El negro en Colombia: una geografía accidentada
Desde la Colonia hasta hoy, por política o descuido, las regiones habitadas por poblaciones negras siguen a la retaguardia del desarrollo.
Joaquín Robles Zabala
Para empezar, no hay que olvidar que Cartagena de Indias (antes San Sebastián de Calamarí), la ciudad que fundó Pedro de Heredia en 1533 a orillas del mar Caribe, y a la que el poeta Daniel Lemaitre bautizó con el nombre de Corralito de Piedra, fue durante tres siglos de colonialismo el puerto negrero más importante del Nuevo Reino de Granada. Por sus calles, escribió el historiador Eduardo Lemaitre, entró el desarrollo al país, pues esta ciudad fue el primer centro de comercio que abasteció de mercancía de todo tipo al resto del continente. Sus estrechas plazas fueron las primeras vitrinas de un mercado que no solo incluía textiles, perfumes, especias y materia prima para la fabricación de velas y otros productos, sino también el centro de un comercio de mano de obra esclavizada del que hicieron parte, de la misma forma, la gran mayoría de nuestra población indígena.
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Si es cierto que todas las provincias de los Andes se beneficiaron de este comercio, Cartagena, Antioquia, Cauca, Magdalena y Popayán basaron su economía y desplegaron su desarrollo con el implemento del uso de mano de obra esclavizada. Más del 50 por ciento de los negros que subían el Río Grande de la Magdalena, única vía que comunicaba la costa con el interior, nos recordaba Germán Espinosa, llegaban enfermos a su destino, o morían en el camino. La dificultad más grande en ese ejercicio de embarque y desembarque de ‘la mercancía’ la representaba, en gran medida, la topografía de la región, sumamente accidentada y cubierta de extensas y tupidas selvas donde solo se escuchaba el canto de los pájaros y la presencia acechante de las fieras salvajes.
En realidad, el peligro mayor no estaba representado en las serpientes, en los felinos o los cocodrilos que se paseaban por las orillas de los ríos, sino en un volador diminuto que zumbaba cerca de sus orejas y su picadura les poblaba el cuerpo de llagas y les producía fuertes fiebres que los llevaba, incluso, a la muerte.
Hay que recordar que las distancias en ese entonces eran enormes: de norte a sur y de occidente a oriente, a lomo de mula o en chalupa, “el mundo era ancho y ajeno”, como lo describió el novelista peruano Ciro Alegría. El sistema montañoso, compuesto por altísimas y monstruosas cordilleras, creaba mundos distantes, tan distantes que dificultaban el ejercicio del poder y el control del territorio. Esto facilitó que la gran mayoría de las provincias que componían el Nuevo Reino de Granada se constituyeran en gobiernos casi autónomos y el proceso de desarrollo de estas fuera sumamente lento. Facilitó también la composición étnica de las regiones, pues la minería, que se daba con mayor regularidad en los hoy departamentos de Antioquia, Cauca y la Región Pacífica, permitió una gran concentración de población negra y, por supuesto, indígena.
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Esto quizá explique por qué la gran presencia del negro en estas regiones y las razones fundacionales de muchas ciudades y pueblos por parte de los españoles en la costa Pacífica y en las faldas de la cordillera Occidental. Las tres grandes regiones que componían la Nueva Granada, como lo han registrado varios historiadores colombianos, eran la andina, que abarcaba todo el sistema montañoso que empezaba en el sur del país y corría abrupto hasta el norte; la costa Caribe, con un mar de aguas cristalinas; y la Región Pacífica, con un océano tan tranquilo que enamoraría a Vasco Núñez de Balboa y a su banda de desaforados buscadores de oro.
Pero solo en dos de estas tres regiones, el asentamiento del negro se hizo mucho más evidente: la costa Caribe y la Región Pacífica. En los Andes, por el contrario, el mestizaje se dio a partir de la población indígena –disminuida por la intensidad de los trabajos mineros– y los blancos españoles. En Antioquia, a pesar de la presencia inocultable de los afrodescendientes, la supremacía blanca se impuso, reduciendo significativamente las minorías étnicas de negros e indígenas.
Cartagena de Indias, a pesar de ser el puerto más importante que España había posesionado en el Caribe, en realidad terminó convirtiéndose, con el tiempo, en una urbe de paso. Las grandes fortunas que llegaban a la ciudad subían el Río Grande de la Magdalena para tomar posesión de los Andes, llegar a Bogotá, Popayán, Quito o Lima.
