El ocaso de los ‘9’ (I)
Eran tipos que se metían entre los centrales rivales, recibían una pelota por partido, le pegaban con la punta o con los tobillos y se iban a una esquina con la boca llena de gol, sabiendo que ese gol iba a marcar la diferencia.
Fernando Araújo Vélez
Buscaban al fotógrafo del diario de mayor circulación para regalarle su grito y sus venas infladas y sus puños cerrados, conscientes aún en el festejo de que cada gol valía una millonada, y que salir en la portada de los periódicos o de una revista iba a multiplicar su valor. Luego se daban vuelta para recibir el abrazo de sus compañeros y seguían gritando su gol, con el canto de las tribunas como sonido de fondo.
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Buscaban al fotógrafo del diario de mayor circulación para regalarle su grito y sus venas infladas y sus puños cerrados, conscientes aún en el festejo de que cada gol valía una millonada, y que salir en la portada de los periódicos o de una revista iba a multiplicar su valor. Luego se daban vuelta para recibir el abrazo de sus compañeros y seguían gritando su gol, con el canto de las tribunas como sonido de fondo.
Más que jugar, y mucho más que la estética o que la solidaridad, buscaban el gol. Como decían los periodistas, tenían el arco rival dibujado entre ceja y ceja, y en más de una ocasión le negaron un pase a un compañero que podría haber decidido un partido, o un campeonato, por la obsesión de que ellos tenían que meterla. Si no hacían el gol, era como si no valiera nada. Eran duros, porque además, no les importaba la plasticidad. Eran fuertes para soportar los codazos de los defensas, y todavía más fuertes, para aguantar los silbidos de la gradería cuando estaban de mala racha y desperdiciaban opciones debajo del arco, sin arquero y con el balón corriendo manso a sus pies.
Pero si solo era tocarla, les decían sus compañeros en la cancha, y los hinchas fuera de ella durante días y semanas, pero ellos no tenían respuesta. Se encogían de hombros y miraban hacia otro lado, seguro pensando en el gol del domingo siguiente, en su revancha, en ese zapatazo que iba a inflar las redes y a ponerlos a ellos en la portada de los diarios. Cada domingo era una revancha por llegar, y cada pelota en el área, la posibilidad de callar a todos y cada uno de sus detractores. Una venganza. La perfecta venganza. Por eso, más tarde o más temprano, cuando la metían, su grito era una mezcla de alegría con odio desbocado, de ira y de felicidad, de cuentas por cobrar y de victoria.
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Cuando no, y pasaban los domingos y nada, y los periodistas comentaban que iban de salida, que estaban pasados de años, que había que darles la oportunidad a otros, y en los diarios los calificaban con un magro tres, o con un cuatro por lástima… Cuando no anotaban, la vida era tener que vivirla, o mejor, tener que sobrellevarla. Los lunes se levantaban de madrugada para revisar el diario y mirar el lapidario tres que les había puesto el analista de turno, y botaban o quemaban el periódico para que su mujer y sus hijos no lo vieran. Y los martes, cuando se reanudaban los entrenamientos, iban con la fe de los locos, convencidos de que cinco días más tarde pondrían a los hinchas de rodillas.
Era una ilusión, sólo una ilusión, porque así como había habido tiempos en los que incluso le metían con la espalda y sin intención, muy al estilo Gerard Müller, las malas rachas duraban semanas y meses. Y eran semanas y meses de pesadillas, de malas caras, de no querer ir a la tienda siquiera para no cruzarse con nadie que les recriminara una oportunidad de gol errada, porque en el fútbol, y algunos lo comentaban muy a lo bajo y entre ellos, como Luis Artime o Jaime Morón o Sergio Vilarete o Serginho o Guillermo La Rosa, todo el mundo se creía con el derecho y el conocimiento de criticar, de juzgar y de condenar, y la verdad era que casi nadie sabía nada.
