El minotauro de Buenos Aires
Los recursos que utilizó un señor suramericano para convertirse en el mejor critico literario de la historia.
Julio César Londoño
El 25 de junio de 1952, Jorge Luis Borges puso el punto final de un libro de ensayos, en su mayoría dedicados a la literatura. Había trabajado durante once años en su composición. Debió sentirse aliviado, tal vez íntimamente orgulloso, pero nunca sospechó que ese libro inauguraba una nueva época de la crítica literaria, que nuestra óptica del género quedaría alterada para siempre, que muchos doctos volúmenes iban a pasar, por su culpa, de la biblioteca al museo. Tal vez murió sin saber que con Otras inquisiciones un género difícil, la crítica, alcanzaba su madurez. Demostrar que este es un juicio exacto, no una hipérbole, es el fin de estas páginas.
El XX fue el siglo de la crítica. En su transcurso escribieron G. K. Chesterton, G. B. Shaw, T. S. Eliot, Ezra Pound, G. Murray, W. H. Auden, G. Steiner, G. Blöcker, P. Valéry, O. Paz, Alfonso Reyes... críticos brillantes que comparten un defecto: Borges. Su aparición modificó de manera radical nuestra apreciación del género. Y aunque nos siguen conmoviendo los trabajos de estos señores, ahora sabemos que la crítica puede ser un magisterio más alto. Ha sucedido con Borges, en la crítica literaria, lo que pasó con Marcel Schwob en las biografías: ambos arrojaron sobre sus colegas de género una sombra que puede parecer injusta, pero que en realidad es feliz y enriquecedora.
Su obra crítica es el resultado de un grato equilibrio entre lo literario y lo humanístico, la poesía y la información, lo anecdótico y lo académico, el rigor y la imaginación. La síntesis y los paralelos (la literatura comparada) caracterizan el plan de sus ensayos. Como si su cerebro fuera una especie de summa litterata, podía resumir en una línea el don principal de un autor, o descubrir el hilo que va de Melville a Kafka, de Marlowe a Shakespeare; que teje imperios y dinastías para que una seda china llegue a manos de Virgilio y le inspire un hexámetro; que une un sueño de Coleridge, que luego sería poema, con el soñado palacio de Kublai Khan.
Le sugerimos: Criollismo en treinta y cuatro cuerdas (Reverberaciones)
Veamos ahora, en detalle, las principales cualidades que hacen de su crítica la cumbre del género: erudición, brevedad, imaginación y su capacidad para urdir teorías, cazar paradojas, establecer asociaciones y descubrir claves.
Creatividad fantástica
Cuando se dice que Borges fue un erudito se está diciendo una parte de la verdad, y no la más interesante —las enciclopedias son muy eruditas mas no se leen, se consultan—. Lo interesante es la manera creativa como Borges transmutó esa información.
En la crítica, su creatividad asumió dos formas: una académica, caracterizada por asociaciones rigurosas y a veces sorpresivas, y otra fantástica, compuesta por especulaciones abiertamente poéticas (“inexactitud”, las llamaría un literato puntilloso e inexacto).
Si sus poemas tienen el sabor del ensayo, sus ensayos tienen el encanto del cuento. Hay en ellos imaginación y suspenso. Recordemos “La flor de Coleridge”, “El ruiseñor de Keats”, “La muralla y los libros” (Otras inquisiciones, 1952), artículos en los que la imaginación tiene tanta o más importancia que la investigación. Veamos estos ejemplos.
“Marco Polo era un mercader, pero en los tiempos medievales un mercader podía ser Simbad. Por el camino de la seda, por el arduo camino que fatigaron antiguas caravanas para que un paño con figuras llegara a manos de Virgilio y le sugiriera un hexámetro, Marco Polo, atravesando cordilleras y arenas, arribó a la China, a Catay” (del prólogo a La descripción del mundo, de Marco Polo, JLB, Biblioteca Personal).
Creatividad académica
También podía, cuando estaba de genio, ser doctor en letras. No se limitó, por ejemplo, a registrar que la moraleja era una constante en los relatos de Hawthorne, sino que propuso una hipótesis para explicar el hecho.
En el ensayo “Nathaniel Hawthorne” nos dice que el norteamericano fue criado en una familia puritana, religión que ha hecho del trabajo duro un camino de salvación, y siempre se sintió culpable por ser escritor, tarea asaz fácil, feliz y frívola, hasta que logró conciliar credo y pasión haciendo del arte un vehículo de la conciencia moral, componiendo fábulas y moralidades.
