El libro que hacía falta
“Pondré mi oído en la piedra hasta que hable”, el más reciente libro de William Ospina, nos da cuenta de que este autor es un apasionado de la historia. De que es un gran poeta, no queda duda.
Enrique Uribe Botero
Para quienes han estado interesados en la naturaleza, es una delicia conocer la historia contada, leer en el estilo de aventura un viaje por nuestro continente nos acerca a quién, junto con el italiano Américo Vespucio, llamaría los descubridores de América. Este último, por haber sacado del error a Cristóbal Colón cuando afirmó que había llegado a la India y, en carta fechada en 1507, precisó que esta era una “Terra nova”. Y a Alexander Von Humboldt por haber definido las coordenadas y la descripción geográfica de la parte meridional de este continente. Así lo expresó el botánico: Determiné la longitud y latitud de más de 500 localidades, hice muchas observaciones sobre la entrada y salida de los planetas, y publicaré un mapa exacto de este inmenso país, habitado por más de 200 tribus indígenas...
Ospina nos presenta a Humboldt como un gran observador. Para él, la naturaleza era un todo interconectado. Desde su más temprana juventud atrajo y supo rodearse de los grandes nombres de la historia de su momento. Personas como el poeta F. Schiller, el escritor J.W. von Goethe, el naturalista G.A. Forster y Simón Bolívar, fueron algunos de ellos, sin ignorar a las gentes sencillas que lo rodearon. Para él “era tan importante hablar con el director del Jardín de Plantas de París como hablar con un pescador del Orinoco o un Boga del Magdalena”. Muestras de su carácter las hay muchas a lo largo del libro. Por ejemplo, cuando en una de esas escaladas en la cordillera Central, camino a Tochecito, “Humboldt se negó a ser llevado a espaldas por los cargadores, indios recios y poderosos que, soportando el peso de los viajeros, mantienen el equilibrio a orillas del abismo… No solo se negó obstinadamente a ser llevado, sino que hizo el experimento de ajustarse a la cintura, los hombros y la espalda, la silla, y llevar él por un tramo a uno de los cargadores.”
Con el prestigio que tenía, logró que la corona española le expidiera un pasaporte que le permitiera explorar el territorio del que se contaban historias de peñascos, ríos tormentosos, tempestades y relatos mitológicos. Lleno, pues, de entusiasmo y un gran optimismo, se equipó de toda clase de aparatos que le permitieran medir “la intensidad de los colores, la limpieza del cielo, la velocidad de los vientos, la declinación de las estrellas, la temperatura de las aguas profundas, el magnetismo y la humedad”; a la vez que repetía: Coleccionaré plantas y animales, estudiaré la temperatura, la elasticidad, la composición magnética y eléctrica de la atmósfera, la descompondré, determinaré las longitudes y los paralelos geográficos, mediré montañas; pero en realidad ese no es mi objetivo final. Mi verdadera y única finalidad será la de investigar cómo se entretejen todas las fuerzas naturales…
Es maravilloso como William Ospina, entre relatos y transcripciones de los Viajes a las Regiones Equinocciales del Nuevo Continente y buscando la mejor manera de enseñarnos la metodología de Humboldt y Bonpland para explicar la razón de ser de las corrientes marinas, nos cuenta de un barco que se soltó de puerto en Tenerife y fue encontrado en las costas venezolanas, o cómo un tronco de Cedrela odorata fue a parar a las islas Canarias procedente de América del sur. La curiosidad, “vivacidad y asombro con que Humboldt miraba el mundo” era inagotable. Medía varias veces al día la temperatura de la superficie del agua y el aire. Estaba pendiente de los cielos. Iba y venía confirmando los puntos claves de la navegación y comprobando que los mapas estaban llenos de errores. Con datos tan erráticos es casi un milagro que los barcos lleguen a su destino, decía.
Así, su primer contacto con América lo tuvo en Cumaná (Venezuela) en julio de 1799. De ahí partió para Cuba, isla que lo cautivó y de la que precisó su mapa con el mayor interés y detalle. “De pocos sitios escribió con más amor este hombre misteriosamente enamorado de todo”. De la Habana pasó a Cartagena, viaje que Ospina resume con maestría cuando nos dice: “Caminar por la Habana, el corazón de la nueva civilización comercial, era algo muy distinto de navegar por el Orinoco… Pero llegar a Cartagena era participar de ambos mundos.”
