quienes persisten en la búsqueda de un mundo libre, emancipado y más justo. Dussel invitaba, a pesar de la barbarie, a no desfallecer. Por eso decía: “un revolucionario triste, es un triste revolucionario”. Sus ideas sirven para entender el mundo actual, la geopolítica, la pobreza del sur, la crisis civilizatoria, pero también para orientar la praxis social. Su legado debe ser justamente valorado, superando puntos comunes, e insostenibles, como el de su supuesto chovinismo y odio a todo lo moderno.
En un texto de homenaje a la emblemática figura de José Ortega y Gasset, a todo lo que había significado para la España de la primera mitad del siglo XX, la misma España sumida en la orfandad intelectual y herida de muerte por la dictadura, María Zambrano escribía sobre su antiguo maestro: “El pensamiento de un maestro, así sea de Filosofía, es un aspecto casi imposible de separar de su presencia viviente. Porque el maestro, antes que alguien que enseña algo, es un alguien ante el cual nos hemos sentido vivir en esa específica relación que proviene tan sólo del valor intelectual. La acción del maestro trasciende al pensamiento y lo envuelve; sus silencios valen a veces tanto como sus palabras y lo que insinúa puede ser más eficaz que lo que expone a las claras. Si hemos sido en verdad sus discípulos, quiere decir que ha logrado de nosotros algo al parecer contradictorio: que por habernos traído hacia él hayamos llegado a ser nosotros mismos”.
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Estas palabras resuenan afectivamente hoy porque eso fue lo que significó Enrique Dussel para muchos latinoamericanos de la segunda mitad del siglo XX, pero también para lo que va del siglo XXI. Fue un maestro que inspiró a muchos y que, sin duda, despertó la vocación filosófica en más de uno. Los inspiró con su generosidad intelectual, con su imparable capacidad de estudio, de trabajo, de escritura; con su pasión pedagógica, con el ánimo que irradiaba en las múltiples conferencias que dio a lo largo y ancho de América Latina y del mundo, un ánimo, una sabiduría y una erudición que hacía olvidar su elevado (pero fundamentado) ego. Transmitía pasión por la filosofía, deseos de pensar el mundo para ubicarnos mejor dentro de él, pero, muy especialmente, de la necesidad de pensar situadamente desde América Latina en diálogo con lo más granado del pensamiento americano, europeo, africano y asiático, para así superar las marras de la colonización, la subalternidad intelectual, la dependencia cultural y económica, el complejo de hijo de puta. Él mismo era prueba viviente de que se podía pensar y hablar desde América Latina.
Esto es algo que todos estos días, quienes lo leyeron, lo escucharon, le han reconocido. Universidades, institutos, presidentes, intelectuales, jóvenes, asociaciones, lo han manifestado. Es curioso. Mucho de ese reconocimiento, le fue negado por los filósofos más tradicionales. Esos filósofos de facultad que practican una filosofía profesoral, y que Dussel llamaba sucursaleros o filósofos coloniales. Esos que practican el vampirismo y la regurgitación de autores clásicos, pero que no llegan a situarse en el mundo, ni a producir una idea genuina sobre él; esos mismos que son repetidores o exégetas de Aristóteles, Kant, Hegel, Heidegger.
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Y es que en el ámbito de las escuelas de filosofía Dussel no fue bien valorado. Pero ese reconocimiento que le negaron unos, se lo otorgaron otros en muchas partes del mundo. Basta recordar aquí esta anécdota que cuenta Néstor Kohan: “En aquella ocasión, al académico Karl Otto-Apel -el maestro de Habermas- lo fueron a escuchar los principales profesores y profesoras de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Pero para sorpresa de todo el público, Apel abrió su intervención diciendo: “Vengo a discutir con Enrique Dussel, quien me obligó a leer 200 libros de economía marxista. Probablemente el intelectual alemán haya exagerado. Quizás fueron 20 [veinte] los libros que Apel leyó sobre esta problemática…El clan filosófico local, de lo más tradicional y conservador de la UBA, no entendía nada. Las miradas iban del asombro a la perplejidad”.
