El misterio de la Trinidad
A propósito de la fecha que celebra el nacimiento del Hijo de Dios en la religión católica, un texto sobre la imagen de la Trinidad, de Andréi Rubliov, un maravilloso ejemplo de la complejidad y riqueza simbólica del arte religioso ortodoxo que con frecuencia ha sido menospreciado en la tradicional historia del arte occidental.
“En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Esta expresión católica, muchas veces acompañada del gesto ritual de la bendición, nos es tan familiar como difícil de explicar. Pocas palabras y un ademán simple reproducen el gran misterio y la esencia de la doctrina cristiana: la Trinidad.
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“En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Esta expresión católica, muchas veces acompañada del gesto ritual de la bendición, nos es tan familiar como difícil de explicar. Pocas palabras y un ademán simple reproducen el gran misterio y la esencia de la doctrina cristiana: la Trinidad.
En el Antiguo Testamento no hay referencias específicas a la naturaleza trinitaria de Dios, no obstante, el pasaje conocido como la hospitalidad de Abraham (Génesis 18: 1-15), que narra la visita de tres hombres que anuncian que Sara y Abraham tendrían un hijo, ha sido interpretado por autoridades de la Iglesia ortodoxa como la manifestación de Dios en tres personas distintas.
En el Nuevo Testamento hay señales más explícitas de la Trinidad. En particular, los evangelios de Juan proclaman la divinidad de Cristo en sentencias como: “En el principio existía el Logos, y el Logos estaba junto a Dios, y el Logos era Dios”, y más adelante hace explícita la identidad de la palabra (logos) con la figura de Cristo: “Y el Logos se volvió carne y habitó entre nosotros” (Juan 1,14). De manera inequívoca, y a diferencia de los demás evangelistas, Juan le otorga a Jesús una naturaleza inseparable de la de Dios Padre: “Yo y el Padre somos uno solo”. Afirma Jesús: “Quien me ha visto a mi ha visto al Padre” (Juan 10, 30; 14,9).
Para el judaísmo y el islam la manifestación humana de Dios es una idea difícil de aceptar y la trinidad podría ser interpretada como una negación del monoteísmo. Como sabemos, para el judaísmo la divinidad de Cristo es un error. “Dios no es un mortal” (Torá 23; 19) De manera similar la trinidad cristiana es negada por el islam de manera explícita: “No creen, en realidad, quienes dicen: ‘Alá es el tercero de tres’. No hay ningún otro dios que Dios Uno…” (Corán 5: 73).
Por el contrario, la divinidad humana o la humanidad de los dioses no fue extraña en la cultura griega, los grandes mitos de la teología griega están llenos de semidioses y dioses semihumanos, y esta es posiblemente una de las razones por las cuales la filosofía griega resulta tan cercana a la teología cristiana.
Imposible para mi pobre conocimiento de teología señalar con autoridad un único origen de la doctrina trinitaria; algunos se refieren a Tertuliano de Cartago (160-220 d. C.) como el primer teólogo cristiano en usar la expresión trinitas, Trinidad para referirse a la sustancia de Dios compuesta de Yahvé el Padre, Jesucristo el Hijo y el Espíritu Santo como el alma divina de Dios en el mundo. Grandes pensadores de la Iglesia ortodoxa del siglo IV, los llamados padres capadocios como San Gregorio y San Basilio, entre otros, abordaron el misterio de la trinidad con profundidad. Para la teología más cercana al cristianismo occidental el problema lo enfrentó Agustín de Hipona (354-430 d. C.) en su “Tratado sobre la Trinidad”. Agustín defiende la idea de que Dios es Uno, eterno e inmutable, pero que al mismo tiempo existe en tres formas que comparten la divinidad sin jerarquía ni subordinación. La lógica de esta creencia resulta difícil para el racionalismo secular, un misterio cuya comprensión parece ser un privilegio de las personas de fe.