En el libro también hay varias páginas sobre los encuentros entre José Celestino Mutis y Humboldt. Con orgullo, Mutis le habla sobre su trabajo dirigiendo a 32 pintores en el dibujo de cerca de 2000 especies botánicas; trabajo que a mi modo de ver es el más relevante producto científico y artístico que en esta tierra se ha dado desde la llegada de los españoles. Así se lo contó Humboldt a Bondpland: Bien puedes ver que para muchos fines el arte es más real que la realidad, pues resiste más al desgaste del tiempo… Las hojas pierden su lozanía, su flexibilidad y su brillo; las flores pierden su color, su delicadeza, su gracia. Los estambres se secan, pistilos se doblan, los pétalos se arrugan y se consumen con los años.
Viendo llegar la victoria del ejército realista, el “pacificador” Pablo Morillo, en 1816, acopió y envío estas láminas a España sin obedecer la voluntad de Mutis, quien había muerto “pidiendo que su trabajo fuera conservado en el país al que le dedicó la vida.”
De alguna manera, a su llegada al Ecuador, el libro cambia de tono y nos cuenta, con gran sensibilidad y poesía, sobre encuentros y amores con personajes de gran valía, claves en el proceso independentista y científico. Pero también sobre reuniones con desconocidos como Carlos Montufar, quien años más tarde se convertiría en un militar de alto rango con enormes responsabilidades en el ejército patriota y quien, antes de terminar su vida fusilado, fuera la persona que presentó a Humboldt con Simón Bolívar en París. Esto, sin abandonar su admiración por el entorno, que para el caso fue el volcán del Chimborazo, las corrientes de Humboldt, el encuentro con F.J. de Caldas y la frustración de este por no haber sido invitado al periplo por el Pacífico. De ahí pasó al Perú para luego llegar a México. La cultura fue lo que lo sorprendió de estos dos países. Sus organizaciones políticas y formas de vida. Una complicada y depurada gastronomía, que es la expresión vigorosa de una gran cultura, dijo. Terminó su viaje en Filadelfia, en donde departió con uno de los miembros del trío fundador de esa gran nación, Thomas Jefferson, responsable, entre otras cosas, de haber duplicado el área del territorio de los Estados Unidos de América, como contó William Ospina.
Casi que a manera de conclusión, Ospina nos da prueba de una verdad de a puño: Humboldt “no calculó el rastro de poderosas consecuencias que iba dejando a su paso. Sin duda se extrañaría de advertir que su trayecto pareció bosquejar en la América equinoccial el mapa de la Independencia… gracias a él ysus relatos, las regiones secretas de América empezaron a existir de otra manera para Europa”.
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Para quienes han estado interesados en la naturaleza, es una delicia conocer la historia contada, leer en el estilo de aventura un viaje por nuestro continente nos acerca a quién, junto con el italiano Américo Vespucio, llamaría los descubridores de América. Este último, por haber sacado del error a Cristóbal Colón cuando afirmó que había llegado a la India y, en carta fechada en 1507, precisó que esta era una “Terra nova”. Y a Alexander Von Humboldt por haber definido las coordenadas y la descripción geográfica de la parte meridional de este continente. Así lo expresó el botánico: Determiné la longitud y latitud de más de 500 localidades, hice muchas observaciones sobre la entrada y salida de los planetas, y publicaré un mapa exacto de este inmenso país, habitado por más de 200 tribus indígenas...
Ospina nos presenta a Humboldt como un gran observador. Para él, la naturaleza era un todo interconectado. Desde su más temprana juventud atrajo y supo rodearse de los grandes nombres de la historia de su momento. Personas como el poeta F. Schiller, el escritor J.W. von Goethe, el naturalista G.A. Forster y Simón Bolívar, fueron algunos de ellos, sin ignorar a las gentes sencillas que lo rodearon. Para él “era tan importante hablar con el director del Jardín de Plantas de París como hablar con un pescador del Orinoco o un Boga del Magdalena”. Muestras de su carácter las hay muchas a lo largo del libro. Por ejemplo, cuando en una de esas escaladas en la cordillera Central, camino a Tochecito, “Humboldt se negó a ser llevado a espaldas por los cargadores, indios recios y poderosos que, soportando el peso de los viajeros, mantienen el equilibrio a orillas del abismo… No solo se negó obstinadamente a ser llevado, sino que hizo el experimento de ajustarse a la cintura, los hombros y la espalda, la silla, y llevar él por un tramo a uno de los cargadores.”
