El mito de Alexei Dimitrovich
Segunda entrega de “Confesiones de antaño”. Este relato de ficción está inspirado en algunos de los fragmentos de las cartas del escritor ruso Fiódor Dostoyevski a sus familiares más cercanos (en la edición inglesa de 1923, que abarca las cartas desde 1849 hasta 1881). Además, se rescatan algunos testimonios en los que sus amigos fueron testigos a sus constantes ataques de epilepsia.
Alejandro Chala - @Alekolomonosov
Cualquier persona se hubiera arriesgado a decir que Alexei Dimitrovich iba a morir esa noche. Su cuerpo, impávido y palidecido por el frío de la madrugada, se contorsionaba entre temblores y estertores que estremecían incluso al más valiente de los edecanes imperiales que allí le veían en la podredumbre. Pero Alexei Dimitrovich no era mísero, ni su condición le reducía al más oscuro de los lugares del hombre. Era un escritor, y también le consideraban un santo. Tan importante cómo el mismo zar Nicolás y los mártires de las gestas cristianas contra los tártaros o los mongoles, era respetado por el mismo patriarca de la iglesia ortodoxa rusa, quien ante su presencia solo atenuaba la vista y agachaba la cabeza. Alexei, el atormentado por las visiones constantes de la santidad y el éxtasis, estaba en medio de uno de aquellos trances en los que Dios nuestro señor le sumergía para ahondar su mensaje. Era casi un elegido entre los hombres y mujeres de todas las Rusias, cuyas fronteras tocaban la puerta de los manchúes en el este lejano y hasta acariciaban las congeladas islas de América del Norte.
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Cualquier persona se hubiera arriesgado a decir que Alexei Dimitrovich iba a morir esa noche. Su cuerpo, impávido y palidecido por el frío de la madrugada, se contorsionaba entre temblores y estertores que estremecían incluso al más valiente de los edecanes imperiales que allí le veían en la podredumbre. Pero Alexei Dimitrovich no era mísero, ni su condición le reducía al más oscuro de los lugares del hombre. Era un escritor, y también le consideraban un santo. Tan importante cómo el mismo zar Nicolás y los mártires de las gestas cristianas contra los tártaros o los mongoles, era respetado por el mismo patriarca de la iglesia ortodoxa rusa, quien ante su presencia solo atenuaba la vista y agachaba la cabeza. Alexei, el atormentado por las visiones constantes de la santidad y el éxtasis, estaba en medio de uno de aquellos trances en los que Dios nuestro señor le sumergía para ahondar su mensaje. Era casi un elegido entre los hombres y mujeres de todas las Rusias, cuyas fronteras tocaban la puerta de los manchúes en el este lejano y hasta acariciaban las congeladas islas de América del Norte.
A su diestra estaba Igor Stepanović, el viejo serbio que le siguió desde el día en que Alexei cayó rendido al suelo en aquel monasterio perdido en medio del Banato y descubrió que aquel hombre no solo era un escritor, sino la figura selecta de la divina providencia para el mundo eslavo, oprimido por los grandes imperios occidentales. A su siniestra, los ojos claros y grandes de Su Alteza Imperial María Feodorevna, zarevna de todas las Rusias, se clavaban en el rostro torcido y distorsionado del hombre, que seguía sumergido en las convulsiones.
—¿Cuándo volverá en sí? —preguntó la zarevna mientras movía sus dedos con frenesí.
—No lo sé, su Alteza. —respondió Igor. —Sin embargo, me cuestiono el por qué esta crisis ha durado más que las anteriores. —Rebuscaba entre un viejo diario de notas algún indicio que explicara la causa de tal irregularidad.
—Pues no puedo esperar. He de tener una respuesta lo más pronto posible.
—Su Alteza, Alexei Dimitrovich está inconsciente. No dirá nada hasta que las convulsiones bajen y pase un tiempo. Luego escribirá todo en cuanto pueda y le podrá responder a su pregunta.
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María consideraba al hombre un profeta, de aquellos que no se veían desde las épocas bíblicas de Jeremías y Ezequiel. Creía que su creatividad era manifestación de la palabra de Dios, por lo que deseaba con desespero que aquel hombre le sacara de sus dudas e iluminara su camino. Alexei era las expectativas que todo el mundo ponía en él, aun cuando realmente no había razón para asumir aquello. Su elocuencia y el genial uso que hacía de la sacrosanta lengua rusa hacía que cualquiera se decantara por creer que aquel hombre, aquejado en su salud por mil y un males era, en realidad, el quinto evangelista.
