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Macedonio Fernández, un mito literario

El escritor Antonio Tabucchi lanza una teoría: Borges, el maestro literario, podría ser solo una invención, un personaje creado por un selecto grupo de intelectuales. Pero si Borges no existió, ¿qué pasa con los otros fantasmas literarios, como Macedonio Fernández?

Ciprian Vălcan - Universidad “Aurel Vlaicu” Arad-Rumania
24 de noviembre de 2024 - 03:01 p. m.
Macedonio Fernández (1874-1952) escribió "Museo de la Novela de la Eterna", "Papeles de recienvenido y continuación de la nada", "Adriana. Buenos Aires: última novela mala", entre otros.
Macedonio Fernández (1874-1952) escribió "Museo de la Novela de la Eterna", "Papeles de recienvenido y continuación de la nada", "Adriana. Buenos Aires: última novela mala", entre otros.
Foto: Archivo Particular
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Antonio Tabucchi nos transmite una noticia extraña. Afirma, basándose en una información publicada en una revista de Francia, que Jorge Luis Borges no existió. El autor conocido bajo ese nombre no fue más que una invención de un pequeño grupo de escritores e intelectuales argentinos encabezados por Bioy Casares. Este grupo publicó, bajo la máscara de este personaje ficticio, una obra colectiva de gran resonancia, y la persona presentada en todas partes como Borges, el anciano ciego con bastón y con una sonrisa siempre ácida, no fue más que un actor de tercera categoría de origen italiano. Contratado inicialmente para una simple broma, pero atrapado en la trampa de su nuevo personaje y resignado a esa identidad, terminó por convertirse verdaderamente en Borges.

Por supuesto, el escritor italiano nos advierte sobre la veracidad de tal información, considerando que una leyenda así no pudo ser puesta en circulación más que por Borges mismo, encantado con la irresistible ficcionalización de su biografía, con la “borgesificación” de su propia vida. Sin embargo, esta advertencia no hace más que reforzar nuestras sospechas de que el autor de la historia podría ser el propio Tabucchi, tentado por un momento por el estilo de las construcciones borgesianas, divertido por la posibilidad de jugar con el asombro y la curiosidad de sus lectores, y encantado por su incapacidad de discriminar, en un caso como este, entre la verdad factual y la verdad más profunda de la literatura.

La figura insólita de Macedonio Fernández parece tanto más fácil de anexar al mundo de Borges cuanto que la poca fama de la que goza se debe casi exclusivamente a los esfuerzos por hacerlo conocer, emprendidos por el autor de El libro de arena. Cualquier cuestionamiento de la existencia de este último no puede más que contribuir a la fragilización de las pruebas sobre su existencia en carne y hueso. De tal manera que, si Borges no existió, es imposible que haya existido Macedonio Fernández. Su vida, sin eventos espectaculares, transcurrida en Buenos Aires y casi imposible de reconstruir, parece poder resumirse en solo unas pocas líneas del propio Borges en el prólogo de una antología de sus textos publicada en 1961: “Macedonio Fernández nació en Buenos Aires el 1 de junio de 1874 y murió en la misma ciudad el 10 de febrero de 1952. Estudió Derecho, ocasionalmente abogó ante los tribunales y fue, a principios de este siglo, secretario del Tribunal de Posadas. Alrededor de 1897 fundó en Paraguay, junto con Julio Molina y Vedia y Arturo Muscari, una colonia anarquista que duró lo que suelen durar este tipo de utopías. Alrededor de 1900 se casó con Elena de Obieta, quien le dio varios hijos y a cuya muerte compuso una elegía, un monumento patético que quedó célebre. La amistad era una de las pasiones de Macedonio. De entre sus amigos, recuerdo a Leopoldo Lugones, a José Ingenieros, a Juan B. Justo, a Marcelo del Mazo, a Jorge Guillermo Borges, a Santiago Dabove, a Julio César Dabove, a Enrique Fernández Latour y a Eduardo Girondo.”

Además, Borges introduce en esta nota biográfica el episodio de la colonia anarquista, episodio inexistente en la realidad, pero perfectamente adecuado para contribuir a la anexión de la figura de Fernández y mantenerlo en la estela de la obra borgiana. Los pocos detalles conocidos de su vida le aseguran más bien el estatus de una personalidad misteriosa que un sólido anclaje empírico de un ser en carne y hueso. Poeta, prosista, filósofo, produce enormes cantidades de manuscritos, pero debuta a los 54 años con No toda es vigilia la de los ojos abiertos, su extraño volumen de metafísica. Después de la muerte de su esposa en 1920, lo abandona todo, deja su casa y sus cuatro hijos, viviendo como un nómada urbano, alojándose en diferentes hoteles, pensiones o en casas de familiares y amigos, arrastrando consigo los manuscritos retomados y reelaborados, siempre inacabados. Genio oral por excelencia, se entretiene largamente con sus numerosos allegados, lanzando las ideas más inusuales y defendiéndolas con mucha ingeniosidad y erudición, encantando a sus compañeros de discusión.

El estilo de vida no conformista, el dolor nunca sanado tras la pérdida de su esposa, la elegancia de sus teorías paradójicas, la incomparable calidez que mostraba en las relaciones de amistad, todo esto contribuyó a la aparición de diversas leyendas sobre su vida. Leyendas que, a menudo, resultan difíciles de conmover debido a la escasez de información y documentos existentes, siendo su biografía casi imposible de reconstruir. Capturada por el núcleo de elaboraciones ficcionales, su vida fue provocada por la forma inusual en que pasó los últimos treinta y dos años de su existencia.

Si, en general, los pensadores excéntricos se destacan por sus intentos a menudo excesivos de atraer atención, la búsqueda a toda costa de la provocación, la necesidad endémica de sorprender, la puesta en escena de los más pequeños gestos cotidianos y los esfuerzos nunca moderados de mantener cautiva la mirada de los demás, Fernández demuestra otro tipo de excentricidad, imponiendo el modelo de una excentricidad no canónica. En su caso, el exceso no se dirige hacia el exterior, sino hacia el interior. El extremismo histriónico no busca la pose ni la teatralidad de la actitud, sino, al contrario, bloquea cualquier imagen, utilizando el camuflaje, la oscuridad y el borrado de todas las huellas. La humildad, el silencio, la discreción son las principales armas de este excéntrico que rechaza cualquier convención después de que el dolor provocado por la muerte de su amada esposa le aparece como incurable. Rechaza la acomodación afectiva y la mediocridad asumida de cualquier trabajo de duelo, prefiriendo mantener en sí la herida cuya curación no acepta, a costa de los desvaríos de un casi judío errante, del abandono de cualquier certeza exterior a sus sentimientos. Por eso, la metafísica que intenta elaborar no tiene como objetivo principal ni alcanzar la verdad, ni celebrar la divinidad, ni obtener la gloria. Solo busca, como Macedonio Fernández confiesa en algunos fragmentos posteriores a su libro de 1928 No toda es vigilia la de los ojos abiertos, descubrir el modo en que puede hacerse eterna la existencia del ser amado. Su filosofía es un intento desesperado por negar la desaparición que, sin embargo, ya se había producido de Elena de Obieta; es una tentativa de demostrar la imposibilidad ontológica de la muerte.

Por Ciprian Vălcan - Universidad “Aurel Vlaicu” Arad-Rumania

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