No está demás decir que en Colombia tampoco gozó de mucha simpatía. Rafael Gutiérrez Girardot, poseedor de una venenosa y hasta divertida pluma, lo llegó a llamar “pretencioso y cantinflesco teofilósofo”. Solo filósofos como Guillermo Hoyos, Santiago Castro-Gómez, Leonardo Tovar, para mencionar algunos, se lo tomaron en serio. También para cierta juventud militante, y el círculo de latinoamericanistas, su pensamiento era algo vivo, sentido, comprometido; un pensamiento más fresco que filosofías asépticas exiliadas del mundo y de la realidad americana.
La filosofía de la liberación y sus ramificaciones.
Si bien la filosofía de la liberación en sus inicios fue una creación colectiva, no hay duda de que su principal exponente y desarrollador fue Enrique Dussel. Ni Mario Casalla, Carlos Cullen o Juan Carlos Scannone, por ejemplo, realizaron una obra de igual profundidad, extensión o reconocimiento. Con todo, fue de estos intelectuales donde surgió la idea de tomarse en serio la filosofía latinoamericana, la cual era descrita en los años sesenta como una novela plagiada de Europa o una mala copia, tal como pensaba el peruano Augusto Salazar Bondy.
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En esos años, Dussel partió de la idea de dominación latinoamericana y se propuso, junto con otros, crear una filosofía de la liberación. Sus herramientas teóricas fueron en sus inicios la filosofía de Heidegger y Lévinas. Como él mismo decía, empezó hablando la lengua del padre (no podía ser de otra manera), pero luego fue creando su propio pensamiento, sus propias categorías. Así, conceptos como el de totalidad, mundo y exterioridad aparecieron en el horizonte, pero resituados en una reflexión desde América Latina. La totalidad, el mundo que se expande y engulle a la periferia, el mundo que excluye al Otro, era Europa. El centro apareció como el ser, y la periferia como el no-ser. En el no-ser estaban situadas América Latina, África, Asia. Eran la exterioridad. Hay que decir que América Latina, como lo otro, como la exterioridad, no es un afuera absoluto desligado del centro. No. La periferia está justamente atravesada por relaciones de poder geohistóricas que son las responsables de la dependencia y la dominación. Él la denominaba una “trascendentalidad interior a la totalidad” en su libro pionero Filosofía de la liberación de 1977, pues no hay un Otro absoluto. Hoy ese centro es Europa y Estados Unidos, y la periferia es el Sur global sometido, pobre, pero también ese oriente arrasado por la guerra.
En la “exterioridad”, en América Latina, estaba el pobre, la víctima del sistema. Aquí Dussel partía de una idea de la teología de la liberación, pero que él desarrolló filosóficamente: la existencia del pobre patentiza, de suyo, la injusticia y la falta de bondad del orden vigente. Es la existencia de víctimas la que permite juzgar al Estado, a la totalidad. Por eso la liberación consiste justamente en partir del Otro, de la negatividad del sistema totalizador. El Otro que se revela interpela la injusticia de lo dado y los desajustes del mundo hegemónico. La praxis de liberación viene desde los condenados de la tierra, desde los vencidos, desde las víctimas de la historia sacrificial, hoy también desde los “superfluos” (Hannah Arendt), excluidos, que habitan en el mismo centro y sus urbes: “son las víctimas, cuando irrumpen en la historia, las que crean algo nuevo”. Son ellas y su articulación política las que se enfrentan al sistema vigente e injusto, un sistema que no cede fácilmente, que ilegaliza al Otro, y que busca perpetuarse, mantenerse con sus privilegios: “eternizar el presente, con el terror al futuro, es el pathos de todo grupo dominador”. El que ama el presente, lo dado, y no se percata de sus injusticias, es porque se beneficia de ese orden específico. Es un ser cómodo que mira de reojo la desgracia del prójimo, que es sordo a sus quejidos, a su sufrimiento.