En el cuarto también estaban los sirvientes de la zarevna, que repartían viandas cuidadosamente a todos los asistentes a aquel evento, los edecanes imperiales ajustados en sus uniformes verduzcos y sus botas largas hasta la rodilla, las cortesanas imperiales que se encargaban de limpiar y acicalar a la heredera al trono y un par de hombrecillos vestidos con trajes baratos, que se encargaban de los cuidados del enfermo durante sus períodos de inconsciencia e ingravidez. De un momento solemne y agobiante, toda la corte se había encargado de darle un ligero patetismo propio de los cuentos infantiles. Mientras Alexei Dimitrovich se retorcía en sus propios tormentos, todos hacían de aquello un espectáculo de la realeza.
Luego de 20 minutos, las convulsiones cedieron y los sonidos profundos de su tráquea se aliviaron en respiros fuertes que luego dieron paso a un par de suspiros. De tener su rostro apretujado, los gestos denotaban que se había quedado dormido.
—¿Y si le despertamos? —Suspiró la zarevna con cierto tedio y fastidio, pues el hedor del lugar le cruzaba el límite de la repugnancia.
Igor se acercó sin mediar palabra hacia el hombre, y comenzó a susurrarle cosas al oído. Hizo dos ruidos con la boca, frunció el ceño y, finalmente, abrió los ojos. Sus pupilas se fijaron primero, cómo era costumbre, en los patrones de la madera en el techo. Luego giró hacia Igor, para finalmente observar a María Feodorevna. Se quedó fijo observando sus ajustados decorados, las curvas de su corset, el cabello enmadejado en un fino tocado y la piel extremadamente blanca de la princesa. De repente, sintió un fuerte impulso que le tragaba sus rodillas, carcomidas por el reumatismo, y sintió terror.
—Su alteza, debería dejarle descansar. Alexei suele tener episodios de profunda perturbación y confusión luego de los ataques, aunque me sigo preguntando por el tiempo que ha durado este, y sus reacciones…
El hombre abrió la libreta y anotó en aquel diario lo que había percibido en aquel momento:
“Tras sus ataques epilépticos, solía permanecer algún tiempo sin poder asociar sus ideas ni hablar claramente. Eso hasta ahora. Hoy ha sentido perturbaciones fuertes y no se ha comunicado de manera verbal con nadie.”
Sin embargo, la zarevna hizo caso omiso a la recomendación. Se acercó al hombre, le tomó de los brazos y con fuerte insistencia empezó a hacerle preguntas.
—Alexei Dimitrovich, siervo de Dios, me encuentro tribulada. ¿Qué he de hacer para borrar el más profundo de mis pecados?, ¿qué ha dicho nuestro señor Jesucristo? Háblame sin tapujos y revisa en mi alma lo que me apena y acongoja…
El hombre, aterrorizado, no escuchaba la voz de aquella mujer, sino chillidos de violines desafinados rompiendo sus tímpanos mientras sentía que su figura le avasallaba y se convertía en un gigante que tapaba todo a su vista. Igor intentó apartarla, pero los edecanes imperiales desenvainaron sus espadas y le amenazaron con sus filos sobre el pecho para que desistiera de tocar a Su Alteza. No tuvo más remedio que abrir sus brazos mientras observaba la escena.
De un momento a otro, la lucidez de Alexei Dimitrovich apareció, quitándose de encima a la zarevna y preguntándose lo que había sucedido.
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—Disculpe usted, Alexei. La misma zarevna de todas las Rusias ha venido a verlo. Considera que usted puede tener las respuestas que necesita. —Señala Igor.
En su postración, Alexei intenta hacer una reverencia y pedirle excusas.
—Le escucho, Su alteza. ¿En qué puedo ayudarle?
—Oh, gran Alexei, tu fama se ha conocido en todos los lugares de este gran imperio. No solo porque escribes con la sabiduría misma de Dios, sino porque también eres su mensajero.
—Alteza, pero solo soy un humilde escritor, ¿qué de sagrado podría decir para reconfortar?
—Déjate de humildades, Alexei. Todos sabemos que las personas que sufren de lo que tú adoleces son santos, personas elegidas por Dios para observar las promesas que Cristo mismo nos ha hecho. ¿Acaso no has probado el éxtasis mismo de la gloria celestial?
—Lo he hecho, Alteza, pero no es la divinidad misma la que me ha…
—Nada de eso, Alexei. El mismo patriarca te ha considerado santo en vida. Cómo desde hacía siglos no veíamos en nuestras tierras.
Alexei, consternado, tomó la agenda que Igor ha dejado cerca de su almohada y escribió:
“18 de marzo. (...) no he dormido en varias noches seguidas, no solo a causa de ansiedades morales, sino porque no pude evitarlo. Y con la epilepsia es terrible. Mis nervios están alterados hasta el último grado.”
—Alexei… requiero de tu consejo, de que me pongas en contacto con Dios.
Interrumpió su escritura. Fijó su mirada en uno de los edecanes y les ordenó salir, tanto a ellos como a los cortesanos. La zarevna asintió. Igor se quedó inmóvil, pero luego comprendió que Alexei requería de su espacio. Habiendo salido todos, María comenzó a narrar su historia. Los ojos del hombre se estremecieron y se abrieron de par en par cuando la zarevna comenzó a desglosar su pecado. En un momento, sórdido por lo que estaba escuchando, le interrumpe.