Una fábula medieval nos recuerda la dificultad filosófica de la Trinidad. Se dice que San Agustín caminaba meditabundo en la playa y se encontró con un niño llevando agua del mar a un hueco en la arena. Agustín le preguntó al niño qué estaba haciendo, a lo cual la criatura le respondió que pretendía verter toda el agua del mar en el pequeño hoyo. Agustín advierte que es una tarea absurda e imposible, y el niño le replica: “Cuando yo termine de verter el mar en este agujero tú entenderás el misterio de la Trinidad”.
En teología, fe y razón no pueden ser términos antagónicos, y el amor a la verdad y el amor a Dios son una misma cosa. Grandes teólogos, como Agustín de Hipona o Anselmo de Canterbury, hicieron de la sentencia “Creo para entender y entiendo para creer” un principio fundamental en la defensa racional de la fe.
Algo similar podemos decir sobre la cabal apreciación de los íconos sagrados, cuya belleza y sentido teológico parecen revelarse a quienes tienen la capacidad de ver lo invisible; pero las imágenes, a su vez, pueden ser un medio para entender y acercarse a los misterios de la fe.
Los íconos sagrados no se entienden como obras de arte o productos de la creatividad individual, y en su mayoría no tienen un autor; no obstante, esta bella imagen es atribuida al monje y pintor ruso Andréi Rubliov (1370-1430), canonizado en 1988 por la Iglesia ortodoxa. En su versión de la hospitalidad de Abraham no aparecen en la escena Sara ni su marido, y el motivo central parece ser más el gran misterio de la Trinidad. De hecho, fue pintado para adornar el Monasterio de la Trinidad de San Sergio, en las afueras de Moscú, con el fin de evocar en el observador la armonía, unidad y amor de un solo Dios en tres personas distintas.
Sin necesidad de ser creyentes podemos apreciar su belleza, pero la profundidad espiritual de un ícono religiosos es imposible de resumir en un análisis iconográfico. Los íconos son casi siempre composiciones simples, no hay tantos elementos que distraigan al observador de una poderosa idea central. En este caso vemos a tres ángeles con aureolas de santidad y rostros casi idénticos, y sus expresiones y la composición de la pintura transmiten un inequívoco mensaje de armonía. La figura de la izquierda representa a Dios Padre, la del centro a Jesús y la de la derecha al Espíritu Santo. En silencio y en actitud contemplativa los tres cuerpos se encuentran alrededor de un cáliz sobre un altar, en lo que puede ser una celebración de la Eucaristía. Sus siluetas se disponen de manera que forman un círculo completo que evoca su perfecta unidad. Además, las figuras de los cuerpos de la izquierda y la derecha revelan la forma de una copa como centro de la composición. La paleta de colores tampoco es accidental. Las tres figuras comparten el azul como símbolo de la divinidad que los une. Jesús en el centro lleva también una túnica carmesí que nos recuerda su humanidad; a la derecha el Espíritu Santo se cubre con una tela de color verde, emblema de su presencia en la tierra, y a la izquierda Dios Padre está cubierto por una túnica púrpura y transparente, que evoca su pureza y dignidad. El blanco de las aureolas y el altar es un emblema de la plenitud de la luz.
Un lugar común entre historiadores del arte desde Giorgio Vasari en el siglo XVI hasta reiterados comentarios recientes, es referirse a la iconografía bizantina como pobre y simple en comparación con el virtuosismo del arte del Renacimiento italiano. Nuestra limitada apreciación de la iconografía ortodoxa tiene más que ver con nuestra torpeza para entender su profundidad espiritual que con la simplicidad o falta de destreza de sus pintores. De manera que los celebrados logros de la pintura renacentista, el uso de la perspectiva y el realismo que pretende copiar con fidelidad paisajes y personas de carne y hueso serían de hecho errores en un verdadero arte devocional que busca llevarnos a una experiencia que debe trascender el mundo material y humano. La suntuosidad de, por ejemplo, las pinturas de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina o las preciosas madonas de Leonardo o Rafael, no tendrían lugar dentro de las exigencias estéticas de la iconografía ortodoxa.