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                                                                                                                                El origen anfibio de la lengua

                                                                                                                                Presentamos este texto en el que el autor reflexiona sobre la lectura y el rol que su madre y la lectura en voz alta tuvieron en este proceso.

                                                                                                                                Juan Manuel Ramírez Rave

                                                                                                                                "Me dio las primeras lecciones de lectura a viva voz, así me preparó sin saberlo para las aulas, para la escritura. No solo fue mi primera escucha, fue mi primera correctora, mi primera crítica".
                                                                                                                                Foto: Pixabay
                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                La última vez que le compartí una lectura a mi madre, lo recuerdo bien, fue una tarde, tendría unos 16 años. Le leí unos torpes versos que escribí en los que algunas flores eran arrastradas por el viento. Cuando terminé, ella me estaba mirando y, por un momento, rompió su habitual silencio para decirme: «Se ven muy lindas las flores» y a continuación preguntó: «¿Por qué begonias?». No recuerdo qué respondí, pero tardé meses, años, en darme cuenta de que ese texto hablaba de mi madre, de nuestra conexión en ese lenguaje primitivo que compartíamos. Era un homenaje inconsciente, y por eso, ahora me doy cuenta, volaban entre versos sus begonias, sus flores favoritas.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Mi madre murió un 4 de julio. Sacha, que aún vive sus últimos días, se fue con mi hermana Paula, la silla traída de la Costa y la Biblia vinieron a El silencio, mi casa, conmigo. Nunca dudé en quedarme con la Biblia. Para mí es un objeto lleno de magia. Lo conservo tal cual. En ocasiones lo abro con cierta devoción, hacia mi madre, aclaro. Voy hasta la página amarillenta que destaca entre el resto, de pronto leo un verso para escucharla a Ella: «No temerás los miedos de la noche, ni la flecha disparada de día, / ni la peste que avanza en las tinieblas, ni la plaga que azota a pleno sol». Y entonces ahí está, no hay duda, ese es mi cordón umbilical con la lectura. Voy pasando las páginas y tomó pedacitos de papel escritos por mi madre y sembrados entre las páginas. Leo: fechas, teléfonos, nombres, cuentas por pagar y de pronto aparece, una pequeña reflexión, una idea… Y entonces ahí está, no hay duda, ese es mi cordón umbilical con la escritura. Quiero pensar que mi amada Carmen los escribió y los dejó allí para el hombre futuro, ese que ahora lucha con la página en blanco todos los días.

                                                                                                                                Esa tarde en que mi madre, en su casa de Torrelavega, me leyó el Salmo 91, me mostró cómo el lenguaje puede fluir como el agua, suave pero constante, desde la voz de una madre hasta los oídos de un hijo. Como el agua, la lengua nos conecta a lo más profundo de nuestra existencia, a la esencia de lo que somos antes de tener palabras. Ella, con su perrita Sacha a los pies y su vieja Biblia en las manos, me leía desde un lugar más allá del tiempo, desde el origen.

                                                                                                                                Mi madre murió en el 2016. Conservo su Biblia como una huella de ese vínculo, de ese cordón umbilical que me unía a ella, a la lectura y a la escritura desde mis primeros años de vida. Cada vez que la abro, siento que vuelvo a escucharla, que su voz emerge desde esas páginas amarillentas, como un murmullo que me acompaña en mi lucha con el blanco de la página. Ese silencio lleno de palabras me recuerda que, tras ese blanco, aguarda la voz de una madre, la música originaria que me devuelve al «origen», ese lugar donde la palabra no está separada de la vida, donde ambas se funden en un único flujo continuo.

                                                                                                                                El resultado: una señal condensada, experiencia convertida en tinta y papel, leve evidencia del encuentro, tan efímero e inasible como las palabras recuperadas tras ese viaje de retorno. Creo que el libro, la obra escrita, es un vestigio, la prueba de una voz irrecuperable que nos abraza. Algo similar ocurre con la lectura, porque leer, dice Joan-Carles Mèlich, «Es dejarse afectar por la palabra de alguien que no está físicamente presente, pero tampoco está del todo ausente». Es un acto amoroso y profundo de escucha, es escuchar voces que vienen de lejos, voces que dicen, pero que no responden.

