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Daniel se sienta en las gradas que dan a la cancha, ve las figuras borrosas persiguiéndose, jugando, pero por más que enfoca no logra definir quiénes son. Cuando llegó al salón por la mañana trató de dormir en su pupitre, pero los espasmos y los ladridos no lo dejaron. No siente cansancio sino un ímpetu extraño que lo mantiene al borde permanentemente. Entonces lo escucha, suena otra vez desde lejos el grito, alguien lo llama desde arriba, parece un alarido, a ratos un insulto, un ardor le recorre la espalda. Se pasa la mano y no hay nada, toma un palito y empieza a retirar la pasta de mierda del zapato que huele a vómito. Recuerda todo lo que le dijeron esa mañana, las risas, los señalamientos, las miradas, Méndez corriendo su puesto hacia adelante para alejarse de él, del olor. Las lágrimas le escurren mientras el palito le tiembla. Se pega varios puños en las piernas y logra cortar algo del llanto antes de que lo vean. Arrastra el pie por un costado de la cancha para retirar lo que queda, pasa el zapato por el pasto y tierra suelta. A esta hora, las cigarras deberían estar haciendo suficiente ruido como para callar sus pensamientos, pero no suena ninguna. En la esquina de la cancha, detrás de unos árboles, se encuentra con un corrillo cerrado de cuerpos gruesos riendo mientras miran al piso. Se voltean y se suben los cierres. Escondan escondan que este hijueputa es bien sapo. Delante de los pies hay varios cuadernos rasgados y húmedos. Yo no soy ningún sapo, malparidos. Algo le arde. Uno de ellos le cuchichea a Escobar, él vuelve a sonreír. Lo toma del brazo y lo pone en frente de los cuadernos amarillentos. Son de la otra sapa esa, dale vos también pues, o ¿es que nos vas a sapiar? Hágale, eh malparido. A pesar del mareo se irgue, la luz del cielo se ve pálida, le parece que no hay nada de azul. Se toma el pene flácido entre las manos y trata de imaginar que está en otro lugar, pero no puede pensar en nada que no sea el colegio. No sabe en qué cuadra vive, quiénes son sus padres ni cuál es su casa, es como si nunca hubiese salido del cerco de swingleas. Hágale pues marica, méelos. Cierra los ojos y piensa en todas las veces que le dijeron bruto, le tiembla el cuerpo entero y siente una violencia saliendo a chorros, salpicándole los zapatos. Daniel se siente restaurado, se le antoja mear los cuadernos de todo el salón, escupirles, clavarles chicles en el pelo, tirarles la mierda que pisó en la mañana y así no le dan ganas de llorar. Cuando se sube el cierre lo abrazan, lo palmean.
… de la salvación. Yo le vuelvo a decir viejo William que Dios necesita guerreros, pero ya no se trata de levantarse contra un tirano ni de pelear con espadas, no señor, esas batallas ya las dieron nuestros antepasados por nosotros, ahora nos toca a la descendencia librar la batalla más importante de todas: La del espíritu. William no sabe cómo llegó a la sala de profesores esa mañana, no le importa tampoco, escucha al hombre con atención, siente que lo conoce desde toda la vida a pesar de no saber nada de él. No ve nada que no sea él. Él hace silencio de vez en cuando y William le dice que Sí, que Claro entiendo, y él sigue en un monólogo que ha durado desde siempre. Héctor Mario se le acerca, Joven, ¿no será que usted puede hacer esto en otra parte? William le extiende la palma que todavía está manchada de salpicaduras negras, como diciéndole que espere, y sigue escuchando. Está incomodando a la gente ¿qué no se da cuenta, Wilbert? William no lo mira, sigue con la mirada perdida en la misma parte. Claro sí, si yo entiendo, es verdad es verdad. Esta es su batalla, viejo William, nadie más la puede ganar por usted, hay cólera que puede ser divina y yo que lo vengo viendo a usted desde arriba todo este tiempo se lo digo, yo veo ese sacrificio todos los días, mi viejo, no más sacrificios, ya no estamos en tiempo de mártires. William se da cuenta que es hermano de nadie, hijo de nada. Fueron los números los que lo parieron y ahora está despojado, exiliado en la tierra del odio, un intruso al que los perros ladran. Ya no tiene fieles, todo lo contrario. La tristeza se siente como fuego cada vez que dice Sí Claro, Entiendo. Entonces se promete a sí mismo que no volverá a pararse en vano en la loma árida… ¡Joven! pare ya ¿quiere? Los demás profesores lo miran en tensión con las manos sobre las mesas, lo vigilan como las ardillas que no volvieron a aparecer en los pasillos. Deciles, viejo William, cántale las tablas a esta gente que no sabe nada. William se para de su puesto y se alza con una rodilla en la silla, los mira con asco. ¡Y en el Hades alzó sus ojos, estando en tormentos! ¡Y vio de lejos a Abraham y a todos ustedes!