Admiraba el estilo de Quevedo y consideraba injusto el lugar subalterno que ocupa entre los nombres de la literatura universal. La importancia de Quevedo está reducida al ámbito de la literatura española, en la que también ocupa un segundo lugar, muy disputado, por cierto, a considerable distancia de Cervantes. Para tratar de entender esta injusticia, redactó uno de los párrafos más bellos de la crítica literaria.
Le recomendamos: El colegio del cuerpo le regresa las flores a Kazuo Ohno
“Quevedo no es inferior a nadie, pero no dio con un símbolo que se apoderara de la imaginación de los lectores. Homero tiene a Príamo, que besa las homicidas manos de Aquiles; Sófocles tiene un rey que descifra enigmas y a quien los hados harán descifrar el horror de su propio destino; Dante, los nueve círculos infernales y la Rosa paradisíaca; Shakespeare, sus orbes de violencia y de música; Swift, su república de caballos virtuosos y de yahoos bestiales; Melville, la abominación y el amor de la Ballena Blanca; Franz Kafka, sus crecientes y sórdidos laberintos. No hay escritor de fama universal que no haya amonedado un símbolo; este, conviene recordar, no siempre es objetivo y externo. Góngora o Mallarmé, verbigracia, perduran como tipos del escritor que laboriosamente elabora una obra secreta; Whitman, como protagonista semidivino de Leaves of Grass. De Quevedo, en cambio, solo perdura una imagen caricatural”. (Otras inquisiciones).
La brevedad
La brevedad, una constante de su obra, no es una característica baladí; por el contrario, es fundamental para que el texto resulte grato, denso, en el buen sentido de la palabra; esencial. Borges practicó los géneros menores —sonetos, poemas breves, artículos y cuentos— y evitó el poema largo, la novela y el tratado.
Algunos trabajos relativamente extensos, como los que integran los volúmenes Siete noches, Borges oral y Borges profesor: curso de Literatura Inglesa en la Universidad de Buenos Aires, son transcripciones de conferencias públicas, modalidad que exige cierta morosidad en el tratamiento.
La paradoja
La paradoja es una conclusión verdadera, o verosímil, que choca con los juicios del sentido común (es curioso que a los racionalistas, amantes del orden lógico, los fascinen las paradojas, que desafían ese orden). Borges fue un atento cazador de estos juguetes del espíritu. Descubrió muchas. Veamos algunos ejemplos. A la doctrina “romántica” de las musas y la inspiración que profesaron los clásicos —nos dice en “Flaubert y su destino ejemplar”— el romántico Poe opone su teoría “clásica” de la composición, que hace de la labor del poeta un ejercicio intelectual. Es lógico, o al menos admisible, afirmar que un hombre puede modificar el futuro; pero es incómodo pensar que pueda también modificar el pasado —salvo que lo demuestre Borges—. Escuchémoslo.
“Aquí, sin desmedro alguno de Hawthorne, yo quiero intercalar una observación. La circunstancia, la extraña circunstancia de percibir en un cuento de Hawthorne, redactado a principios del siglo XIX, el mismo sabor de los cuentos de Kafka, que trabajó a principios del siglo XX, no debe hacernos olvidar que el sabor de Kafka ha sido creado, ha sido determinado por Kafka. “Wakefield” prefigura a Franz Kafka, pero éste modifica y afina la lectura de “Wakefield”. La deuda es mutua; un gran escritor crea a sus precursores. Los crea y de algún modo los justifica. Así ¿qué sería de Marlowe sin Shakespeare? (“Nathaniel Hawthorne”, Otras inquisiciones).
Claves
Los críticos designan cosas distintas con la palabra “clave”. Algunas veces significa una cifra secreta que el lector debe descubrir para penetrar el sentido de un texto; otras, una constante técnica o temática del autor. En dos líneas, con tino feliz, Borges acertaba con ambas.
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“Aproximar el nombre de Whitman al de Paul Valéry es, a primera vista, una operación arbitraria y (lo que es peor) inepta. Valéry es símbolo de infinitas destrezas pero asimismo de infinitos escrúpulos; Whitman, de una casi incoherente pero titánica vocación de felicidad; Valéry personifica de manera ilustre los laberintos del espíritu; Whitman, las interjecciones del cuerpo. Valéry es símbolo de Europa y de su delicado crepúsculo; Whitman, de la mañana en América. El orbe entero de la literatura parece no admitir dos aplicaciones más antagónicas de la palabra poeta. Un hecho, sin embargo, los une: sus obras son menos preciosas como poesía que como signo de un poeta ejemplar, creado por esa obra (“Valéry como símbolo”, Otras inquisiciones).