En estricto sentido, por eso Dussel partía de una ética como filosofía primera, pues la solidaridad, el respeto, la conmiseración, la ayuda al Otro, su reconocimiento, es una actitud ética. Después continúo construyendo una filosofía, una política y una estética de la liberación. Por ello, la fenomenología de los años setenta es complementada por sus estudios sobre Marx de los años ochenta y con el diálogo con la obra de Apel, pero también con Habermas. De ahí que la política de la liberación de Dussel, formada por unos principios normativos, unas instituciones y la acción estratégica, al igual que la economía, recoge esas influencias. Por ejemplo, tanto la política como la economía están atravesadas por tres principios básicos: el material, el de legitimidad formal y el de factibilidad. El principio material es el contenido, la vida misma y su producción, reproducción y desarrollo cualitativo. La economía y la política están subordinadas a la cualificación de la vida. Esta es la herencia de Marx. El principio formal de legitimidad es la herencia de la acción comunicativa (Apel, Habermas), pues es claro que todas las decisiones deben ser consensuadas por la comunidad política, de ello depende la legitimidad del orden nuevo y sus instituciones; y el principio de factibilidad alude a las cosas empíricamente posibles de realizar, pues un político, por ejemplo, no puede prometer cosas descabelladas imposibles de materializar fácticamente.
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Esta filosofía le apuesta a un Estado virtual, reducido, con gran participación popular y que articula la democracia representativa con la participativa, tal como sostiene en el tercer volumen de su Política de la liberación: “El fortalecimiento de un nuevo Estado democrático al servicio del pueblo, de las mayorías, como valla protectora contra el Imperio militarista de turno y como gestor de la vida de los ciudadanos legítimamente y con eficacia instrumental, requiere instituciones que deben crearse y gestionarse desde el horizonte de una participación siempre mayor de la comunidad política, el pueblo, con una representación cada vez más responsable y transparente, subjetivando las obligaciones de los ciudadanos y organizando y simplificando (electrónicamente) todas las tareas del Estado. Es ‘como si’ el Estado fuera objetivamente desapareciendo, haciéndose más liviano, más transparente, más público, y subjetivamente desde una cultura ciudadana donde lo común sea considerado como lo propio -en cuanto a la responsabilidad mutua de deberes, de derechos y de acciones cotidianas”.
Por otro lado, en esta filosofía el líder tiene un gran papel como coadyuvante y complemento de las transformaciones y de la acción de los movimientos sociales, del pueblo, y debe tender a desaparecer una vez se logra el proyecto político. Esto explica el apoyo que dio el pensador argentino-mejicano a Hugo Chávez, Evo Morales y, en sus últimos años, a Andrés Manuel López Obrador. Con todo, para Dussel, había que evitar la fetichización del poder político, del líder mismo y de las instituciones; por eso, la suya es una filosofía de la vida donde la política está articulada a una ecológica, y al servicio de un mundo cualitativamente distinto y liberado donde las generaciones futuras puedan vivir y desarrollar su pluridimensionalidad humana.
La de Dussel fue una gran construcción de pensamiento, sistemático a lo Hegel, crítico del eurocentrismo y de los aportes nocivos de la modernidad, si bien su obra recoge el legado emancipatorio de la misma, legado necesario para construir un nuevo orden llamado transmodernidad donde coexisten las culturas en un orden intercultural. Su pensamiento central está desarrollado en los libros: Hipótesis para el estudio de Latinoamérica en la historia universal (1966), El humanismo semita (1969), El humanismo helénico (1975), Filosofía de la liberación (1977), 1492. El encubrimiento del otro. Hacia el origen del mito de la modernidad (1992), Ética de la liberación en la edad de la globalización y la exclusión (1998), 20 tesis de política (2006), 16 tesis de economía política (2014), 14 tesis de ética (2016), sus tres tomos de Política de la liberación, y sus cuatro libros sobre Marx.
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