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El menú de Hernando Tejada (El Cajón de Santaora)

No solo de pan vive el artista. También de sopas de pescado, lentejas, lomo de cerdo con piña al horno y leche de burra. A propósito de su nuevo museo y de la canción en su nombre, algunas cavilaciones sobre uno de los pioneros del arte moderno en Colombia.

Julia Díaz Santa
30 de junio de 2024 - 02:30 p. m.
Hernando Tejada, escultor del Gato del Río, fue autor de una vastísima obra que incluye dibujos, pinturas, esculturas, fotografía, murales y documentos audiovisuales.
Hernando Tejada, escultor del Gato del Río, fue autor de una vastísima obra que incluye dibujos, pinturas, esculturas, fotografía, murales y documentos audiovisuales.
Foto: Lalo Borja
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Hernando Tejada apareció en este mundo envuelto en hojas de plátano. La idea fue de unas vecinas, de apellido Gutiérrez, que lo cuidaron al nacer. Como la madre enfermó gravemente, ellas fueron sus institutrices temporales.

Enrollar la criatura como un tamal, quién sabe con qué propósito, fue una de sus primeras providencias. No obstante, las mejores atenciones fueron otras. Una de ellas, el menú especial con el que lo alimentaron en esos primeros días de vida: leche de burra en vez de materna. A falta de pan buenas son tortas.

Algunos parientes dicen que él mismo contaba esa historia de manera burlesca. Y señalan que quizás esos hechos justifican el espíritu desbordado del artista. Ahora pienso que, ciertamente, esos acontecimientos de 1924 también marcaron su preferencia por comer en casa ajena.

Uno de los cuentos famosos es que Hernando Tejada almorzó gratis durante sus últimos 40 años de vida. El método aplicado por el entonces reconocido artista, consistía en llegar a una casa distinta todos los días: lunes, donde Vivian Dow, la pianista; martes, donde Elsa y María Vásquez, mujeres la industria del cine que fueron parte del famoso Grupo de Cali; miércoles con Nubia Marmolejo; jueves de Sylvia Patiño; viernes donde Tejada Sánchez; sábado con quien convenga y el domingo, fijo, en casa de María Teresa Negreiros, artista brasilera de nacimiento, colombiana por adopción.

Era un comensal de buen apetito que, a cambio de cada menú, retribuía a sus anfitriones con el encanto de su personalidad y con la risa juguetona que lo caracterizó durante toda su vida. Hay que decirlo, Tejadita, como le decían sus amigos, siempre llevaba preciados suvenires tallados o pintados por él, como obsequios que aún conservan muchas de esas familias en Cali. Su cronograma de anfitriones variaba de acuerdo a las circunstancias. No son pocos los que aún se ufanan de que él fue su asiduo convidado.

Miguel González, curador de arte, dijo hace poco que el espíritu de Hernando Tejada es indisoluble de su obra como artista. Hijo de la modernidad, este nacido pereirano y caleño de crianza fue sobre todo alguien que hizo lo que le dio la gana. “No sirves para nada”, le decían en su casa. “Sí, sirvo para nada”, contestaba a la vanguardia, como un pre nadaísta.

Y se dedicó a eso. Desde sus inicios, se permitió la inutilidad de observar. Jugó a explorar cosas nuevas, distintas, se salió de los moldes de lo convencional y celebró la ociosidad de su indagación. Como un buen plato fuerte, lo sedujo la modernidad determinada por el muralismo mexicano. Quizás también fue culpa del olor de las hojas de plátano con las que llegó al mundo, lo que desencadenó su alborozada revisión de lo étnico. En especial lo indígena y los pueblos afrodescendientes fueron el centro de cierto fervor nacionalista.

Para constatarlo están los dos murales de la estación del ferrocarril en Cali. Edificio promovido por él aquel entonces presidente Rojas Pinilla, quien llamó a Tejada un día para que pintara dos enormes obras ahí. Con su 1.50 metros de estatura, él no dudó en subirse a los andamios.

Dejó uno dedicado al transporte y otro a la historia de Cali. Todos sus amigos quedaron retratados en medio de los personajes históricos como Simón Bolívar y Sebastián de Belalcázar. A su hermana Lucy, artista que merece museo aparte, la puso a escuchar misa eterna. “Mi hermano era muy fregado, me pintó al lado del cura”, me dijo ella misma hace unos años.

Luego vino todo esto de trabajar la madera. Cuando se dedicó a tallar representaciones barrocas, de nuevo llenas de humor, ironía y juego, con las que le gustaba provocar la interacción del público. Algo en lo que podemos decir que fue pionero en la historia del arte colombiano.

Si lo suyo es arte pop o una vertiente plástica del realismo mágico, lo cierto es que Hernando Tejada construyó un mundo propio que transita entre la realidad y la ficción. “No hago nada por obligación”, fue la sentencia de quien puso su vida en su obra y viceversa.

Mientras escribo estas notas, no solo recuerdo que Hernando Tejada apareció en este mundo envuelto en hojas de plátano, sino que lo hizo hace 100 años. Ángela Neuhaus, directora del nuevo museo Hernando Tejada en Cali, cuenta que por eso se escogió este año para inaugurarlo. Está en una esquina cercana al antiguo taller de Tejadita y tiene una muestra representativa de la vastísima obra del artista, que incluye dibujos, pinturas, muebles, esculturas, fotografía, murales y documentos audiovisuales.

El día de la inauguración, Sebastián Valencia, nieto de Lucy y sobrino nieto de Hernando, lanzó la canción Tejadita Miau Miau, una salsa con marimba como gesto juguetón que baila la memoria de este personaje clave en la historia cultural de una ciudad como Cali.

Esa noche no solo cantamos, sino que zapateamos en el museo. Mejor lo diría un curador de arte: estuvimos involucrados activamente como espectadores en el ejercicio creativo. Recordemos que por los años en que Tejadita tomaba leche de burra, el arte participativo era promovido por las propuestas performáticas del Dadá y las derivas de la Internacional Situacionista.

“En definitiva, el acto creativo no lo realiza solo el artista; el espectador pone la obra en contacto con el mundo exterior, descifrando e interpretando sus cualidades internas y, así, suma su aporte al acto creativo”, dijo Marcel Duchamp.

No solo de pan vive el artista. También de sopas de pescado, lentejas, leche de burra y de la memoria viva de quienes se sienten amados, inspirados o confrontados a través de una obra, de una vida que sí sirvió para nada.

Por Julia Díaz Santa

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