“El estilo no parece cuidado, pero cada palabra ha sido elegida. Nadie puede contar el argumento de un texto de Cortázar; cada texto suyo consta de determinadas palabras en un determinado orden. Si tratamos de resumirlo, algo precioso se perderá”. (Prólogo a los Cuentos, de Julio Cortázar, Biblioteca Personal, 1986).
Teoría
Otra bondad de su estilo estriba en la capacidad para teorizar. Es usual encontrar en sus artículos consideraciones generales sobre los tropos, las estructuras de los géneros, las escuelas, etcétera.
“El lenguaje, observó Chesterton, no es un hecho científico sino artístico; lo inventaron guerreros y cazadores y es muy anterior a la ciencia. Nunca lo entendió así Quevedo, que entendió el lenguaje como un instrumento esencialmente lógico. Las trivialidades o eternidades de la poesía —aguas equiparadas a cristales, manos equiparadas a la nieve, ojos que lucen como estrellas y estrellas que miran como ojos— le incomodaban por ser fáciles, pero mucho más por ser falsas. Olvidó, al censurarlas, que la metáfora es el contacto momentáneo de dos imágenes, no la metódica asimilación de dos cosas (“Quevedo”, Otras inquisiciones).
Cuando explica el método de composición de Hawthorne, Borges nos dice que el norteamericano primero imaginaba una situación e inventaba luego los caracteres que la encarnaran.
“Ese método puede producir, o permitir, admirables cuentos, porque en ellos, en razón de su brevedad, la trama es más visible que los actores, pero no admirables novelas, donde la forma general (si la hay) solo es visible al fin y donde un solo personaje mal inventado puede contaminar de irrealidad a quienes lo acompañan”. (“Nathaniel Hawthorne”, obra citada).
La historia de la crítica apenas comienza. Este y los próximos siglos asistirán a su desarrollo. Mejorarán entonces la lectura y la escritura, la pedagogía y quizá las costumbres, y recordaremos con gratitud al hombre que hizo de la poesía una suerte de música cerebral; del cuento, un ajedrez de fierro y luz; de la crítica, una fiesta de la inteligencia y la imaginación.
El 25 de junio de 1952, Jorge Luis Borges puso el punto final de un libro de ensayos, en su mayoría dedicados a la literatura. Había trabajado durante once años en su composición. Debió sentirse aliviado, tal vez íntimamente orgulloso, pero nunca sospechó que ese libro inauguraba una nueva época de la crítica literaria, que nuestra óptica del género quedaría alterada para siempre, que muchos doctos volúmenes iban a pasar, por su culpa, de la biblioteca al museo. Tal vez murió sin saber que con Otras inquisiciones un género difícil, la crítica, alcanzaba su madurez. Demostrar que este es un juicio exacto, no una hipérbole, es el fin de estas páginas.
El XX fue el siglo de la crítica. En su transcurso escribieron G. K. Chesterton, G. B. Shaw, T. S. Eliot, Ezra Pound, G. Murray, W. H. Auden, G. Steiner, G. Blöcker, P. Valéry, O. Paz, Alfonso Reyes... críticos brillantes que comparten un defecto: Borges. Su aparición modificó de manera radical nuestra apreciación del género. Y aunque nos siguen conmoviendo los trabajos de estos señores, ahora sabemos que la crítica puede ser un magisterio más alto. Ha sucedido con Borges, en la crítica literaria, lo que pasó con Marcel Schwob en las biografías: ambos arrojaron sobre sus colegas de género una sombra que puede parecer injusta, pero que en realidad es feliz y enriquecedora.
Su obra crítica es el resultado de un grato equilibrio entre lo literario y lo humanístico, la poesía y la información, lo anecdótico y lo académico, el rigor y la imaginación. La síntesis y los paralelos (la literatura comparada) caracterizan el plan de sus ensayos. Como si su cerebro fuera una especie de summa litterata, podía resumir en una línea el don principal de un autor, o descubrir el hilo que va de Melville a Kafka, de Marlowe a Shakespeare; que teje imperios y dinastías para que una seda china llegue a manos de Virgilio y le inspire un hexámetro; que une un sueño de Coleridge, que luego sería poema, con el soñado palacio de Kublai Khan.
