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Recuerdo que mi madre guardaba silencio mientras yo leía, como si en ese acto se recreara una relación antigua y profunda, una relación que no solo tenía que ver con el lenguaje, sino con el propio origen de la palabra. Ella, mujer humilde, sin pasado en la escuela, no se podía dar el lujo de suspender sus labores domésticas porque una tropa de comensales hambrientos no le daba tregua. No obstante, siempre me escuchaba. Y ese silencio, el detenerse entre sus quehaceres, me lleva a pensar que su oído no solo acogía las palabras como sonidos nuevos, sino que en ellas reconocía el eco de algo mucho más primitivo. De tanto en tanto dejaba de cortar una cebolla, una papa, un tomate... de mezclar la sopa, y por un instante detenía el cuchillo o la cuchara para preguntar por el significado de una palabra. En ocasiones, confieso, inventaba ese significado. Ella me miraba con sus ojos tristes, y de algún lugar brotaba una sonrisa. Comprendí décadas después que en esos momentos estaba recibiendo mis primeras lecciones sobre lectura amplía del mundo y escritura.
Fueron también mis primeras lecciones sobre los límites del lenguaje, ese que nace en un territorio primigenio, un lugar al que solo unos pocos, entre ellos Agamben y Quignard, se han atrevido a mirar de cerca. El «origen anfibio de la lengua», donde la palabra emerge de la vida como un susurro desde las profundidades de lo no dicho, un murmullo que se forma en la humedad del pensamiento antes de ser articulado. Nuestro origen es acuático, incognoscible e irrecuperable, nos recuerda Franca Maccioni y, estamos a medio camino entre el renacuajo y el pájaro. Por esa razón, cuando abandoné el vientre, cuando fui alumbrado al Mundo, perdí dicho origen (para siempre). Sin embargo, ese misterio permanece, porque en las palabras y en los silencios que siguen resonando, vibrando, espasmando las imágenes del agua, una voz primigenia, la vox ignota.
La última vez que le compartí una lectura a mi madre, lo recuerdo bien, fue una tarde, tendría unos 16 años. Le leí unos torpes versos que escribí en los que algunas flores eran arrastradas por el viento. Cuando terminé, ella me estaba mirando y, por un momento, rompió su habitual silencio para decirme: «Se ven muy lindas las flores» y a continuación preguntó: «¿Por qué begonias?». No recuerdo qué respondí, pero tardé meses, años, en darme cuenta de que ese texto hablaba de mi madre, de nuestra conexión en ese lenguaje primitivo que compartíamos. Era un homenaje inconsciente, y por eso, ahora me doy cuenta, volaban entre versos sus begonias, sus flores favoritas.
Quiero pensar que mi madre lo supo desde el primer momento, porque era una gran lectora, no de libros, sino de la vida… del Mundo. Encontró en su niño, en el más pequeño de sus hijos, a un interlocutor ideal para escuchar el murmullo del lenguaje que compartíamos, ese lenguaje que no tiene origen en el habla, sino en las profundidades del ser, en el vientre, en el líquido amniótico donde la lengua comienza a formarse. Así me dio las primeras lecciones de lectura a viva voz, así me preparó sin saberlo para las aulas, para la escritura. No solo fue mi primera escucha, fue mi primera correctora, mi primera crítica.
Muchos años después, cuando ya había cruzado la calle y pude mirar mi vida desde la acera del frente (es en la distancia que podemos «mirar-nos»), me di cuenta de que mi madre me había dado más que palabras; me había dado el vínculo con ese «origen anfibio de la lengua». Recuerdo que años después, en una tarde de domingo y en la soledad de su casa de Torrelavega, fue ella quien me leyó. También recuerdo que tenía a su perrita Sacha a los pies y que estaba sentada en su silla mecedora traída de la Costa. Recuerdo que tenía entre sus manos, la enorme Biblia que pagó en cómodas cuotas, cuando yo apenas cursaba tercer grado. Un gigantesco libro sostenido por un aparatoso pedestal y que siempre estaba abierto en la misma página. Recuerdo que fue directo a la página y comenzó a leerme el Salmo 91. Cuando terminó me sugirió que ese Salmo podría proteger mi casa en Pereira. Sabía que yo no era hombre de biblias, mucho menos después de haber sido maldecido y expulsado de la iglesia por un sacerdote malhumorado al final de mi adolescencia. En ese momento no presté mayor atención a su lección y ambos continuamos con nuestras vidas. Ella en la soledad de su casa protegida por Sacha y el Salmo 91. Yo, acumulando lecturas y libros a pocos kilómetros de distancia.
Mi madre murió un 4 de julio. Sacha, que aún vive sus últimos días, se fue con mi hermana Paula, la silla traída de la Costa y la Biblia vinieron a El silencio, mi casa, conmigo. Nunca dudé en quedarme con la Biblia. Para mí es un objeto lleno de magia. Lo conservo tal cual. En ocasiones lo abro con cierta devoción, hacia mi madre, aclaro. Voy hasta la página amarillenta que destaca entre el resto, de pronto leo un verso para escucharla a Ella: «No temerás los miedos de la noche, ni la flecha disparada de día, / ni la peste que avanza en las tinieblas, ni la plaga que azota a pleno sol». Y entonces ahí está, no hay duda, ese es mi cordón umbilical con la lectura. Voy pasando las páginas y tomó pedacitos de papel escritos por mi madre y sembrados entre las páginas. Leo: fechas, teléfonos, nombres, cuentas por pagar y de pronto aparece, una pequeña reflexión, una idea… Y entonces ahí está, no hay duda, ese es mi cordón umbilical con la escritura. Quiero pensar que mi amada Carmen los escribió y los dejó allí para el hombre futuro, ese que ahora lucha con la página en blanco todos los días.
Esa tarde en que mi madre, en su casa de Torrelavega, me leyó el Salmo 91, me mostró cómo el lenguaje puede fluir como el agua, suave pero constante, desde la voz de una madre hasta los oídos de un hijo. Como el agua, la lengua nos conecta a lo más profundo de nuestra existencia, a la esencia de lo que somos antes de tener palabras. Ella, con su perrita Sacha a los pies y su vieja Biblia en las manos, me leía desde un lugar más allá del tiempo, desde el origen.
Mi madre murió en el 2016. Conservo su Biblia como una huella de ese vínculo, de ese cordón umbilical que me unía a ella, a la lectura y a la escritura desde mis primeros años de vida. Cada vez que la abro, siento que vuelvo a escucharla, que su voz emerge desde esas páginas amarillentas, como un murmullo que me acompaña en mi lucha con el blanco de la página. Ese silencio lleno de palabras me recuerda que, tras ese blanco, aguarda la voz de una madre, la música originaria que me devuelve al «origen», ese lugar donde la palabra no está separada de la vida, donde ambas se funden en un único flujo continuo.
El resultado: una señal condensada, experiencia convertida en tinta y papel, leve evidencia del encuentro, tan efímero e inasible como las palabras recuperadas tras ese viaje de retorno. Creo que el libro, la obra escrita, es un vestigio, la prueba de una voz irrecuperable que nos abraza. Algo similar ocurre con la lectura, porque leer, dice Joan-Carles Mèlich, «Es dejarse afectar por la palabra de alguien que no está físicamente presente, pero tampoco está del todo ausente». Es un acto amoroso y profundo de escucha, es escuchar voces que vienen de lejos, voces que dicen, pero que no responden.