Lo anterior, quizá pueda explicar también algunas de las razones por las que la costa Caribe es una de las regiones del país con un desarrollo en ciernes a lo largo de 200 años de independencia. Quizá pueda explicar por qué hoy el Estado sigue de espaldas a una región por la que entró, según lo expuesto por Eduardo Lemaitre, “la civilización” y ese proyecto emancipador llamado modernidad a estas tierras. Por qué a pesar de ser la Región Pacífica, por ejemplo, un espacio de gran actividad minera, carece de los servicios más elementales con los que debe disponer cualquier grupo humano para vivir.
Las razones del atraso y el profundo abandono estatal podrían explicarse no solo a partir de la pobreza, producto del saqueo al que han sido sometidas estas regiones a lo largo de varios siglos, sino también desde la composición social y étnica. La Región Pacífica, por su ubicación geográfica, es un espacio privilegiado para el comercio, pues conecta por vía marítima a Colombia con el resto de las naciones del hemisferio. Además, es una zona donde la extracción de oro y la explotación de sus recursos naturales se han constituido en las actividades más rentables de su economía.
Sin embargo, nada de lo anterior se ve reflejado en el bienestar de sus habitantes. La pobreza de la región es un lugar común. La muerte por enfermedades gastrointestinales y desnutrición de más de 5.000 niños en los últimos cinco años es apenas, en términos retóricos, la punta de un gigantesco iceberg de corrupción que tiene a sus pobladores inmersos todavía en los albores del siglo XVIII. La educación es la peor que se imparte en el país y la salud sigue siendo un lunar enorme; los centros hospitalarios no solo carecen de médicos sino también de insumos para la prestación de los servicios. De las vías de acceso a sus poblaciones, ni hablar, ya que siguen siendo verdaderos caminos de herradura, trochas intransitables que fungen de carreteras.
Si le preguntáramos a un alto funcionario del gobierno si cree que en el país hay racismo, lo casi seguro es que lo niegue. Sin embargo, esta situación es el pan de cada día en colegios, universidades, establecimientos públicos y sitios de trabajo. Colombia, aunque no lo reconozcamos abiertamente, es un país racista, tanto es así que Juan José Nieto Gil, el primer y único presidente negro que ha tenido esta Nación, fue borrado de un plumazo de la historia oficial y el retrato donde aparece fue blanqueado, pues en este el exmandatario tiene la fisonomía de un hombre caucásico, un detalle que para la mayoría de colombianos ha pasado inadvertido.
Para empezar, no hay que olvidar que Cartagena de Indias (antes San Sebastián de Calamarí), la ciudad que fundó Pedro de Heredia en 1533 a orillas del mar Caribe, y a la que el poeta Daniel Lemaitre bautizó con el nombre de Corralito de Piedra, fue durante tres siglos de colonialismo el puerto negrero más importante del Nuevo Reino de Granada. Por sus calles, escribió el historiador Eduardo Lemaitre, entró el desarrollo al país, pues esta ciudad fue el primer centro de comercio que abasteció de mercancía de todo tipo al resto del continente. Sus estrechas plazas fueron las primeras vitrinas de un mercado que no solo incluía textiles, perfumes, especias y materia prima para la fabricación de velas y otros productos, sino también el centro de un comercio de mano de obra esclavizada del que hicieron parte, de la misma forma, la gran mayoría de nuestra población indígena.
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Si es cierto que todas las provincias de los Andes se beneficiaron de este comercio, Cartagena, Antioquia, Cauca, Magdalena y Popayán basaron su economía y desplegaron su desarrollo con el implemento del uso de mano de obra esclavizada. Más del 50 por ciento de los negros que subían el Río Grande de la Magdalena, única vía que comunicaba la costa con el interior, nos recordaba Germán Espinosa, llegaban enfermos a su destino, o morían en el camino. La dificultad más grande en ese ejercicio de embarque y desembarque de ‘la mercancía’ la representaba, en gran medida, la topografía de la región, sumamente accidentada y cubierta de extensas y tupidas selvas donde solo se escuchaba el canto de los pájaros y la presencia acechante de las fieras salvajes.
En realidad, el peligro mayor no estaba representado en las serpientes, en los felinos o los cocodrilos que se paseaban por las orillas de los ríos, sino en un volador diminuto que zumbaba cerca de sus orejas y su picadura les poblaba el cuerpo de llagas y les producía fuertes fiebres que los llevaba, incluso, a la muerte.
