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Hace unos cuantos años, cuando yo era todavía un chicuelo, una tía vieja, solterona y rezandera, solía llevarme en compañía a rezar todas las tardes, y a eso de las dos, los clásicos y tradicionales “oficios” que tenían lugar en la iglesia catedral de Leiva.
Era una ceremonia bastante larga, la recuerdo. Me aburría muchísimo porque era monótona, siempre igual y a lo mejor no la entendía. Además, mi tía, como ya dije atrás, era una dama muy devota, y una vez pasada la ceremonia acostumbraba ponerle de apéndice unas cuantas novenas a Nuestra Señora de Chiquinquirá, o San Antonio de Padua o a San Martín de Porras, y en veces a toda pléyade de mártires y santos que componía por aquel entonces la Corte del Señor.
Habla veces que intentaba escapármele ni oír la algazara que otros rapaces de mi edad formaban en el atrio, pero ella, a pesar de su fervor, me retendrá con su mano fría y huesuda. Yo esquivaba cuan to podia aquella fastidiosa compañía, pero en mi casa me obligaban con graves amenazas y además ... ella era muy buena conmigo: me regalaba bizcochos y dulces cada vez que salíamos. Pero esto sucedía al regresar a casa, claro está. Entonces eran las cuatro y media o casi las cinco de la tarde. ¡Dios Santo!, tres lloras postrado de hinojos en un templo antiguo, adusto y taciturno, en compañía de una tía vieja, solterona y rezandera... !
¿Por ventura era yo un prematuro beato o un rematado glotón? No sé ... Lo único que recuerdo es que esto se repitió por varios años, y casi sin interrupción ninguna, y que entre las asiduas concurrentes a los “oficios”, una era la que por su perseverancia y puntualidad religiosa se asemejaba más a mi inolvidable tía. Esta era una dama añosa, de silueta blanca, fina y encorvada; vestida con saya y manteleta negras y que acusaba un linaje noble, rancio y señorial. La acompañaba siempre una sirvienta que llevaba consigo un catre de pana negra y un tapete de terciopelo azul. Yo la observaba con curiosidad. Muchas veces la vi llorar como una niña en medio de sus rezos. Otras veces, fijaba en mí una mirada triste... Sus ojos negros y profundos parecían guardar un gran secreto ... Era muy reservada y retraída. Estoy casi seguro de que nunca tuvo confidencias íntimas. Jamás se le vio cruzar con nadie una palabra o venía de cortesía, y ni siquiera cambiaba una sonrisa. Parecía como si nadie la conociese. A veces se me antojaba ver en ella un fantasma, una persona de ultratumba, un raro personaje de leyenda o una figura desprendida de un lienzo vetusto. No acertaba a explicarme su presencia. . . Una tarde no pude resistir por más tiempo a la curiosidad, y cuando ella atravesaba la nave principal, seguida como siempre de su sirvienta, me acerque al oído de mi tía y mostrándola con el dedo le pregunté muy paso: “Tía, ¿quién es esa señora?”
— Cálla — me contestó ella — Esa no es señora, sino una señorita, como yo ...
— ¿Cómo se llama?
— Chits... Paulina Ferro, y silencio, que no me dejas rezar.
Yo continué:
— ¿Quién es esa señorita, tía?
— ¡Dios mío! — musitó mi tía — La novia de Vargas Vila... Y no me molestes más.
Yo, como era un niño, y por lo tanto preguntón impertinente, insistí:
— ¿De Vargas Vila?... Y ¿quién fue Vargas Vila, tía?
— Pues voy a decírtelo en seguida y no me atormentes más, que me estás sacando de paciencia: Vargas Vila, hijo, fue un hombre muy malo, que escribió pestes y calumnias contra nosotras las mujeres, ¿entiendes? Fue un hombre perverso, casi un monstruo. ¡Jesús!
Y al decir esto, se santiguó devotamente y continuó sus rezos ...
Ellas han muerto.; ninguno de su generación subsiste ya; todos se han olvidado de sus nombres, y yo, yo solo me pregunto todavía: ¿Cómo era, cómo vivía la novia de José María Vargas Vila?