La mayoría se dejaba llevar por los resultados, o por lo que decían los periodistas, que uno sí y casi que el otro también, estaban comprados, para no hablar de su desconocimiento del fútbol y de los pormenores. Si el ‘9′ hacía dos goles, era la figura del partido. Si no, más allá de que hubiera quitado mil pelotas y de que hubiese generado por sí mismo cien oportunidades de gol, era un tronco. Es que lo trajeron para que hiciera goles, decían y repetían los fanáticos y los periodistas, como si su máxima fuera uno de los diez mandamientos y la hubieran escrito sobre piedra. Ninguno consideraba, por ejemplo, que los ‘9′ eran una parte de un equipo, y que si el equipo no funcionaba en su totalidad, ni él ni nadie iba a poder hacer goles, a menos de que fueran por suerte.
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El mejor jugador de mi equipo es el equipo, dijo más de una vez Alfredo D’Stéfano, que era ‘9′ y jugaba de mil cosas y en mil puestos, adelantándose a los tiempos modernos. Tal vez lo dijo en sus épocas más oscuras, cuando no lograba meterla ni en los entrenamientos. Sabía, como lo sabían todos los que jugaban a la pelota, que en el fondo, hacer un gol era mucho más fácil que jugar bien, y que los goles eran el último toque de una serie de jugadas y de movimientos de varios compañeros. Sin esas jugadas, sin aquellos movimientos, sin los relevos, sin los espacios que generaban quienes sabían correr sin la pelota, sin el que pellizcara el balón, sin quien lo recuperara, sin el que empujara y sin el que metiera el pase de gol, aquel último toque era una quimera.
Sin embargo, los flashes iban hacia los ‘9′, y por eso, en parte, esos ‘9′ le pagaban una platica en ocasiones a sus compañeros por cada pase gol que les daban. Alguno tenía que llevarse la atención, y lo más sencillo era que fueran ellos, pues ellos eran los que remataban las jugadas, los que la concluían, y a partir de su último toque, o de su remate postrero para que el balón se metiera en el arco contrario, empezaban a dispararse las emociones, los gritos, la locura. Cada vez que la pelota acababa en el fondo de la red, como decían los locutores, se iniciaba una historia memorable, tanto dentro de los estadios como en las casas de la gente y en las calles de los pueblos y las ciudades, e inmersos en ese frenesí, eran pocos, muy pocos los que recordaban las jugadas que habían originado los goles.
Aquellos tipos que se creían tocados por la varita de los dioses de la pelota vivían de, por y para el gol, y el gol los fue formando. Los fue haciendo vanidosos, altaneros, arrogantes a veces, egoístas en la mayoría de las ocasiones, seres humanos que más que correr o caminar, levitaban, convencidos de que el mundo y el fútbol giraban en torno a ellos. Cuando se retiraron, o cuando cayeron en las malas rachas de cualquier mortal, empezaron a comprender que ellos también eran mortales. Los más agudos, sensatos y fuertes, entendieron que la vida y el fútbol seguirían sus rumbos más allá de ellos y que la vanidad los había destrozado, pero se levantaron.
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Muchos de los otros cayeron y siguieron cayendo, cuesta abajo en su rodada, como rezaba un tango. No pudieron soportar que los diarios dejaran de hablar de ellos, y menos, que en sus portadas aparecieran otros, incluso, algunos que habían comenzado a jugar a su lado y a quienes por cosas del día a día ni siquiera habían volteado a mirar. Cegados por su condición de estrellas, se quedaron en el tiempo, repitiendo una y mil veces los movimientos que los habían hecho figuras, clavados en 20 metros cuadrados, sin percatarse de que el fútbol, como todo en la vida, iba evolucionando, y si los ‘9′ eran inamovibles en los años 20 o 30, en los 50 o 60, en los setenta, con la irrupción de la Holanda de Johan Cruyff, habían empezado a dejar de serlo.