Le sugerimos: Criollismo en treinta y cuatro cuerdas (Reverberaciones)
Veamos ahora, en detalle, las principales cualidades que hacen de su crítica la cumbre del género: erudición, brevedad, imaginación y su capacidad para urdir teorías, cazar paradojas, establecer asociaciones y descubrir claves.
Creatividad fantástica
Cuando se dice que Borges fue un erudito se está diciendo una parte de la verdad, y no la más interesante —las enciclopedias son muy eruditas mas no se leen, se consultan—. Lo interesante es la manera creativa como Borges transmutó esa información.
En la crítica, su creatividad asumió dos formas: una académica, caracterizada por asociaciones rigurosas y a veces sorpresivas, y otra fantástica, compuesta por especulaciones abiertamente poéticas (“inexactitud”, las llamaría un literato puntilloso e inexacto).
Si sus poemas tienen el sabor del ensayo, sus ensayos tienen el encanto del cuento. Hay en ellos imaginación y suspenso. Recordemos “La flor de Coleridge”, “El ruiseñor de Keats”, “La muralla y los libros” (Otras inquisiciones, 1952), artículos en los que la imaginación tiene tanta o más importancia que la investigación. Veamos estos ejemplos.
“Marco Polo era un mercader, pero en los tiempos medievales un mercader podía ser Simbad. Por el camino de la seda, por el arduo camino que fatigaron antiguas caravanas para que un paño con figuras llegara a manos de Virgilio y le sugiriera un hexámetro, Marco Polo, atravesando cordilleras y arenas, arribó a la China, a Catay” (del prólogo a La descripción del mundo, de Marco Polo, JLB, Biblioteca Personal).
Creatividad académica
También podía, cuando estaba de genio, ser doctor en letras. No se limitó, por ejemplo, a registrar que la moraleja era una constante en los relatos de Hawthorne, sino que propuso una hipótesis para explicar el hecho.
En el ensayo “Nathaniel Hawthorne” nos dice que el norteamericano fue criado en una familia puritana, religión que ha hecho del trabajo duro un camino de salvación, y siempre se sintió culpable por ser escritor, tarea asaz fácil, feliz y frívola, hasta que logró conciliar credo y pasión haciendo del arte un vehículo de la conciencia moral, componiendo fábulas y moralidades.
Admiraba el estilo de Quevedo y consideraba injusto el lugar subalterno que ocupa entre los nombres de la literatura universal. La importancia de Quevedo está reducida al ámbito de la literatura española, en la que también ocupa un segundo lugar, muy disputado, por cierto, a considerable distancia de Cervantes. Para tratar de entender esta injusticia, redactó uno de los párrafos más bellos de la crítica literaria.
Le recomendamos: El colegio del cuerpo le regresa las flores a Kazuo Ohno
“Quevedo no es inferior a nadie, pero no dio con un símbolo que se apoderara de la imaginación de los lectores. Homero tiene a Príamo, que besa las homicidas manos de Aquiles; Sófocles tiene un rey que descifra enigmas y a quien los hados harán descifrar el horror de su propio destino; Dante, los nueve círculos infernales y la Rosa paradisíaca; Shakespeare, sus orbes de violencia y de música; Swift, su república de caballos virtuosos y de yahoos bestiales; Melville, la abominación y el amor de la Ballena Blanca; Franz Kafka, sus crecientes y sórdidos laberintos. No hay escritor de fama universal que no haya amonedado un símbolo; este, conviene recordar, no siempre es objetivo y externo. Góngora o Mallarmé, verbigracia, perduran como tipos del escritor que laboriosamente elabora una obra secreta; Whitman, como protagonista semidivino de Leaves of Grass. De Quevedo, en cambio, solo perdura una imagen caricatural”. (Otras inquisiciones).
La brevedad
La brevedad, una constante de su obra, no es una característica baladí; por el contrario, es fundamental para que el texto resulte grato, denso, en el buen sentido de la palabra; esencial. Borges practicó los géneros menores —sonetos, poemas breves, artículos y cuentos— y evitó el poema largo, la novela y el tratado.
Algunos trabajos relativamente extensos, como los que integran los volúmenes Siete noches, Borges oral y Borges profesor: curso de Literatura Inglesa en la Universidad de Buenos Aires, son transcripciones de conferencias públicas, modalidad que exige cierta morosidad en el tratamiento.
