El dios del metal
Presentamos la tercera parte de la serie El origen de los dioses, que, como su nombre lo indica, intenta contar parte de la historia de las divinidades que han marcado a la humanidad, que sale publicada cada lunes en estas páginas.
Fernando Araújo Vélez
Y entonces, de repente, por azar, porque el sol dio sobre una piedra o porque esa piedra de color verde intenso se fue transformando con el calor, o por la mezcla de esas circunstancias y algunas más, surgió la metalurgia. Que fue la providencia, que fue la magia, que fue obra de algún dios, que las tierras entre los montes de Elburz y el mar Caspio eran propicias para que eso sucediera por su riqueza de minerales y de aguas, que fue la observación del hombre de aquellos tiempos signados en cuatro o cinco mil años antes de Cristo, o que fue todo eso y un algo desconocido, que fue la naturaleza, y en fin, las hipótesis se acumularon año tras año, o milenio tras milenio, y ninguna fue unánimemente aceptada por los arqueólogos e investigadores de la historia de la humanidad. Sin embargo, casi todos dijeron, más tarde o más temprano, que el descubrimiento fue fortuito, y que por ello, al hombre de la edad del bronce, al hombre y los hombres que lo hicieron posible, que lo seguirían haciendo durante siglos y milenios, los consideraron dioses.
Y fueron dioses, o por lo menos, poseedores de una verdad ancestral y mágica, o enviados de algún dios de la tierra y el sol. Para Peter Watson, “el accidente que condujo al descubrimiento de la fundición debió de haber ocurrido cuando algún alfarero de la antigüedad empleó malaquita para colorear sus cerámicas, ‘y luego —citando a Leslie Aitchinson, en La historia de los metales— se llevó la sorpresa de su vida al descubrir que el color obtenido era muy diferente del que había previsto’”. A ese hombre lo veneraron, y después de las venias y de que se esparciera por aquel comienzo de mundo la idea de que tenía poderes especiales, comenzaron a pedirle favores de diversos tipos, que a la larga eran favores divinos. Todo lo que ocurrió desde su aleación fue un milagro, y desde entonces, aquel hombre era el responsable de lo que pudiera o no acontecer. Los hechos se amoldaron a lo que el pueblo quería ver en ellos, de ellos y por ellos, y el creer se transformó en una forma de vivir, cuyo principio y final era el hombre del bronce, por llamarlo de alguna manera.
Con el tiempo, los reseñadores de la historia ubicaron su época en medio de la edad del cobre y la del hierro, entre el año 3000 y el 800 antes de Cristo, aproximadamente, y la caracterizaron por el descubrimiento de la aleación del cobre con el estaño, que llevó, años más tarde, a una especie de estandarización del hierro como el metal predilecto para la fabricación de armas y diversas herramientas de trabajo. Con el hierro se afianzaron las primeras organizaciones estatales, y el hombre comenzó a ser decididamente agrícola y sedentario. Esas y otras condiciones de vida llevaron a las primeras legislaciones, y a lo que la historia denominó civilización. Poco a poco, suceso tras suceso y, más que nada, decisión tras decisión, el dios hombre de bronce empezó a perder su antiguo y mágico poder, y fue reemplazado, sucesivamente, por gobernantes, emperadores, reyes, guerreros y sacerdotes, y en el contexto de las primeras ciudades, Ur, Eridu, Catal Hüyuk, con su multiplicidad de relaciones y obvios intereses, surgieron algunos profetas.
