Las siete pesadillas cósmicas del “Necronomicón”
Presentamos una reseña a propósito de la obra de H.P. Lovecraft, el Necronomicón: una historia en el que se despierta un mundo de pesadillas perturbadoras, contadas en forma de relatos testimoniales.
Jefferson Echeverría
Escribo este testimonio tras despertar de siete pesadillas insufribles compuestas por doscientas treinta y ocho páginas. Tal vez parezca una burda exageración relacionar los sucesos leídos (más que leídos, diríase padecidos) con una suerte de revelaciones que han estropeado para siempre mi sentido de fascinación por el horror. El terrible libro, en cuya portada se ostenta una imagen macabra, llegó a mis manos por esas casualidades que solo están destinadas al tormento de seres poseídos por una sensibilidad literaria. Su nombre, Necronomicón, derivado de una leyenda árabe, parece encerrar todos los sortilegios demoniacos capaces de destruir el orden estricto de la realidad. Inscrito en letras rojas, me abrió sus puertas de manera sutil y prácticamente seductora, sin siquiera insinuarme su propósito: entregarme a su mundo cruel, sonoro y pestilente.
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Escribo este testimonio tras despertar de siete pesadillas insufribles compuestas por doscientas treinta y ocho páginas. Tal vez parezca una burda exageración relacionar los sucesos leídos (más que leídos, diríase padecidos) con una suerte de revelaciones que han estropeado para siempre mi sentido de fascinación por el horror. El terrible libro, en cuya portada se ostenta una imagen macabra, llegó a mis manos por esas casualidades que solo están destinadas al tormento de seres poseídos por una sensibilidad literaria. Su nombre, Necronomicón, derivado de una leyenda árabe, parece encerrar todos los sortilegios demoniacos capaces de destruir el orden estricto de la realidad. Inscrito en letras rojas, me abrió sus puertas de manera sutil y prácticamente seductora, sin siquiera insinuarme su propósito: entregarme a su mundo cruel, sonoro y pestilente.
Por más que intentaba abandonar el libro y huir de aquellas alucinaciones, la magia en sus palabras surtía un efecto hipnótico que me remitía, bajo un estado de delirio frenético, por todos los rincones donde un sinfín de leyendas se manifestaban tanto en seres demoniacos como en lúgubres conjuros. La prosa sobrenatural de la voz de Lovecraft no dejaba de retumbar en mi mente de modo tal que mi obsesión por perseguir el final de los sucesos suprimía cualquier vestigio de temor. Ni el más escéptico de los seres humanos era capaz de persuadir a la razón para dejar de creer; pues tan solo bastaba con recorrer la esquina de un estrecho callejón, explorar una pieza deteriorada por los años o atravesar una casa sumida en el concierto exasperante de los chotacabras, para dar crédito a los rumores que se reproducían como verdades siniestras.
En la primera pesadilla, me vi caminando por una ciudad sin nombre. Las ruinas de lo que antaño parecía un imperio ilustre, ahora se mostraba como una aldea solitaria cubierta de arena. El silencio que escondía sus fachadas se alzaba ante mi vista como una antesala al peligro. Al entrar en una caverna subterránea, la penumbra, entregada a un silencio cómplice, definía un sendero amplio lleno de obstáculos. La oscuridad no era impedimento para reconocer la galería de ataúdes lustrosos donde se escondían cadáveres cuyos rostros y cuerpos eran una mezcla curiosa de reptiles y humanos. La deformidad en sus gestos despertó en mí un instinto de repulsión que se agudizó ampliamente luego de vislumbrar una luz fosforescente que enmarcaba un amplio y extraño precipicio donde, a medida que acercaba mis pasos con determinación, densas corrientes de aire alborotaban una serie de gritos ensordecedores que restallaban en plegarias como si pertenecieran a los reinos lejanos de ultratumba.
En la segunda pesadilla encarné en un profanador de tumbas a quien, en compañía de su incondicional colega, el contacto con la muerte no parecía estimular terror alguno. Disfrutábamos tanto de nuestra empresa que a fin de cuentas no nos interesaba tanto las riquezas que habíamos acumulado a fuerza de mancillar cadáveres. Pero fue en una ocasión en la que un azar maldito nos llevó a encontrar la tumba de un saqueador de tumbas, de origen neerlandés, muerto hace cinco siglos. El impulso febril por acudir al lugar nos condujo a una desgracia espeluznante. Al desenterrar el cadáver, no nos fijamos tanto en el estado de conservación que ostentaba, pese al largo tiempo con que había permanecido bajo tierra, sino en el llamativo amuleto de jade verde que rodeaba su fláccido cuello. Cuando usurpamos el preciado hallazgo, una ola de sucesos diabólicos se manifestaron ante nosotros en forma de aullidos voraces de perros que emprendieron toda clase de malos augurios alrededor de nuestro hogar. Perseguidos por esta jauría ruidosa, mi colega fue hallado muerto bajo terribles circunstancias, obligándome a regresar a la lejana tumba y devolver el maldito tesoro por miedo a recibir un castigo similar.
