El libre albedrío, la condición humana y el diablo
Sobre Al Pacino y el papel que interpretó en 1997: John Milton (Satanás) en “El abogado del diablo”. Sus líneas y monólogos lo convirtieron en uno de los actores más reconocidos de Hollywood. Esta película es un ejemplo: actuaciones cargadas de frases sobre el mal, la condición humana y el libre albedrío.
Laura Camila Arévalo Domínguez
“Elegí el derecho penal porque es el más humano de los derechos. Es el que a uno le permite entender al ser humano. No hay nada tan profundo en el derecho que identifique al ser humano en sus miserias y grandezas como el derecho penal”, le dijo a este periódico Jaime Granados, el abogado de figuras como Álvaro Uribe Vélez y Alfonso Plazas Vega. Y Kevin Lomax, un abogado que ronda los 30 años, coincide con esta percepción cuando comienza a tomar decisiones con respecto al destino de los demás.
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“Elegí el derecho penal porque es el más humano de los derechos. Es el que a uno le permite entender al ser humano. No hay nada tan profundo en el derecho que identifique al ser humano en sus miserias y grandezas como el derecho penal”, le dijo a este periódico Jaime Granados, el abogado de figuras como Álvaro Uribe Vélez y Alfonso Plazas Vega. Y Kevin Lomax, un abogado que ronda los 30 años, coincide con esta percepción cuando comienza a tomar decisiones con respecto al destino de los demás.
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Escogiendo jurados para su próximo caso, descarta a la mujer católica, maestra de escuela que, en teoría, “cree en la fragilidad humana”. Se ve justa, compasiva y, sobre todo, ideal para impartir justicia, pero él notó algo que los demás no: “Está dañada. Le falta algo, está mal. Quiere ser jurado. Alguien la hirió y quiere vengarse”. Como Granados, Lomax sabe que su profesión le ayuda a entender a los demás, a leer sus fortalezas, pero, sobre todo, sus flaquezas, que son las que terminan convirtiéndolo en un abogado exitoso: “Yo gano. Soy abogado, así que nunca pierdo. Es a lo que me dedico”.
Al Pacino interpreta a John Milton, el gran jefe de una compañía. Al principio, solo es alguien al que le llegaron noticias del éxito de Lomax en un pueblo de la Florida, y lo contrata. Necesita un departamento criminal para sus clientes, que “quebrantan la ley como todos los demás”. Cuando conoce a Lomax, lo analiza: le pregunta por sus padres, por su percepción de la iglesia y por sus secretos para ganar los casos. Parece estar interesado en sus atajos.
“¿Estamos negociando?”, le pregunta Lomax a Milton cuando se conocen. “Siempre”, le responde él, que dice “matar con gentileza”. Está consciente del poder de los brillos, de los lujos. Todas las preguntas de este personaje son una prueba. Usa el metro, dice que aprender sus rutas es importante, así que no usa carro ni chofer, a pesar de sus millones. De vez en cuando, suelta carcajadas. Son ruidosas. Asustan, pero contagian, como si fuese imposible no acompañarlo a fingir. Parece sensato, tranquilo. Toma decisiones en pro del bienestar de los demás (o eso aparenta), a pesar de que siempre deja la puerta abierta para las vías peligrosas. Con la excusa de la comprensión, usa la tentación para quebrar a quien tenga en frente, y entonces jamás se responsabiliza: nunca es su decisión, sino la de ellos, la de los demás, la de Lomax.
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Durante la película, hay conversaciones entre estos dos hombres. Parecen pequeñas píldoras que salen de un gran sabio hacia su aprendiz. Pero los momentos en los que nadie contesta, los que Milton (Al Pacino) se toma para hablar de lo que ha aprendido, de su experiencia con la vida, resultan ser monólogos a los que hay que escuchar sin interrupciones, como el momento en el que cuenta la historia de Eddie Barzoon, la criatura especial de Dios (el ejemplo de todos aquellos que ansían el éxito y corren hacia él). Durante una crisis de Barzoon, le cuenta a Lomax que ese hombre merece su suerte, que su ritmo acelerado para vivir y conseguir lo que sueña se desbordó. Que su velocidad se salió de control y terminó estrellándose con la realidad: nunca fue especial ni capaz. “Se lo advertí. Son 115 kilos de avaricia sobre ruedas. Es la viva imagen del próximo milenio: apetito insaciable. Egos del tamaño de catedrales que se conectaron por fibra óptica con cada impulso del alma. Pules hasta los sueños más tontos con color verde dólar hasta que cada uno sea aspirante a emperador, hasta que cada uno se convierte en su propio dios. No hay oportunidad de pensar ni de prepararse. Se compran y se venden futuros, cuando no hay futuro. Un millón como Eddie Barzoon tratando de comerse como locos el ex planeta de dios, para después limpiarse las manos mientras tocan sus teclados cibernéticos. Todo para sumar sus horas cobrables y acertar en el blanco. Tienen que pagar su parte”.
