El odio de las redes sociales y las campañas políticas
La estrategia de estos políticos, en últimas, lo que hace es alimentar el narcisismo del sujeto contemporáneo, que cree que no existe otra versión de las cosas más que la suya.
Jaír Villano
Javier Milei ha llamado la atención de toda Latinoamérica. No solo porque pueda ser el presidente de Argentina, no solo por su rabia pintoresca, sus estrafalarios performances, su look de rockero trasnochado, su acento tiránico, no solo por su feroz verborrea. También por el instrumento a través del cual su comportamiento se ha hecho viral y efectista: las redes sociales.
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Recientemente, Eric Sadin, uno de los ensayistas que más ha insistido sobre la incidencia del orden neoliberal digital en el comportamiento humano (esto es, el paradigma técnico-científico), dio unas palabras lúcidas en entrevista en Página 12: “Es evidente que las tecnologías políticas de persuasión de masas pueden afectar individualmente a las personas, crear grupos, analizar comportamientos, analizar mensajes y reacciones. Quiénes explotan comercialmente esas nuevas tecnologías de persuasión de masas, son justamente quienes saben jugar con esas sensaciones negativas y mortíferas que tienen las personas, con el hecho de que la gente sienta rencor y resentimiento”.
Milei -como Bolsonaro, como Trump, como Uribe Vélez-, son fenómenos similares. Utilizan la rabia, el odio y el resentimiento que prolifera en las redes para atrapar adeptos a sus causas. Aprovechan vacíos estructurales de sus naciones para incentivar y exacerbar el miedo. Y más aún: proponer una salvación: ellos mismos. No tanto su plan de gobierno, su gabinete, sus propuestas, o sus estrategias gubernamentales, sino su sola presencia.
El caudillismo ha existido desde antes de estos personajes, desde luego. Pero lo que llama la atención de estos fenómenos son las tecnologías que usan para su servicio: los dispositivos tecnológicos, las plataformas de expresividad, como las social media, que son las que han creado la sensación de que nuestras opiniones e inclinaciones son importantes, que somos el centro del mundo, cuando en realidad lo que hay detrás de cada aparición nuestra son datos que luego son usados para vendernos todo tipo de productos.
En el orden neoliberal de existencia nuestra presencia es totalmente insignificante. En las redes sociales no existimos como humanos, sino como usuarios y clientes exponenciales. Nosotros mismos actuamos en ellas como mercancías que se exhiben y se venden a otras mercancías y productos.
Consumimos lo que otros usuarios nos configuran como su realidad, y vendemos nuestra propia configuración.
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El problema de esto (dejando de lado la pregunta metafísica) es que nuestras apariciones son usadas en función de la venta de un producto no solo comercial, también ideológico. El populismo de derecha y de izquierda le ha resultado más fácil conseguir militantes porque estamos exponiendo nuestras inclinaciones a diario.
La subjetividad contemporánea, como dice Sadin, se caracteriza por privilegiar un estado colectivo de resentimiento. Esto lo utilizan las campañas políticas a través de una fórmula que de ganar Milei -¡y ojalá que no!- parece infalible: responder al odio del ciudadano con más odio, incentivar su rabia, reafirmar sus prejuicios, atizar la rabia, elevar la moralina, sospechar de la pluralidad, restringir la libertad y aplaudir su ánimo derrotista.
En suma, dirigir un discurso que a lo único que se dedica es a intensificar la visión rencorosa del oponente.
La estrategia de estos políticos, en últimas, lo que hace es alimentar el narcisismo del sujeto contemporáneo, que cree que no existe otra versión de las cosas más que la suya.
Javier Milei ha llamado la atención de toda Latinoamérica. No solo porque pueda ser el presidente de Argentina, no solo por su rabia pintoresca, sus estrafalarios performances, su look de rockero trasnochado, su acento tiránico, no solo por su feroz verborrea. También por el instrumento a través del cual su comportamiento se ha hecho viral y efectista: las redes sociales.
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Recientemente, Eric Sadin, uno de los ensayistas que más ha insistido sobre la incidencia del orden neoliberal digital en el comportamiento humano (esto es, el paradigma técnico-científico), dio unas palabras lúcidas en entrevista en Página 12: “Es evidente que las tecnologías políticas de persuasión de masas pueden afectar individualmente a las personas, crear grupos, analizar comportamientos, analizar mensajes y reacciones. Quiénes explotan comercialmente esas nuevas tecnologías de persuasión de masas, son justamente quienes saben jugar con esas sensaciones negativas y mortíferas que tienen las personas, con el hecho de que la gente sienta rencor y resentimiento”.
Milei -como Bolsonaro, como Trump, como Uribe Vélez-, son fenómenos similares. Utilizan la rabia, el odio y el resentimiento que prolifera en las redes para atrapar adeptos a sus causas. Aprovechan vacíos estructurales de sus naciones para incentivar y exacerbar el miedo. Y más aún: proponer una salvación: ellos mismos. No tanto su plan de gobierno, su gabinete, sus propuestas, o sus estrategias gubernamentales, sino su sola presencia.
El caudillismo ha existido desde antes de estos personajes, desde luego. Pero lo que llama la atención de estos fenómenos son las tecnologías que usan para su servicio: los dispositivos tecnológicos, las plataformas de expresividad, como las social media, que son las que han creado la sensación de que nuestras opiniones e inclinaciones son importantes, que somos el centro del mundo, cuando en realidad lo que hay detrás de cada aparición nuestra son datos que luego son usados para vendernos todo tipo de productos.
En el orden neoliberal de existencia nuestra presencia es totalmente insignificante. En las redes sociales no existimos como humanos, sino como usuarios y clientes exponenciales. Nosotros mismos actuamos en ellas como mercancías que se exhiben y se venden a otras mercancías y productos.
Consumimos lo que otros usuarios nos configuran como su realidad, y vendemos nuestra propia configuración.
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El problema de esto (dejando de lado la pregunta metafísica) es que nuestras apariciones son usadas en función de la venta de un producto no solo comercial, también ideológico. El populismo de derecha y de izquierda le ha resultado más fácil conseguir militantes porque estamos exponiendo nuestras inclinaciones a diario.
La subjetividad contemporánea, como dice Sadin, se caracteriza por privilegiar un estado colectivo de resentimiento. Esto lo utilizan las campañas políticas a través de una fórmula que de ganar Milei -¡y ojalá que no!- parece infalible: responder al odio del ciudadano con más odio, incentivar su rabia, reafirmar sus prejuicios, atizar la rabia, elevar la moralina, sospechar de la pluralidad, restringir la libertad y aplaudir su ánimo derrotista.
En suma, dirigir un discurso que a lo único que se dedica es a intensificar la visión rencorosa del oponente.
La estrategia de estos políticos, en últimas, lo que hace es alimentar el narcisismo del sujeto contemporáneo, que cree que no existe otra versión de las cosas más que la suya.