Yo conozco a Díaz, ella cuida un resto esos cuadernos. Carmen mira a Daniel comer del paquete de papitas que toma como almuerzo. Su madre negó a seguir cocinando a menos de que su padre lo haga. Díaz es muy sapa, a mí me cae re mal. Ella es re buena gente sino que ese salón de ustedes es un infierno, cómo se los van a orinar marica, muy animales. Daniel escucha otra vez el grito, lo siente más cerca y claro, pero todavía no sabe qué dice. Siente un tirón en el cuello, se soba como siempre. Carmen no lo mira, Lo que no entiendo es cómo van a meter a todos los indisciplinados en el mismo salón. A vos qué te importa. Ella lo mira extrañada. Yo podré ser el peor del salón pero al menos no soy una lambona malparida como esa vieja. ¿Qué te pasa marica qué te dio? ¿Acaso ella tiene la culpa de que no hagás nada en tus clases? Siempre me decís que vas a ser mejor y ahora hasta estás metido en problemas con ese man de Álgebra, vos antes re de buenas que no te hayan anotado en el Observador. ¿Y acaso lo de las manchas es culpa mía? Mirá la otra. Daniel se para de donde están sentados, la ve con asco. A vos te cae bien Díaz porque sos una malparida como ella. Si estuvieras en mi salón te miábamos los cuadernos también.
William cruza la puerta con una sonrisa cabizbaja, está murmurando algo sin mirar a sus estudiantes. Se detiene al frente del tablero y nadie lo ve. De un lado están Los Deportistas riendo a carcajadas y mostrándose fotos en el celular, el grupo de adelante, todas mujeres, conversan en voz baja y lo miran de reojo sin ponerle mucha atención, atrás hay una algarabía que no logra descifrar y a un costado está Daniel. Sus miradas se cruzan y se sonríen con recelo. Daniel advierte un ardor en el profesor, algo que no se consume. William se percata de la impasibilidad de Daniel, el goce. Bueno bueno muchachos, quiz sorpresa, guarden todo y acomoden los puestos. La clase no se inmuta pero él ya no padece, golpea el tablero con los puños y hace temblar el cielorraso. Grita las instrucciones. Y ahí están, las caras de miedo, el pánico en los animales de pupitre. Sigue diciendo que ¡Así no! ¡Péguense al tablero! ¡Al tablero! Su voz es firme a pesar del esfuerzo. Los ve con gusto mientras todos se van acomodando en hileras hacia el monte en el que padeció. Ve a Daniel arrastrando su puesto, se acerca a él y se inclina a su oído. Daniel no sabe qué le está diciendo, parece un insulto, pero es claro lo que tiene que hacer, no tiene que pensarlo siquiera. Sale del salón tambaleándose, el éxtasis le mancha la motricidad, camina tarareando los insultos que siempre le dicen, sumido en el placer de la rabia. Los pasillos rojos están vacíos, todos los salones están en sus respectivas clases, el colegio es un desierto de bulla contenida. Daniel va hasta la cancha mirando el piso, temblando. Entonces la encuentra. Es una piedra pesada difícil de sostener con una sola mano, parece estar viva. La levanta y la carga como un bebé mientras se devuelve al pasillo de swingleas.
William se pasea por el salón, libre de ataduras, ya no tiene que estarse quieto en un lugar definido, sube la loma, la rodea, la baja y la vuelve a subir. ¡La época de sacrificar a Isaac ya pasó! La voz que le habla desde siempre y la suya son una sola. ¡Nunca más nuestros hijos serán comidos por leones! Es un ardor impulsando, la clase se estremece. Él mete su mano manchada en el bolso, saca los quizes y los empieza a repartir. Los alumnos miran los papeles y pronto descubren que no hay rastro de álgebra en ellos, es solo tinta húmeda, garabatos. Escobar mira alrededor mientras restriega la mancha negra de su mano en el costado del puesto. En una esquina está Méndez limpiándose los dedos en el pantalón sin despegar los ojos del papel. Díaz tiene las manos apartadas del quiz con asco y mira hacia el tablero, los demás Deportistas están agazapados en sus sillas. Díaz y Escobar se miran, pero ella le devuelve una cara de fastidio, se da la vuelta y le pone los ojos encima al profesor, Profe y esto qué, cómo se resuelve o qué, está todo untado. La voz es firme. William se encoje un poco, sus ojos se enrojecen, todo lo que ha logrado todo lo que ha hecho no se puede perder, pero siente los pasos, siente a Daniel y la llama se aviva. Son dos dentro de él los que abren la boca y gritan, señalan, escupen y son dos en su mismo cuerpo los que hacen levantar a Díaz justo en el momento en el que siente los pasos más cerca por el pasillo. El cielorraso se mueve, empieza a retorcerse encima de su grito. Cuando cierra la puerta del salón con Diaz afuera, el cielo falso empieza a revolcarse al ritmo de su respiración.
