El nido, los artistas como dioses
Uno de los textos de Transeúnte, revista que promueve proyectos culturales y publica contenido con respecto al papel del arte en nuestra sociedad. Serán ocho entregas inspiradas en una entrevista a Raúl Gómez Jattin, donde parafraseaba a Pessoa para decir que los artistas eran dioses.
Felipe Bueno
Dentro de la vasta sabiduría india, más precisamente dentro del antiguo texto filosófico Mundaka Upanishad, existe una imagen muy particular que explica la coexistencia entre el alma individual y el alma universal, como la convivencia de dos pájaros en la rama de un mismo árbol. El pájaro universal, una figura simbólica y arquetípica que podría cubrir el mundo con sus alas, permanece como un observador pasivo de lo que hace el otro, que salta y vuela constantemente, inquieto por probar los frutos de la vida.
Esta analogía me ha llevado a comprender el arte como la sensación de tener dos corazones en el pecho. Uno que bombea al cuerpo, que lo sostiene en pie y me deja tipear estas palabras. El otro, en cambio, es el que bombea desde una profundidad que surge de manera mucho más misteriosa y que propone un horizonte para continuar de pie. El que motiva la danza, la marcha o el reposo. Y es que si queremos decir una verdad menos metafísica, pero más pragmática, más diaria, sin esa doble corriente, la vida sería insoportable.
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A esa conclusión he llegado a fuerza de no llevar bien el hecho de habitar una época hipercartesiana que nos exige partirnos a la mitad sin más, para que la dominación de la razón sobre el mundo tenga efecto. Y ahí el arte como reconciliación horizontal y ontológica ha sido esencial no solo para mí, sino para la sociedad que se avoca a la racionalización/comercialización de todo lo que puede llegar a existir, incluyendo la carne de sus más sagrados dioses. Entre ellos, la imaginación artística figura a veces como producto de lujo empresarial, y otras, con descuentos especiales en los recortes a los presupuestos de la cultura y las humanidades.
Sin el primer corazón, la tiranía de lo predecible nos arrastraría a triturar todo atisbo de primavera, o de frontera, donde las cosas suceden fuera del control de la mirada que quema la tierra con sus patrones en lugar de fertilizarla. Sin la posibilidad de un OTRO mañana, ¿cómo hacer frente a las sucesivas bofetadas de nuestro tiempo, a la precarización global de la dignidad humana producto de las guerras de todo tipo, a ver cómo hierve y se desangra la naturaleza? Sin el arte, incluso la supervivencia pierde sentido y no hacen falta meteoritos, sino simplemente el vernos al espejo para extinguir nuestros fuegos primordiales.
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El arte, como capacidad creadora, tampoco puede prescindir del otro corazón, pues permanecería en un estado fantasmal incapaz de manifestar sus contenidos y propósitos. Demasiado transparente para ser vista, demasiado fugaz para ser atrapada por nuestro apetito esencial. Sin su complemento, el arte no podría gustar los frutos ni podría ser saboreada, porque al igual que el ave cósmica, ella contempla y devuelve un eco infinito hasta del sentimiento más minúsculo. Sin embargo, necesita de su compañera para moverse por el mundo y llevar sus canciones a lo largo de la tierra.
En mi experiencia de resiliencia crónica, de vivir a pesar y gracias a la vida, he aprendido a ser devoto de esos dos ríos. A bañarme por igual en el encuentro de las dos corrientes sagradas que al final son una sola: un océano de incontables raíces. Y como si debiera mi ser beber agua dulce y salada en partes iguales, ya no puedo ser un ingenuo idealista, ni tampoco rendirme ante la moledora financiera que traduce en dividendos cada gota de sangre. Resistir creando es la lección sobre balancearse para no quebrarse en la intransigencia trascendental o inmediata, ni levantar casas donde va a subir la marea.
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Es por eso que el arte, y no me juzguen demasiado poético, reposa en mi altar cotidiano como una diosa de doble cara: deidad bicéfala, que es por igual cielo y tierra, músculo para tallar el mármol y para escribir en medio de los duelos y los bailes. A ella le ofrezco la carroña y la belleza, las cervezas que me hacen tambalear y el aire que me despierta; la basura que llevo a la galería y las pinturas que terminan en la basura. Los dos corazones palpitan, no sin arritmias, no sin sobresaltos. Por ahora palpitan en una sincronía que se resume en un vivir para crear y crear para vivir. No simplemente producir, pues nuestro mundo está atiborrado de objetos y a veces hace falta crear la nada y desde allí recrearlo todo.