***
Corría el año de 1862. Vargas Vila regentaba desde hacía varios meses la escuela del pueblo y vivía en compañía de su madre y dos hermanas. Contaba por aquel entonces veinticinco años. Su barba aún no había tenido tiempo de poblarse, y según reminiscencias de viejas y de ancianos, era un mozo retozón, guapo sin ser un Adonis y amigo de galerías y saraos.
Cuentan que en un diciembre, por la Nochebuena, vistió la mantellina y la enagua de “misiá” Dolores Neira, prendas que llevó con suma gracia y ocurrencia que le valió el triunfo en unos famosos aguinaldos. Años más tarde, cuando la fama había ya consagrado el nombre de don José María, la humilde doña Dolores solía decir a sus amigos con orgullo:
— Aunque ustedes no lo crean, y a pesar del mal estado en que ustedes me ven, yo bailé con Vargas Vila. Y era verdad, por más de que nos le estuvieran desmintiendo sus pantorrillas secas, su talle flaco y su rostro demacrado, arrugado y enjuto.
Así, pues, ¿Vargas Vila era un mozo triscante, inquieto, amigo de los hombres y enamorador? Es posible. Por aquel tiempo hacía versos, tenía sus humos de poeta, y ya sabemos que todo poeta, como todo caballero andante, es enamorado y galanteador.
Doña Paulina Ferro, de la que nos ocuparemos más adelante en esta historia, era una de las más hermosas muchachas de la villa e hija de padres ricos, principales e hidalgos. La fama de su hermosura estaba extendida por toda la comarca, al mismo tiempo que el rumor de ser doncella desdeñadora de amantes, ingrata y no compensadora en amores. Muchos eran ya los hombres jóvenes que podían dar cuenta de las crueles negativas de ella. Pasaba por ser dama señera. No obstante, en su casa tenían lugar las más nombradas fiestas sociales del año y por sus salones transitaban las gentes selectas y notables de la población.
Doña Paulina y su hermana tenían la costumbre de salir a bordar al amplio balcón saledizo de su casona colonial, sentadas en bajas sillas de vaqueta, a la caída de la tarde.
Muchas fueron las veces en que al joven Vargas Vila se le vio pasar por aquel tiempo, con no bien disimulada curiosidad y mirando furtiva, pero insistentemente por delante del balcón de las damas. Pero doña Paulina, desdeñosa como siempre, continuaba encorvada e indiferente adelantando su labor de aguja y a las gentes curiosas les parecía que se cuidaba poco y nada del repetido ir y venir, mirar y remirar de aquel simple, torpe y desaliñado maestrillo de escuela. Más dejemos los detalles para escritores tan pacientes como ese delicado amigo de las cosas menudas que es Azorín; pues si tal yo fuera, os aseguro, lector, que mantendrá vuestra atención mucho más tiempo. Pero en siglos como este, todos vamos de prisa.
Don José María andaba pobremente vestido. Su eterna y nunca bien cepillada levita verde, como su sombrero de hongo, se hicieron proverbiales. Gastaba botas altas y pantalones ajustados, indumentaria que le hacía aparecer como un hombre singular, más no como persona fina, apuesta y elegante. Su suerte pecuniaria era de las peores, y con el sueldo que como maestro devengaba, que era poco menos de diez pesos, tenía que subvenir a las necesidades de su madre, de sus dos hermanas y a las suyas propias. Vivía, se comprende, parca y estrechamente. Esto, y su nombre todavía oscuro, le hicieron poco afortunado en amores y pequeño y despreciable ante los ojos de su dama.
Pasaron los días y los meses, y el joven andaba tan dolido de amor, como fría, alegre y desentendida continuaba la dama. Vargas Vila, no encontrando ocasión propicia para hablarla, pues la había ya buscado en vano, acudió igual que todos los enamorados, al único y trajinado medio: el de los billetes de amor.