Es como si una mordida tibia lo estuviera llevando del brazo, jalándole las piernas. Él solo tiene oídos para escuchar los ladridos de los perros que claman por él, pero cuando pasa frente al salón la puerta se abre de golpe. Él ya sabe qué hacer, levanta el bebé petrificado por encima de su cabeza, y cuando Díaz lo voltea a mirar baja la piedra y hay un rompimiento. Murmura un insulto y afiebrado le pasa un pie por encima al cuerpo de su compañera. Sigue caminando hasta la reja del pasillo de mantenimiento, usa la misma piedra para romper el candado y sigue por entre sillas deshuesadas y armazones de metal hasta que llega a las dos jaulas de perros revolcándose de rabia. Después de tanto sentirlos por fin los puede mirar. Hace lo que debe y quita los pasadores que cierran las dos rejas. Bloquea con su espalda los empujones de las patas que ya se sienten libres. Respira el aire seco de la tarde y sale corriendo hacia el salón perseguido por los ladridos.
¿Sí los ves?, viejo William, ya casi ya casi, estos eran los hijueputicas y ahora miralos. Los paneles del cielorraso se sacuden y no dejan escuchar. A ratos se ve la oscuridad detrás del icopor. Estos malparidos te querían hacer lo mismo a vos pero nadie puede con la voluntad divina, ¿no le dije, hermano? ¿No le dije? Ninguno de los estudiantes se inmuta con el ruido, esperan algo, embotados en las manchas de sus palmas. William ya sabe lo que viene y jadea, aumentando la frecuencia del cielorraso: Abre la puerta en el momento preciso y entra Daniel en una carrera torpe. Detrás de él llegan los perros buscando animales para trozar, gruñendo y ladrando. Lo empujan con los hocicos y se golpea contra el suelo.
Lo despierta algo que suena encima de la bulla. Abre los ojos y con la mejilla empegostada contra la baldosa alcanza a ver algo debajo de la puerta, son los ojos muertos de Díaz llenos de lágrimas, su sangre mimetizándose con el suelo rojo del pasillo. El sonido se repite, es una voz. Daniel aprieta los ojos y llora. Trata de taparse con los brazos pero no le responden. Cada vez que aprieta la cara deja de escuchar, cada vez que la relaja vuelve la voz de Willam junto con los gritos y chillidos. Logra mover su cabeza hacia el resto del salón y ve a los animales rabiando, contoneándose en el dolor ajeno, con la ira instintiva que él ya no tiene. El cuerpo le responde y se arrincona recogiendo las piernas en la esquina. Chilla tan fuerte como nunca ha podido. Al fondo está Escobar con la mano estirada hacia el cielorraso como pidiendo que algo lo tome y lo saque de la jauría que lo mutila, tiene la boca abierta, se lamenta y el cielorraso se mece con las palabras de William que suenan a insultos. Los animales jalando, arrancando. La voz de Méndez berrea pero lo tapan dos cuerpos que se siguen sacudiendo mientras sus charcos se tocan. Méndez hace silencio por un rato y luego vuelve a berrear, tose en espasmos de angustia. La rabia ahora es solo llanto y perros. Uno de los deportistas está a sus pies y se tapa una herida con un dedo mientras una de las fauces le jala una oreja y lo embiste contra el piso. Todo bajo el cielorraso es un solo infierno de dolor. William no para. Daniel siente que nunca hubo un momento en su vida fuera de este salón. William no deja de insultar hasta que el último quejido se detiene, hasta que la última exhalación cesa. Daniel mira lo que quedó, son tantos cuerpos, todos inertes, todo tan sucio tan lleno de salpicaduras y húmedad, llora pasito. Las bestias no lo miran, dan vueltas jadeando, buscando algún vivo, forcejean algún miembro, pero no reparan ni en él ni en William, que se le acerca susurrando y le sonríe extendiéndole una mano embarrada de negro. No tengas miedo, pues yo estoy contigo, no temas pues yo soy tu Dios. Yo te doy fuerzas, yo te ayudo, yo te sostengo con mi mano victoriosa.
*Mario Medina es antropólogo de la Universidad Icesi de Cali y tiene una Maestría en escrituras creativas del Instituto Caro y Cuervo.