Y así va despejando las dudas este presidente, este experto en la condición humana, que le hizo una oferta a Lomax que no pudo rechazar. Casi como si su personaje estuviese relacionado con el pasado de su intérprete, como Michel Corleone, en “El Padrino”; o con el coronel Frank Slade, en “Perfume de mujer”, otro sabio un poco más amargado que parecía conocer los sótanos más oscuros a los que podría llegar la condición humana. “Todo esto es resumido en el ya famoso monólogo climático del personaje de Al Pacino, quien a pesar de repetir básicamente la misma actuación que hace siempre, tiene las mejores líneas de diálogo de toda la película”, dice en una reseña del blog “Horas de curiosidad” sobre el actor, que en esta película, le da vida al que parece ser un manipulador muy hábil. A Satanás, que además da buenos consejos que sabe que nadie tomará.
“El abogado del diablo” narra la historia de dos incautos, pero hambrientos humanos que caen en la trampa del dinero rápido, el éxito instantáneo. Son abogados, pero no están comprometidos con la justicia, sino con su ascenso, que para ellos es, realmente, lo único justo: “soy jodidamente bueno”, se repite Lomax. Una frase que también escucha de su esposa, quien fue cómplice de cada uno de los crímenes que ayudaron a esconder.
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Una y otra vez, el diablo abrió la baraja de opciones. Se mostró comprensivo, abierto a la posibilidad de derrota de quien sabía que no la podría manejar. Sugirió detenerse, renunciar, aceptar la frustración. Este escudo, que usó cuando todo se derrumbó, le sirvió para librarse de toda responsabilidad, para demostrar que la condición humana es capaz de toda la maldad que ni el mismo podría ejercer. Lo dejó claro con otro de los monólogos con los que Al Pacino se ha destacado como actor. La escena final sobre el libre albedrío:
“Yo no hago que pasen las cosas. Libre albedrío. Es como las alas de las mariposas, si las tocas, no pueden despegar. Yo solo preparo el escenario, cada uno tira sus propias cuerdas. La vanidad es, definitivamente, mi pecado favorito. Es tan básico: el amor a ti mismo. Una droga completamente natural. No te juzgues con demasiada severidad. Tú querías algo mejor, créeme. La culpabilidad es como un saco de ladrillos, lo único que tienes que hacer es dejarla en el piso. ¿Por quién estás cargando tanto ladrillo? ¿Dios? Te voy a dar un poco de información sobre Dios: le gusta mirar. Es un travieso: le da al hombre instintos. Te da un don extraordinario y luego, ¿qué hace? Te juro, por diversión propia, por diversión para su propio rollo cósmico privado de chistes, pone las reglas en oposición. Es la gran broma: mira, pero no toques. Toca, pero no pruebes. Prueba, pero no tragues. Y mientras estamos saltando de un pie al otro, ¿qué hace él? Está riéndose a carcajadas el muy enfermo. Es un mojigato, un sádico. Un casero ausente. ¿Venerar eso? Nunca. Mejor reinar en el infierno que servir en el cielo. He estado aquí, abajo, con la nariz en el suelo, desde el principio. He proporcionado todas las sensaciones que el hombre ha buscado. Le he suministrado lo que ha querido y nunca lo he juzgado. ¿Por qué? Porque nunca lo rechacé, a pesar de sus imperfecciones. Soy un admirador del hombre. Soy un humanista. Quizá el último humanista. ¿Quién en sus cabales podría negar que el Siglo XX ha sido completamente mío? Todo él. Estoy llegando a mi tope. Este es mi momento, nuestro momento”.
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