El Macondo de Armenia
Desde hace veinte años, un ingeniero quindiano viaja por el mundo con la misión de apoderarse de cuanto libro u objeto cuente la historia de la familia Buendía en “Cien años de soledad”. Sigilosamente, con cada sellada de su pasaporte, ha ido trasladando a su propio Macondo de Armenia, 481 ejemplares exclusivos que clasifica con orden y disciplina y una serie de objetos que completan su museo.
Adriana Patricia Giraldo Duarte
Para adentrarse en la aventura de recuperar algunos pedazos de Macondo alrededor del mundo, traerlos a su natal Armenia y armar su propio universo en un estudio de 10 metros cuadrados junto a la sala de su casa, el ingeniero quindiano, Jorge Iván Salazar Palacio, se impuso desde hace veinte años la misión de apoderarse de cuanto libro u objeto contara la historia de la familia Buendía en “Cien años de soledad”.
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Para adentrarse en la aventura de recuperar algunos pedazos de Macondo alrededor del mundo, traerlos a su natal Armenia y armar su propio universo en un estudio de 10 metros cuadrados junto a la sala de su casa, el ingeniero quindiano, Jorge Iván Salazar Palacio, se impuso desde hace veinte años la misión de apoderarse de cuanto libro u objeto contara la historia de la familia Buendía en “Cien años de soledad”.
Quizá, porque a su lado se percibe algo de la mentalidad y naturaleza filosófica de este clan, o tal vez porque con esta bella manía de coleccionista, guarda para sí mismo un poco del Aureliano que pronosticaba acontecimientos, con esa extraña manera de ser solitario y de celebrar el alboroto de pitos y timbales con los que los gitanos daban a conocer los nuevos inventos que llegaban en marzo a Macondo.
Es evidente su gusto por la obra de Gabriel García Márquez. Los módulos de su selecta biblioteca acogen la magia de 421 ediciones de “Cien años de soledad”, escritas en 48 idiomas —desde el albanés, hasta el vietnamita— y de un anticuario con flautas, astrolabio, imanes, brújulas, máquinas de escribir, carros, trenes, fotogramas, telégrafo, gramófono de cilindro, cantimplora de madera, catalejo, proyector de cine, el hielo y cuanto elemento simula la vida de la época.
En su casa quinta, al norte de Armenia, guarda especial lugar el reloj de madera que resuena como si estuviera sincronizado con el tiempo de los árabes, quienes los cambiaban por guacamayas en el místico Macondo; la dentadura postiza o la simulación de los lentes del Coronel Buendía; y el acordeón de 1905 que adquirió con la hija del gran poeta Julio Flórez y que recibió envuelto en terciopelo, como un tesoro que honra a este grande de las letras, cuyo éxito literario también caló en el alma del pueblo y desbordó las fronteras.
Pero el foco de Jorge Iván está en los libros. Sigilosamente, con cada sellada de su pasaporte, ha ido trasladando a su propio Macondo de Armenia, ejemplares exclusivos que clasifica con orden y disciplina.
Una edición de la primera serie impresa por Sudamericana en 1967; la versión más pequeña del mundo; la más extensa, de Arabia; el adquirido en un club de lectura de la República de Armenia, al este de Turquía; la más minimalista, impresa en España; o la primera publicada en México, en mayo de 1967.
En las estanterías reposa también un libro con hilos de oro de 24 quilates; la versión editada por el régimen soviético, a la que le quitaron las escenas eróticas hasta dejarla en 339 páginas; la más costosa del mundo, subastada en Nueva York; un ejemplar de lujo impreso publicado por una multinacional de telecomunicaciones para sus clientes empresariales, con fotografías del pintor y escultor italiano Sandro Chía; o la que escribió a mano un huilense, y que envolvió con precisión en una cinta de 35 centímetros de diámetro mientras se postulaba para clasificar en los Guinness World Récords.
También, el libro autografiado por el autor en pleno boom del año de publicación de la obra, firmado delante de sus representantes en Pekín con la leyenda “Para el mejor pirata del mundo”, luego de que un lector le confesara al Nobel, entre pena y orgullo, que la tradujo y editó así, de manera clandestina, antes de que se aprobara la reproducción en este país, para que pudiera llegar pronto a manos de los lectores chinos.
En este Macondo, en el lugar privado de Jorge Iván Salazar, cobra vida la vejez del coronel Aureliano Buendía, quien perdió toda capacidad de emoción y de memoria, por lo que se dedicó a elaborar pescaditos de oro en su antiguo taller de platería.
Con esa paciencia de artesano, pero con la ambición de quien quiere llevar su joya al siguiente nivel, este admirador de “Cien años de soledad” trabaja a diario para que al menos en su memoria y en esa intención de tener un museo de Macondo en Armenia, se descifre el misterio que rondó la cabeza de García Márquez, desde el día en que, en un viaje con su abuelo, vio la palabra Macondo marcada en la puerta de una finca bananera.