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Un conflicto civil es ante todo la confrontación de dos o más formas de narrar el mundo. En esas circunstancias, el establecimiento de una verdad en la que todos puedan reconocerse se convierte en un requisito indispensable de cualquier promesa de reconciliación, por imperfecta que sea. Aquí es donde cobran importancia las comisiones de investigación que, según Todorov, tienen el favor de las sociedades latinoamericanas; y aquí es donde vuelvo a mi pregunta inicial: en un momento como el que atravesamos, en el cual la sociedad entera está tratando de contar cosas importantes de diversas formas, ¿cuál es el lugar de la ficción? (Recomendamos una reciente video charla de Juan Gabriel Vásquez con los suscriptores de El Espectador).
En 2005, Nadine Gordimer dio una conferencia sobre, entre otras cosas, la posible tarea del novelista en tiempos de conflicto. Hablaba del mundo que nos dejaron los atentados de 2001 contra las Torres Gemelas y los atentados de Atocha en Madrid; se preguntaba cómo debemos entender el papel de los escritores como testigos cuando la imagen —las cámaras de televisión, por ejemplo, o el reportaje fotográfico— domina nuestra percepción de la catástrofe, haciendo a menudo superfluas o impotentes las palabras. ¿Qué significa que un escritor pueda ser testigo?
Gordimer encuentra una frase en el Oxford English Dictionary. El estado de testigo, dice la entrada, se aplica al «testimonio interior». Esto, dice Gordimer, es lo que hacen la poesía y la ficción. Habla de los «hombres, mujeres y niños que tienen que reconciliar en su interior las certezas destrozadas que son víctimas tanto como lo son los cuerpos que yacen bajo los escombros en Nueva York o Madrid, y los muertos en Afganistán». Esta sería la responsabilidad del escritor, sugiere: preservar y explorar e iluminar la dualidad de la interioridad y el mundo exterior.
¿Qué quiere decir Gordimer? Tengo una teoría. Después de cualquier conflicto largo y sangriento, las comisiones de investigación y los tribunales de justicia transicional aparecen como lugares donde se produce un cierto tipo de narrativa, que conduce a un cierto tipo de verdad. Pero hay otro tipo de verdades, otro tipo de conocimientos, que sólo pueden alcanzarse a través del lenguaje de la ficción.
Los daños morales causados a los seres humanos por la violencia persistente (el sufrimiento y la degradación tanto del perpetrador como de la víctima), el trauma psicológico, las cicatrices ocultas que son el legado de una guerra como la que mi país está tratando de dejar atrás: son fenómenos muy reales que pueden moldear una vida para siempre, pero a menudo quedan fuera del alcance de las narraciones de hechos, incluso de las de las propias víctimas. Para reconocerlos, comprenderlos y darles el lugar que merecen, necesitamos un esfuerzo de imaginación.
La ficción, que siempre se empeña en dar forma y orden al caos de la experiencia humana, también saca a la luz áreas enteras de esa experiencia que de otro modo permanecerían invisibles. La ficción nos tutela o guía en la compleja interpretación de la vida de los demás, y también nos presta el lenguaje para interpretar la nuestra. Una de las primeras consecuencias de la violencia es que dejamos de imaginar a los demás. Creo que la literatura nos ofrece un lugar donde esa imaginación puede volver a producirse.
Quisiera ir más allá y decir que las divisiones que hoy nos asolan a los colombianos son el resultado, al menos en parte, de un fracaso de la imaginación. El profundo rechazo que tantos colombianos sienten hacia las negociaciones de paz y los acuerdos resultantes puede explicarse de muchas maneras, pero en última instancia proviene de una incapacidad de imaginar: imaginar las consecuencias de la violencia en la vida de los que no vemos, de los que son invisibles para nosotros; imaginar las consecuencias de la desaparición de la violencia, las transformaciones que brevemente se produjeron en esas vidas en los primeros días después del cese del fuego definitivo; imaginar, en fin, la frustración y la rabia, ahora que los fantasmas de la violencia vuelven a hacerse sentir.
A Chinua Achebe le encantaba la historia de la mujer aristócrata que, viajando en su carruaje una tarde de invierno, ve a un pobre niño tiritando al lado de la carretera. Le pide a su cochero que le recuerde, tan pronto como lleguen a casa, enviarle al niño algunas cosas calientes. Más tarde, mientras se acomoda frente al fuego, el cochero menciona al niño. «Oh», dice la señora. «Pero si aquí hace calor otra vez…».
El fracaso de la imaginación es también un fracaso del lenguaje. No estoy seguro de cuál de los dos asuntos sea la causa del otro: la falta de palabras con las cuales nombrar nuestra realidad conduce a la imposibilidad de imaginarla, por supuesto, pero también es cierto que una imaginación empobrecida conduce a la progresiva reducción o empobrecimiento de las herramientas verbales que usamos para explicarla. David Grossman, testigo y narrador de una guerra tan irresoluble como la nuestra, describió con precisión el fenómeno: Por experiencia puedo decir que el lenguaje utilizado por los ciudadanos de un conflicto para describir su situación se vuelve más y más plano a medida que el conflicto avanza, evolucionando gradualmente hacia una serie de clichés y eslóganes.
El asunto comienza con la jerga inventada por los sistemas que manejan directamente el conflicto: el ejército, la policía, la burocracia. La tendencia se extiende entonces a los medios de comunicación, que crean un lenguaje elaborado y astuto diseñado para contar a sus audiencias la historia más agradable (erigiendo así una barrera entre todo lo que hace el Estado en la zona de penumbra del conflicto y la forma en que sus ciudadanos deciden verse a sí mismos). El proceso acaba filtrándose en el lenguaje privado e íntimo de los ciudadanos (aunque lo nieguen con vehemencia). Los colombianos sabemos bien cómo funciona aquello.