Con el prestigio que tenía, logró que la corona española le expidiera un pasaporte que le permitiera explorar el territorio del que se contaban historias de peñascos, ríos tormentosos, tempestades y relatos mitológicos. Lleno, pues, de entusiasmo y un gran optimismo, se equipó de toda clase de aparatos que le permitieran medir “la intensidad de los colores, la limpieza del cielo, la velocidad de los vientos, la declinación de las estrellas, la temperatura de las aguas profundas, el magnetismo y la humedad”; a la vez que repetía: Coleccionaré plantas y animales, estudiaré la temperatura, la elasticidad, la composición magnética y eléctrica de la atmósfera, la descompondré, determinaré las longitudes y los paralelos geográficos, mediré montañas; pero en realidad ese no es mi objetivo final. Mi verdadera y única finalidad será la de investigar cómo se entretejen todas las fuerzas naturales…
Es maravilloso como William Ospina, entre relatos y transcripciones de los Viajes a las Regiones Equinocciales del Nuevo Continente y buscando la mejor manera de enseñarnos la metodología de Humboldt y Bonpland para explicar la razón de ser de las corrientes marinas, nos cuenta de un barco que se soltó de puerto en Tenerife y fue encontrado en las costas venezolanas, o cómo un tronco de Cedrela odorata fue a parar a las islas Canarias procedente de América del sur. La curiosidad, “vivacidad y asombro con que Humboldt miraba el mundo” era inagotable. Medía varias veces al día la temperatura de la superficie del agua y el aire. Estaba pendiente de los cielos. Iba y venía confirmando los puntos claves de la navegación y comprobando que los mapas estaban llenos de errores. Con datos tan erráticos es casi un milagro que los barcos lleguen a su destino, decía.
Así, su primer contacto con América lo tuvo en Cumaná (Venezuela) en julio de 1799. De ahí partió para Cuba, isla que lo cautivó y de la que precisó su mapa con el mayor interés y detalle. “De pocos sitios escribió con más amor este hombre misteriosamente enamorado de todo”. De la Habana pasó a Cartagena, viaje que Ospina resume con maestría cuando nos dice: “Caminar por la Habana, el corazón de la nueva civilización comercial, era algo muy distinto de navegar por el Orinoco… Pero llegar a Cartagena era participar de ambos mundos.”
En el libro también hay varias páginas sobre los encuentros entre José Celestino Mutis y Humboldt. Con orgullo, Mutis le habla sobre su trabajo dirigiendo a 32 pintores en el dibujo de cerca de 2000 especies botánicas; trabajo que a mi modo de ver es el más relevante producto científico y artístico que en esta tierra se ha dado desde la llegada de los españoles. Así se lo contó Humboldt a Bondpland: Bien puedes ver que para muchos fines el arte es más real que la realidad, pues resiste más al desgaste del tiempo… Las hojas pierden su lozanía, su flexibilidad y su brillo; las flores pierden su color, su delicadeza, su gracia. Los estambres se secan, pistilos se doblan, los pétalos se arrugan y se consumen con los años.
Viendo llegar la victoria del ejército realista, el “pacificador” Pablo Morillo, en 1816, acopió y envío estas láminas a España sin obedecer la voluntad de Mutis, quien había muerto “pidiendo que su trabajo fuera conservado en el país al que le dedicó la vida.”
De alguna manera, a su llegada al Ecuador, el libro cambia de tono y nos cuenta, con gran sensibilidad y poesía, sobre encuentros y amores con personajes de gran valía, claves en el proceso independentista y científico. Pero también sobre reuniones con desconocidos como Carlos Montufar, quien años más tarde se convertiría en un militar de alto rango con enormes responsabilidades en el ejército patriota y quien, antes de terminar su vida fusilado, fuera la persona que presentó a Humboldt con Simón Bolívar en París. Esto, sin abandonar su admiración por el entorno, que para el caso fue el volcán del Chimborazo, las corrientes de Humboldt, el encuentro con F.J. de Caldas y la frustración de este por no haber sido invitado al periplo por el Pacífico. De ahí pasó al Perú para luego llegar a México. La cultura fue lo que lo sorprendió de estos dos países. Sus organizaciones políticas y formas de vida. Una complicada y depurada gastronomía, que es la expresión vigorosa de una gran cultura, dijo. Terminó su viaje en Filadelfia, en donde departió con uno de los miembros del trío fundador de esa gran nación, Thomas Jefferson, responsable, entre otras cosas, de haber duplicado el área del territorio de los Estados Unidos de América, como contó William Ospina.
Casi que a manera de conclusión, Ospina nos da prueba de una verdad de a puño: Humboldt “no calculó el rastro de poderosas consecuencias que iba dejando a su paso. Sin duda se extrañaría de advertir que su trayecto pareció bosquejar en la América equinoccial el mapa de la Independencia… gracias a él ysus relatos, las regiones secretas de América empezaron a existir de otra manera para Europa”.
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