Una de las sirvientas -eternas Celestinas y cómplices eternas de amoríos- se encargó de hacer llegar a la dama sus primeras cartas de amor; y doña Paulina, llevada más por la curiosidad peculiar de su sexo, que por su inclinación al mancebo, las leyó. Las cartas se repitieron y doña Paulina se iba aficionando poco a poco con más fuerza a su lectura. Por fin llegó una, una que más que carta, parecía un poema, y esta fue la encargada de dar el golpe de gracia en el acantilado corazón de la doncella. Fue leída una y tres veces, y doña Paulina, con esa fina intuición que tienen las mujeres para las cosas grandes, descubrió que el simple maestrillo que le hacía la corte no era un amante vulgar ni mucho menos un hombre “apaniguado”, según una expresión favorita de don José María. Doña Paulina era una mujer inteligente, y la esmerada educación que había recibido en un convento de monjas de la capital le habla procurado todos aquellos conocimientos que convienen y cuadran a una mujer noble y honrada.
Vargas Vila continuaba escribiendo. Cada día se iba aficionando más a la escritura. Encontraba en ella un extraño placer y, lo que es mejor, se dio cuenta de que podía expresar con la facilidad de un maestro del idioma todo cuanto se le viniese en gana. Lo expresaba todo, era ya un escritor. Se descubrió a sí mismo, de la manera como se descubren los hombres que llamamos grandes. Doña Paulina leía cada vez más ávida las fogosas cartas de amor. La belleza de las frases le fascinaba, y más que todo, aquellas cartas halagaban tanto su vanidad, que aunque era bella y se lo creía — como se lo creen a ciencia cierta todas las mujeres— ahora se confesaba la más hermosa de las mujeres de la tierra. Vargas Vila, pues, se le iba adentrando fuertemente en el alma. Se veía la dama en trance de amor; ya no podía evitar los repentinos rubores que se le subían como una marea a la cara, mal de su grado, cuando lo veía venir de lejos o cuando alguien repetía su nombre en su presencia. Llegó un día al extremo de contestar una de sus cartas, por el reverso de otra. Este era un paso definitivo y que no ponía ya en tela de duda la correspondencia de la impasible doña Paulina al amor del cuitado Vargas Vila. Al principio la dama no se habla atrevido más que a dar las gracias y a retornar recuerdos. El arte, no cabía duda, había ganado para el joven el alma de la dama.
Mientras tanto, la familia lo ignoraba todo, excepto la sirvienta, que era su único confidente. Pero este secreto no tuvo larga vida. A las mujeres, dice Fernando de Rojas, les es más difícil guardar el secreto que la honra, y por consiguiente sucedió que uno de aquellos días, en honra mala, doña Paulina, no pudiendo retener más su secreto, se lo reveló todo a su hermana, a la sin par doña Julia. Esta, como era un poco melindrosa, recibió la confesión escandalizada y tomando en seguida cartas activas en el asunto, comunicó a los padres en el mismo momento. Otro instante, y toda la casa estaba informada del suceso, no sólo la familia sino también la servidumbre y por consiguiente, toda la vecindad. La noticia prendió como fuego en rama seca y circuló como moneda corriente por toda la población: El maestro tenía amor ¡miren con quién!, nada menos que con doña Paulina, la hija de don Pedro, el señor más principal de la región. ¡Jesús!, qué escándalo! Y ella que parecía tan orgullosa, ¡así son las mujeres! Los chismes crecieron y se multiplicaron, los habladores y las habladoras tejieron y reformaron a su sabor la ingenua historia, y a los pocos días doña Paulina lloraba la desgracia de sus amores recluida y vigilada en los aposentos interiores de su casa como entre los cuatro muros blancos de una celda de monasterio. La sirvienta fue despachada y don Pedro, echando espuma por la boca y fuego por los ojos, esperó una tarde parado en la esquina de la plaza al atrevido don José María, y delante de un buen grupo de curiosos que le servían de eco, postró con palabras las más humillantes e incisivas al infortunado y cohibido pretendiente. Pero aún no habla terminado todo. Para colmo de sus males, los pretendientes rechazados y por rechazar, crueles rivales suyos, le convirtieron en blanco de sus befas y en tema favorito de sus más sarcásticas habladurías. Vargas Vila contestó a todo esto con un orgulloso silencio y se refugió, ahora más que nunca, bajo los recios pliegues de su amor propio. Se dedicó desde ese día en adelante al arte, a la política y al espiritismo. Compleja personalidad la suya. De su escuela de primeras letras hizo una escuela de furibundos liberales, y allí, bajo su dirección, se formó en Leiva la generación liberal de 1886.