—¡Meretriz de Lucifer!, ¿cómo osas a venir hasta mi casa a decirme estas barbaridades?
—Conozco de mi pecado y sé que ha sido un error, Gran Alexei, pero deseo redimirme…
—¡No hay tal redención para alguien que rompe el orden natural de las cosas!
La zarevna rompió en llanto. Alexei retomó el lápiz y siguió escribiendo:
“(...) Hay tormentas que duran días, e incluso en los días más normales el clima cambia tres y cuatro veces. Y esto tengo que soportarlo, con mis hemorroides y la epilepsia. ¡Y luego, es tan sombrío, tan deprimente! ¡Y la gente está tan satisfecha de sí misma y jactanciosa! Es una marca de una estupidez bastante peculiar estar tan satisfecho de uno mismo.”
Luego siguió repitiendo en voz alta la última frase escrita:
—Es una marca de una estupidez bastante peculiar estar tan satisfecho de uno mismo… más cuando uno obra en contra de los designios mismos de la moral humana.
De repente, sintió un leve hormigueo en las manos y en los pies, que se comenzó a extender sobre sus extremidades, conforme la luz de las velas se hacía más vívido y una sensación de entrañable alegría y gozo se apropiaban de su mente.
—Creo que Dios ha manifestado una respuesta, Su Alteza…
La mujer, sobrecogida en su propio lecho, levantó su faz y miró al hombre, que estaba entrando su fase más profunda de éxtasis.
—Y en su santa piedad, Dios nos perdona y expía nuestras culpas desde el momento en el que permite que claven a su hijo a un madero… —Observa fijamente el crucifijo, un ícono oriental envejecido por el paso del tiempo.
—¿Es decir que estoy salvada, Alexei Dimotrovich?
El hombre, en un último gesto previo a la pérdida de la consciencia, inundado de sudor, le mira.
—No, Su Alteza. Una mujer que ama románticamente a otra mujer y que, tras del hecho, es su hermana, no estará salva nunca.
La luz se hizo enceguecedora, la saliva se había convertido en sangre por los cambios de temperatura, el éxtasis se esfumó en terribles punzadas que corroían las manos y las piernas del hombre, que buscaba aferrarse a la cama de cualquier forma posible. La angustia se apoderó de su respiración, por lo que sintió un fuerte peso sobre su estómago, mientras intentaba no dejarse ir, de nuevo, en otra crisis.
La zarevna salió hasta el borde de la puerta, donde gritó exclamando por ayuda. Igor y los edecanes se abalanzaron en tropel sobre la cama, solo para observar que esta vez el brillo de sus ojos se estaba apagando y la fuerza de los temblores era aún mayor. Nada se podía hacer más que volver a esperar a que el hombre repitiera su ciclo y volviera en sí.
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Pasados 20 minutos los temblores bajaron, la respiración volvió a su cauce y se quedó profundamente dormido. Igor secaba el sudor del hombre mientras los cortesanos retiraban todos los alimentos y se llevaban todos los decorados y muebles que habían traído para la estancia de María Feodorevna. Antes de partir, la zarevna se acercó al cuerpo del hombre, que parecía más un cadáver que una persona de este plano, y le escupió sobre el rostro.
—Este de santo no tiene nada, pero sí de enfermo y de lunático.
Igor hizo silencio. Conocía el secreto de la zarevna, puesto que se había ocultado en el cuarto de enseguida y allí había abierto un pequeño conducto que usaba para escuchar a Alexei Dimitrovich cuando no podía estar vigilándolo en sus dolencias. Sin embargo, no dijo nada. Solo pasó por encima de su nariz y de su boca el tejido con el que le estaba secando. Hizo una pequeña reverencia al salir la mujer, y luego cerró la puerta.
Alexei abrió los ojos. Aun desorientado, sintió algo de tranquilidad y alivio. Pidió a Igor papel y pluma, y comenzó a escribir.
—¿Qué escribe, Alexei?
—Imagínese usted que he soñado que la zarevna ha venido hasta aquí a confesarme un secreto. Me ha parecido fenomenal como idea para una novela, algo que narre sobre lo prohibido, lo oscuro y lo vanidoso que es el mundo de la realeza. ¿Qué le parece?
Igor hizo un silencio sepulcral. Luego atinó a decir lo primero que se le vino a la mente.
—Proceda, Alexei. Yo iré a traerle más papel. ¿Puedo ayudarle en algo más?
Alexei se levantó de su lecho y pidió agua en una tina para acicalarse.
—¿Cuánto tiempo he durado en crisis?
—Tres días, Alexei.
—Tres días… espero no haberme perdido de nada importante.
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