Con esa sensación en mi pecho, en mis pechos, puedo estar seguro de lanzarme a la bruma porque me espera la otra cara al regreso; y puedo también esperar en el árbol porque mi corazón ha partido para parir un ocaso u otro amanecer.
Dentro de la vasta sabiduría india, más precisamente dentro del antiguo texto filosófico Mundaka Upanishad, existe una imagen muy particular que explica la coexistencia entre el alma individual y el alma universal, como la convivencia de dos pájaros en la rama de un mismo árbol. El pájaro universal, una figura simbólica y arquetípica que podría cubrir el mundo con sus alas, permanece como un observador pasivo de lo que hace el otro, que salta y vuela constantemente, inquieto por probar los frutos de la vida.
Esta analogía me ha llevado a comprender el arte como la sensación de tener dos corazones en el pecho. Uno que bombea al cuerpo, que lo sostiene en pie y me deja tipear estas palabras. El otro, en cambio, es el que bombea desde una profundidad que surge de manera mucho más misteriosa y que propone un horizonte para continuar de pie. El que motiva la danza, la marcha o el reposo. Y es que si queremos decir una verdad menos metafísica, pero más pragmática, más diaria, sin esa doble corriente, la vida sería insoportable.
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A esa conclusión he llegado a fuerza de no llevar bien el hecho de habitar una época hipercartesiana que nos exige partirnos a la mitad sin más, para que la dominación de la razón sobre el mundo tenga efecto. Y ahí el arte como reconciliación horizontal y ontológica ha sido esencial no solo para mí, sino para la sociedad que se avoca a la racionalización/comercialización de todo lo que puede llegar a existir, incluyendo la carne de sus más sagrados dioses. Entre ellos, la imaginación artística figura a veces como producto de lujo empresarial, y otras, con descuentos especiales en los recortes a los presupuestos de la cultura y las humanidades.
Sin el primer corazón, la tiranía de lo predecible nos arrastraría a triturar todo atisbo de primavera, o de frontera, donde las cosas suceden fuera del control de la mirada que quema la tierra con sus patrones en lugar de fertilizarla. Sin la posibilidad de un OTRO mañana, ¿cómo hacer frente a las sucesivas bofetadas de nuestro tiempo, a la precarización global de la dignidad humana producto de las guerras de todo tipo, a ver cómo hierve y se desangra la naturaleza? Sin el arte, incluso la supervivencia pierde sentido y no hacen falta meteoritos, sino simplemente el vernos al espejo para extinguir nuestros fuegos primordiales.
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En mi experiencia de resiliencia crónica, de vivir a pesar y gracias a la vida, he aprendido a ser devoto de esos dos ríos. A bañarme por igual en el encuentro de las dos corrientes sagradas que al final son una sola: un océano de incontables raíces. Y como si debiera mi ser beber agua dulce y salada en partes iguales, ya no puedo ser un ingenuo idealista, ni tampoco rendirme ante la moledora financiera que traduce en dividendos cada gota de sangre. Resistir creando es la lección sobre balancearse para no quebrarse en la intransigencia trascendental o inmediata, ni levantar casas donde va a subir la marea.
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Es por eso que el arte, y no me juzguen demasiado poético, reposa en mi altar cotidiano como una diosa de doble cara: deidad bicéfala, que es por igual cielo y tierra, músculo para tallar el mármol y para escribir en medio de los duelos y los bailes. A ella le ofrezco la carroña y la belleza, las cervezas que me hacen tambalear y el aire que me despierta; la basura que llevo a la galería y las pinturas que terminan en la basura. Los dos corazones palpitan, no sin arritmias, no sin sobresaltos. Por ahora palpitan en una sincronía que se resume en un vivir para crear y crear para vivir. No simplemente producir, pues nuestro mundo está atiborrado de objetos y a veces hace falta crear la nada y desde allí recrearlo todo.
Con esa sensación en mi pecho, en mis pechos, puedo estar seguro de lanzarme a la bruma porque me espera la otra cara al regreso; y puedo también esperar en el árbol porque mi corazón ha partido para parir un ocaso u otro amanecer.