Pasaron varios días. Las gentes se cansaron de comentar, los chismes desfallecieron y doña Paulina, para curarse de sus dolencias espirituales, fue llevada a pasar una temporada a la capital. El maestro siguió enseñando a sus noveles discípulos más de política que de vocales, y las sesiones de espiritismo se repetían con mayor frecuencia.
Las desgracias o los reveses de fortuna producen en los hombres de talento una obra maestra o despiertan, cuando menos, una disposición ignorada o una fuerza latente.
Así, la prisión produjo en Cervantes y en De Foe dos libros inmortales: ‘’El Quijote” y “Robinson Crusoe”. El desamparo. En Juan Jacobo Rousseau produjo al filósofo; las deudas y la miseria en Walter Scott al novelista, y el desdén de una familia que estimaba más el oro que los méritos, hicieron crear a Vargas Vila la inolvidable “Aura o las violetas”, o la “Hermana menor de Maria”, como la llamó amorosamente Antonio Gómez Restrepo. “Aura o las violetas” fue el fruto de un amor imposible, fue la respuesta del orgullo ante el honor ultrajado...Fue la superación de la inteligencia respecto de la cuna y del dinero. Esa novela, bordada en noches de vigilias amorosas, hizo conmover y llorar a medio siglo. Si preguntáis a cualquier señora o doncella casadera o solterona por “Aura o las violetas”, os contestará repitiéndoos párrafos enteros, aprendidos de memoria. Y si os liga alguna confianza y le preguntáis muy cerca del oído por Vargas Vila, la veréis ponerse ruborosa, reir con picardía, suspirar tal vez, y luego, ¡válgame Dios!, luego os jurará por todos los doce costados que no ha leído ni una sola letra siquiera de aquel viejo blasfemo.
En las casas de Leiva, a igual que en la mayoria de las de Colombia, no hay un solo anaquel que no guarde al menos una obra de José María Vargas Vila. Muchas de entre ellas hicieron las delicias de los abuelos y de las viejas de antaño, algunas han corrido la efímera suerte de la hoguera doméstica y muchas otras esperan cubiertas de polvo y llenas de flores disecadas, la caricia furtiva de unos ojos de colegiala... O el aliento entrecortado y febril de un joven de veinte o menos años.
Cómo los mudó la vida...!
Los años cambiaron al apacible y sencillo maestro de escuela en un temible panfletario que azotó con sus libelos a las más grandes figuras de su siglo. Su verbo apocalíptico tenía color bíblico y resonancias de profeta. Era grave, sentencioso y cortante. La vida le enseñó en arduas y escabrosas lecciones a despreciar las cosas pequeñas para poder apreciar mejor las grandes. Nunca tuvo en su vida, digámoslo con una frase suya, “una acción arrodillada”. Vivió solo y retirado como un misántropo, porque pertenecía al reducido grupo de los solitarios y no a las mesnadas de los hombres de rebaño. Fue un escéptico de las mujeres y murió hecho un viejo zorro feo, sarcástico y burlón como Voltaire, y no menos altivo y orgulloso que aquel andariego marqués de Bradomín.
Ella, ajada su belleza peregrina, marchitas una a una las margaritas de sus ilusiones, muertos o lejanos todos los suyos, por fin se quedó sola. Se enamoró por última vez de las cosas de Dios, y sin más compañía que una abnegada sirvienta, vio devanar el último hilo de sus días. Yo, queriendo volver a ser niño, y escarbando con el recuerdo en la memoria de mis primeros años, me parece verla todavía salir de la iglesia catedral, camino de su casa, acompañada como siempre de la fiel sirvienta que llevaba consigo un catre de pana negra y un tapete de terciopelo azul. Llevaba un paso mesurado, iba enlutada como un fantasma y recatada la cabeza cana entre los amplios pliegues de su mantilla de sed. Caminaba despacio.... bastante despacio, con un porte de reina destronada.