En la tercera pesadilla, me vi guiado por un ser de extraña apariencia que se encaminaba a una Navidad oscura y silenciosa. A diferencia de otros lugares, donde dicha festividad produce una inmensa alegría en la gente, en esta ocasión me sumergí en una lenta procesión de rostros compungidos que dirigían sus pasos a una iglesia blanca. Al entrar, nos desviamos por un costado donde un sendero en espiral nos condujo a una especie de ceremonial. El monje que guiaba el rito pronunciaba con fervor fragmentos del libro maldito, es decir, del Necronomicón, mientras los gestos de expectación deliberada de los demás feligreses insinuaban un placer sombrío. Una pandilla de aves extrañas apareció cuando una luz pálida nos cegó por un momento y la desesperación me había obligado a escapar cuanto antes de aquellas plegarias.
La cuarta pesadilla fue breve. La voz de Lovecraft me relataba una cronología exacta del Necronomicón. Desde su origen hasta nuestros días, sus páginas soportaron la censura de mucha gente por el peligro que representaba para el bienestar de la humanidad.
La quinta pesadilla me remitió a un pueblo llamado Dunwich. La reputación de una familia, de nombre Whateley, había desatado sucesos escalofriantes. Su hijo, dotado de capacidades extraordinarias, había crecido tanto en intelecto como en corpulencia de forma rápida y precoz. A medida que sus padres le inculcaban secretos del libro maldito, los ruidos provenientes de un cerro que servía como templo donde los sacrificios alborotaban gritos desgarradores de chotacabras, coincidían al mismo tiempo con las desapariciones de vecinos y la destrucción de hogares de manera inexplicable. La obsesión de este heredero del mal por apropiarse de los secretos del libro, lo obligó a cometer actos fratricidas que produjo la indignación y a la vez el horror colectivo de los habitantes del pueblo.
La sexta pesadilla me obligó a encarnar en un estudiante aventajado de matemáticas a quien los delirios constantes lo sumieron en terribles ensoñaciones. La aparición de una bruja acompañada por una bestia diminuta con cuerpo de rata y rostro de hombre barbudo, siempre solían encantarme con hechizos inevitables donde una extraña dimensión delimitada en el techo y en la pared baja de una casa antigua, era el epicentro de todos los males. Lo más curioso era que, al despertar del sueño, me sorprendía la versión que los borrachines del pueblo decía sobre la aparición de tres seres extraños merodeando por los callejones del pueblo: la bruja maligna, la bestia peluda y un tipo en pijama.
La última pesadilla me convirtió en un criminal. Aunque no era lo correcto, sobre todo cuando se trataba de mi mejor amigo, lo hice por una razón justa. Mi amigo se había casado con una mujer de extraño carácter, quien tiempo después supe tomó el cuerpo de mi amigo para completar el conjuro impuesto por su padre. Los comportamientos enfermizos de mi amigo y sus cambios repentinos de humor me hicieron sospechar de un poder sobrenatural que estaba poseyendo su alma atormentada y débil. Este ser lo dominaba a tal punto de someterlo a un estado de locura que aumentaba con la desesperación y lo hundía en un cautiverio espiritual que lo iba consumiendo en un desamparo emocional y psíquico.
Al despertar de este embrujo literario, no solamente sentí la perplejidad que todo lector experimenta cuando termina de disfrutar una gran obra, sino también comprendí que leer a H.P. Lovecraft produce pesadillas inexplicables que, al salir de este laberinto contagiado de terror cósmico, es tan hipnótica su prosa que no queda más remedio que seguir leyendo aun asumiendo las consecuencias terribles que pueden derivar por ser el artífice de un género propio, pero a su vez indescifrable. Con las ingeniosas ilustraciones de Jhonatan Vera Quintero, las traducciones de Carolina Abello Onofre y de Santiago Ochoa Cadavid, y el cuidado editorial de Miguel Ángel Nova, Panamericana Editorial presenta en su edición de los relatos imprescindibles para entender algo de ese libro legendario y maldito, producto de un genio del terror cósmico.