Hay que recordar que las distancias en ese entonces eran enormes: de norte a sur y de occidente a oriente, a lomo de mula o en chalupa, “el mundo era ancho y ajeno”, como lo describió el novelista peruano Ciro Alegría. El sistema montañoso, compuesto por altísimas y monstruosas cordilleras, creaba mundos distantes, tan distantes que dificultaban el ejercicio del poder y el control del territorio. Esto facilitó que la gran mayoría de las provincias que componían el Nuevo Reino de Granada se constituyeran en gobiernos casi autónomos y el proceso de desarrollo de estas fuera sumamente lento. Facilitó también la composición étnica de las regiones, pues la minería, que se daba con mayor regularidad en los hoy departamentos de Antioquia, Cauca y la Región Pacífica, permitió una gran concentración de población negra y, por supuesto, indígena.
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Esto quizá explique por qué la gran presencia del negro en estas regiones y las razones fundacionales de muchas ciudades y pueblos por parte de los españoles en la costa Pacífica y en las faldas de la cordillera Occidental. Las tres grandes regiones que componían la Nueva Granada, como lo han registrado varios historiadores colombianos, eran la andina, que abarcaba todo el sistema montañoso que empezaba en el sur del país y corría abrupto hasta el norte; la costa Caribe, con un mar de aguas cristalinas; y la Región Pacífica, con un océano tan tranquilo que enamoraría a Vasco Núñez de Balboa y a su banda de desaforados buscadores de oro.
Pero solo en dos de estas tres regiones, el asentamiento del negro se hizo mucho más evidente: la costa Caribe y la Región Pacífica. En los Andes, por el contrario, el mestizaje se dio a partir de la población indígena –disminuida por la intensidad de los trabajos mineros– y los blancos españoles. En Antioquia, a pesar de la presencia inocultable de los afrodescendientes, la supremacía blanca se impuso, reduciendo significativamente las minorías étnicas de negros e indígenas.
Cartagena de Indias, a pesar de ser el puerto más importante que España había posesionado en el Caribe, en realidad terminó convirtiéndose, con el tiempo, en una urbe de paso. Las grandes fortunas que llegaban a la ciudad subían el Río Grande de la Magdalena para tomar posesión de los Andes, llegar a Bogotá, Popayán, Quito o Lima.
Lo anterior, quizá pueda explicar también algunas de las razones por las que la costa Caribe es una de las regiones del país con un desarrollo en ciernes a lo largo de 200 años de independencia. Quizá pueda explicar por qué hoy el Estado sigue de espaldas a una región por la que entró, según lo expuesto por Eduardo Lemaitre, “la civilización” y ese proyecto emancipador llamado modernidad a estas tierras. Por qué a pesar de ser la Región Pacífica, por ejemplo, un espacio de gran actividad minera, carece de los servicios más elementales con los que debe disponer cualquier grupo humano para vivir.
Las razones del atraso y el profundo abandono estatal podrían explicarse no solo a partir de la pobreza, producto del saqueo al que han sido sometidas estas regiones a lo largo de varios siglos, sino también desde la composición social y étnica. La Región Pacífica, por su ubicación geográfica, es un espacio privilegiado para el comercio, pues conecta por vía marítima a Colombia con el resto de las naciones del hemisferio. Además, es una zona donde la extracción de oro y la explotación de sus recursos naturales se han constituido en las actividades más rentables de su economía.
Sin embargo, nada de lo anterior se ve reflejado en el bienestar de sus habitantes. La pobreza de la región es un lugar común. La muerte por enfermedades gastrointestinales y desnutrición de más de 5.000 niños en los últimos cinco años es apenas, en términos retóricos, la punta de un gigantesco iceberg de corrupción que tiene a sus pobladores inmersos todavía en los albores del siglo XVIII. La educación es la peor que se imparte en el país y la salud sigue siendo un lunar enorme; los centros hospitalarios no solo carecen de médicos sino también de insumos para la prestación de los servicios. De las vías de acceso a sus poblaciones, ni hablar, ya que siguen siendo verdaderos caminos de herradura, trochas intransitables que fungen de carreteras.
Si le preguntáramos a un alto funcionario del gobierno si cree que en el país hay racismo, lo casi seguro es que lo niegue. Sin embargo, esta situación es el pan de cada día en colegios, universidades, establecimientos públicos y sitios de trabajo. Colombia, aunque no lo reconozcamos abiertamente, es un país racista, tanto es así que Juan José Nieto Gil, el primer y único presidente negro que ha tenido esta Nación, fue borrado de un plumazo de la historia oficial y el retrato donde aparece fue blanqueado, pues en este el exmandatario tiene la fisonomía de un hombre caucásico, un detalle que para la mayoría de colombianos ha pasado inadvertido.