                                                                                                                                "Me dio las primeras lecciones de lectura a viva voz, así me preparó sin saberlo para las aulas, para la escritura. No solo fue mi primera escucha, fue mi primera correctora, mi primera crítica".
                                                                                                                                Foto: Pixabay
                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                La última vez que le compartí una lectura a mi madre, lo recuerdo bien, fue una tarde, tendría unos 16 años. Le leí unos torpes versos que escribí en los que algunas flores eran arrastradas por el viento. Cuando terminé, ella me estaba mirando y, por un momento, rompió su habitual silencio para decirme: «Se ven muy lindas las flores» y a continuación preguntó: «¿Por qué begonias?». No recuerdo qué respondí, pero tardé meses, años, en darme cuenta de que ese texto hablaba de mi madre, de nuestra conexión en ese lenguaje primitivo que compartíamos. Era un homenaje inconsciente, y por eso, ahora me doy cuenta, volaban entre versos sus begonias, sus flores favoritas.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Mi madre murió un 4 de julio. Sacha, que aún vive sus últimos días, se fue con mi hermana Paula, la silla traída de la Costa y la Biblia vinieron a El silencio, mi casa, conmigo. Nunca dudé en quedarme con la Biblia. Para mí es un objeto lleno de magia. Lo conservo tal cual. En ocasiones lo abro con cierta devoción, hacia mi madre, aclaro. Voy hasta la página amarillenta que destaca entre el resto, de pronto leo un verso para escucharla a Ella: «No temerás los miedos de la noche, ni la flecha disparada de día, / ni la peste que avanza en las tinieblas, ni la plaga que azota a pleno sol». Y entonces ahí está, no hay duda, ese es mi cordón umbilical con la lectura. Voy pasando las páginas y tomó pedacitos de papel escritos por mi madre y sembrados entre las páginas. Leo: fechas, teléfonos, nombres, cuentas por pagar y de pronto aparece, una pequeña reflexión, una idea… Y entonces ahí está, no hay duda, ese es mi cordón umbilical con la escritura. Quiero pensar que mi amada Carmen los escribió y los dejó allí para el hombre futuro, ese que ahora lucha con la página en blanco todos los días.

                                                                                                                                Esa tarde en que mi madre, en su casa de Torrelavega, me leyó el Salmo 91, me mostró cómo el lenguaje puede fluir como el agua, suave pero constante, desde la voz de una madre hasta los oídos de un hijo. Como el agua, la lengua nos conecta a lo más profundo de nuestra existencia, a la esencia de lo que somos antes de tener palabras. Ella, con su perrita Sacha a los pies y su vieja Biblia en las manos, me leía desde un lugar más allá del tiempo, desde el origen.

                                                                                                                                Mi madre murió en el 2016. Conservo su Biblia como una huella de ese vínculo, de ese cordón umbilical que me unía a ella, a la lectura y a la escritura desde mis primeros años de vida. Cada vez que la abro, siento que vuelvo a escucharla, que su voz emerge desde esas páginas amarillentas, como un murmullo que me acompaña en mi lucha con el blanco de la página. Ese silencio lleno de palabras me recuerda que, tras ese blanco, aguarda la voz de una madre, la música originaria que me devuelve al «origen», ese lugar donde la palabra no está separada de la vida, donde ambas se funden en un único flujo continuo.

                                                                                                                                El resultado: una señal condensada, experiencia convertida en tinta y papel, leve evidencia del encuentro, tan efímero e inasible como las palabras recuperadas tras ese viaje de retorno. Creo que el libro, la obra escrita, es un vestigio, la prueba de una voz irrecuperable que nos abraza. Algo similar ocurre con la lectura, porque leer, dice Joan-Carles Mèlich, «Es dejarse afectar por la palabra de alguien que no está físicamente presente, pero tampoco está del todo ausente». Es un acto amoroso y profundo de escucha, es escuchar voces que vienen de lejos, voces que dicen, pero que no responden.

                                                                                                                                Por Juan Manuel Ramírez Rave

                                                                                                                                Ver todas las noticias
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