La paradoja
La paradoja es una conclusión verdadera, o verosímil, que choca con los juicios del sentido común (es curioso que a los racionalistas, amantes del orden lógico, los fascinen las paradojas, que desafían ese orden). Borges fue un atento cazador de estos juguetes del espíritu. Descubrió muchas. Veamos algunos ejemplos. A la doctrina “romántica” de las musas y la inspiración que profesaron los clásicos —nos dice en “Flaubert y su destino ejemplar”— el romántico Poe opone su teoría “clásica” de la composición, que hace de la labor del poeta un ejercicio intelectual. Es lógico, o al menos admisible, afirmar que un hombre puede modificar el futuro; pero es incómodo pensar que pueda también modificar el pasado —salvo que lo demuestre Borges—. Escuchémoslo.
“Aquí, sin desmedro alguno de Hawthorne, yo quiero intercalar una observación. La circunstancia, la extraña circunstancia de percibir en un cuento de Hawthorne, redactado a principios del siglo XIX, el mismo sabor de los cuentos de Kafka, que trabajó a principios del siglo XX, no debe hacernos olvidar que el sabor de Kafka ha sido creado, ha sido determinado por Kafka. “Wakefield” prefigura a Franz Kafka, pero éste modifica y afina la lectura de “Wakefield”. La deuda es mutua; un gran escritor crea a sus precursores. Los crea y de algún modo los justifica. Así ¿qué sería de Marlowe sin Shakespeare? (“Nathaniel Hawthorne”, Otras inquisiciones).
Claves
Los críticos designan cosas distintas con la palabra “clave”. Algunas veces significa una cifra secreta que el lector debe descubrir para penetrar el sentido de un texto; otras, una constante técnica o temática del autor. En dos líneas, con tino feliz, Borges acertaba con ambas.
Podría interesarle: Isabel Allende: “Estados Unidos necesita a los inmigrantes”
“Aproximar el nombre de Whitman al de Paul Valéry es, a primera vista, una operación arbitraria y (lo que es peor) inepta. Valéry es símbolo de infinitas destrezas pero asimismo de infinitos escrúpulos; Whitman, de una casi incoherente pero titánica vocación de felicidad; Valéry personifica de manera ilustre los laberintos del espíritu; Whitman, las interjecciones del cuerpo. Valéry es símbolo de Europa y de su delicado crepúsculo; Whitman, de la mañana en América. El orbe entero de la literatura parece no admitir dos aplicaciones más antagónicas de la palabra poeta. Un hecho, sin embargo, los une: sus obras son menos preciosas como poesía que como signo de un poeta ejemplar, creado por esa obra (“Valéry como símbolo”, Otras inquisiciones).
“El estilo no parece cuidado, pero cada palabra ha sido elegida. Nadie puede contar el argumento de un texto de Cortázar; cada texto suyo consta de determinadas palabras en un determinado orden. Si tratamos de resumirlo, algo precioso se perderá”. (Prólogo a los Cuentos, de Julio Cortázar, Biblioteca Personal, 1986).
Teoría
Otra bondad de su estilo estriba en la capacidad para teorizar. Es usual encontrar en sus artículos consideraciones generales sobre los tropos, las estructuras de los géneros, las escuelas, etcétera.
“El lenguaje, observó Chesterton, no es un hecho científico sino artístico; lo inventaron guerreros y cazadores y es muy anterior a la ciencia. Nunca lo entendió así Quevedo, que entendió el lenguaje como un instrumento esencialmente lógico. Las trivialidades o eternidades de la poesía —aguas equiparadas a cristales, manos equiparadas a la nieve, ojos que lucen como estrellas y estrellas que miran como ojos— le incomodaban por ser fáciles, pero mucho más por ser falsas. Olvidó, al censurarlas, que la metáfora es el contacto momentáneo de dos imágenes, no la metódica asimilación de dos cosas (“Quevedo”, Otras inquisiciones).
Cuando explica el método de composición de Hawthorne, Borges nos dice que el norteamericano primero imaginaba una situación e inventaba luego los caracteres que la encarnaran.
“Ese método puede producir, o permitir, admirables cuentos, porque en ellos, en razón de su brevedad, la trama es más visible que los actores, pero no admirables novelas, donde la forma general (si la hay) solo es visible al fin y donde un solo personaje mal inventado puede contaminar de irrealidad a quienes lo acompañan”. (“Nathaniel Hawthorne”, obra citada).
La historia de la crítica apenas comienza. Este y los próximos siglos asistirán a su desarrollo. Mejorarán entonces la lectura y la escritura, la pedagogía y quizá las costumbres, y recordaremos con gratitud al hombre que hizo de la poesía una suerte de música cerebral; del cuento, un ajedrez de fierro y luz; de la crítica, una fiesta de la inteligencia y la imaginación.