A partir de cierto momento, ya no hubo secuestros, sino retenciones con fines económicos; no hubo asesinatos de civiles a manos del ejército, sino falsos positivos; no hubo extorsiones, sino impuestos revolucionarios; no hubo masacres, sino homicidios colectivos. El lenguaje de todo conflicto es eufemístico y edulcorante, y en últimas, mentiroso, y su intención es simplificar una realidad extraordinaria[1]mente compleja, hurtarnos los medios para pensar en los matices y confinarnos en una determinada habitación ideológica, no vaya a ser que nos pongamos en el intento de entender a nuestros contradictores. «Lo que queda son los clichés que usamos para describir al enemigo o a nosotros mismos», dice Grossman, «los prejuicios, ansiedades mitológicas y burdas generalizaciones con las cuales nos atrapamos a nosotros mismos e intentamos atraer a nuestros enemigos».
Una de las razones por las que leo novelas es para liberarme brevemente, gracias al lenguaje enriquecido y denso y ambiguo de la mejor ficción, de la trampa que trae consigo todos los días el lenguaje abaratado del conflicto tal y como lo cuentan sus partes interesadas. En otras palabras, para volver a respirar algo parecido al aire puro en el ambiente enrarecido de la jerga impuesta por unos y aceptada por otros, y para recordar que la mayor parte de nuestras vidas tiene lugar en las zonas de penumbra —no en aquellas donde todo es «diáfano» y «evidente»—, y que fingir certezas donde no las tenemos, en vez de abrazar las contradicciones de un conflicto como el nuestro, es una grave forma de autoengaño que acaba pasando factura. No estoy diciendo nada nuevo aquí.
La política, el primer narrador de una guerra, usará siempre una dicción y un léxico que simplifiquen y tranquilicen, aun cuando su propósito es excitar: «No se preocupen ustedes», nos dice la política, «que yo tengo las respuestas, yo salvaré la patria, yo identificaré y derrotaré al enemigo que nos atemoriza, y todos ustedes volverán a dormir tranquilos». La ficción que me interesa, en cambio, no quiere sosegar, sino inquietar o sacudir; no quiere simplificar, sino demostrarnos que todo es siempre más complejo de lo que creeríamos.
Esto tiene un corolario que parece una paradoja, pero no lo es: en lugares de conflicto, y más si el conflicto ha durado décadas, un nuevo lenguaje tiende a crearse y a asentarse lentamente en nuestra confusa realidad, no explicándola, sino oscureciéndola, no revelándola, sino haciendo lo posible por ocultarla, y los ciudadanos —usted y yo y todos— nos vemos obligados a buscar en otras partes las palabras que nos permitan nombrar lo que vemos o sentimos con clarividencia y precisión.
El mejor periodismo y la mejor historiografía son, por supuesto, algunos de esos lugares. Y luego está la ficción, que habla de nuestra vida pública con un lenguaje que es intensamente privado, y al hacerlo, ilumina para nosotros realidades a las cuales no tendríamos acceso de otra forma. Nos permite, para decirlo con mejores palabras, prestar testimonio interior.
Quisiera terminar reconociendo las limitaciones de mi oficio. Los novelistas podemos volvernos solemnes o grandilocuentes cuando discutimos el impacto de lo que hacemos, y sin duda yo he cometido esos pecados varias veces en estas páginas; y es fácil olvidar que la lectura de novelas sigue siendo una actividad minoritaria, y es fácil olvidar también lo extraño que es el pacto por el cual nuestras vidas humanas proporcionan a la literatura su material y sólo piden, a cambio, que la literatura nos ayude a darles sentido.
Dicho esto, creo que un conflicto cruel como la guerra colombiana presenta grandes retos a las novelas que estén dispuestas a aceptarlos. Uno de esos retos es crear un espacio en el que la gente común pueda recibir, de una sociedad distraída, una especie de atención prolongada; un espacio en el que las cosas que tantos pretendían no ver puedan ser vistas para siempre, sucediendo una y otra vez en las palabras.
Una novela puede ser, en este sentido, un lugar de resistencia, no sólo contra el olvido, sino contra la negación: un lugar obstinado en el que los ojos de una sociedad están siempre abiertos, siendo testigos de lo que a menudo preferimos no ver: lo feo, lo doloroso, lo aterrador. La literatura nos ofrece un lugar en el que estas historias pueden ser vistas e interrogadas; pero también un lugar en el que estas historias pueden vernos e interrogarnos a nosotros, los ciudadanos lectores, de maneras que no siempre son cómodas. El pasado, por supuesto, no es un lugar cómodo, sobre todo después de una larga confrontación que ha dejado heridas duraderas y una intensa sensación de desorden.
Las novelas pueden ser memoriales donde rendimos homenaje a nuestros muertos, y mausoleos donde nuestros muertos pueden vivir a través de sus historias; pero también pueden dar forma y sentido al pasado, y permitirnos descubrir o inventar las verdades que necesitamos para avanzar hacia el incierto futuro.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Alfaguara. El libro se presentará este martes 29 de marzo a las 7 de la noche en la Biblioteca del Gimnasio Moderno, carrera 9 #74-99, Bogotá, con charla de Juan Gabriel Vásquez con Vanessa De La Torre y Ricardo Silva Romero.