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Las tierras santas eran el mundo, el verdadero mundo para los creyentes, y lo siguieron siendo por los siglos de los siglos. Eran un mundo nuevo, renovado y, al mismo tiempo, la recreación del principio de todo. El resto era caos, o monotonía. Homogeneidad y sin sentido. Como escribía Mircea Eliade, “se ve, pues, en qué medida el descubrimiento, es decir, la revelación del espacio sagrado, tiene un valor existencial para el hombre religioso: nada puede comenzar, hacerse, sin una orientación previa, y toda orientación implica la adquisición de un punto fijo. Por esta razón el hombre religioso se ha esforzado por establecerse en el ‘Centro del mundo’. Para vivir en el mundo hay que fundarlo, y ningún mundo puede nacer en el caos de la homogeneidad y la relatividad del espacio profano”. El centro de ese nuevo mundo equivalía para los antiguos a la creación del mundo, que era, a la vez, la creación de una nueva vida, de una esperanza y de un ser humano distinto. Sin una tierra santa, el mundo y la vida, el futuro, la creación y la salvación y lo que hubiera más allá, todo, carecía de sentido.
Por eso mismo, la tierra santa era el centro del mundo y de la vida, y sobre ella, los distintos sacerdotes y profetas “edificarían su iglesia”, aunque se llamara de diferentes maneras y se la nombrara en lenguas ininteligibles entre ellas. Planicie, roca, montaña, playa, la forma de aquellas tierras era lo de menos. El hombre, de alguna manera y por miles de razones, les dio relevancia y las volvió sagradas. Las convirtió en el centro de la existencia y, por lo tanto, construyó en ellas una infinita cantidad y variedad de cosas, que también fueron sacralizadas y se convirtieron en sagradas. De muchas maneras, fueron los vehículos de comunicación entre el hombre de todos los días, los dioses, y el mundo de los infiernos. Una columna dejaba de ser un adorno para transformarse en referencia y comunicación. Más allá de que la construyeran hombres absolutamente mortales y ordinarios, el lugar en el que la ubicaban, los materiales con los que se construía y el motivo por el que se hacía le daban su verdadera razón de ser, su propósito, que en el fondo era dios.
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Por un dios, y casi en un mismo acto, la columna, su ubicación, su forma y textura, quienes la idearon y aquellos que la construyeron, su nombre y la tierra circundante pasaban a hacer parte de una religión, que era como decir se volvían algo sagrado, y desde esa sacralidad el entorno también cambiaba. Las sociedades consideraban que eran más o menos sagradas en la medida en que estuvieran más o menos cerca del centro, de lo sagrado o de Dios. Incluso, pasados muchos miles de años, en los tiempos de las grandes iglesias y las catedrales, y de la nueva América y la antigua Europa, era frecuente que los piadosos pretendieran que ellos y sus familiares fueran enterrados en inmediaciones del centro, que por la multiplicación de la especie ya eran varios centros, dependientes todos de uno, el primero y el de origen. Los vivos con sus muertos, todos creían que la “salvación” sería más efectiva, pura y rápida si sus cuerpos permanecían en tierra sagrada.
Para retomar a Mircea Eliade y a su tratado de Lo sagrado y lo profano, “de todo cuanto precede resulta que el ‘verdadero mundo’ se encuentra siempre en el ‘medio’, en el ‘centro, pues allí se da una ruptura de nivel, una comunicación entre las dos zonas cósmicas. Siempre se trata de un cosmos perfecto, cualquiera que sea su extensión. Un país entero (por ejemplo, Palestina), una ciudad (Jerusalén), un santuario (el templo de Jerusalén) representan indiferentemente una imago mundi”. Esa imagen del mundo se ubicaba dentro de lo sagrado, en un espacio que se iba delimitando y empequeñeciendo en una casi infinita sucesión de escalas, sin que el tamaño de una zona tuviera nada que ver con su importancia o su nivel de sacralidad. “Esta multiplicidad de ‘centros’ —en palabras de Eliade— y esta reiteración de la imagen del mundo a escalas cada vez más modestas constituyen una de las notas específicas de las sociedades tradicionales”.
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Más allá de las características de sus dioses, del lugar en el que fueran venerados, de la multiplicidad de sitios y objetos sagrados, el hombre siempre necesitó creer, y casi al mismo tiempo, quiso creer. De alguna manera, su historia es la historia de su fe, o de sus creencias, sin restarle valor al concepto creer. Todo aquello que no tenía explicación, o que los humanos no se explicaban, lo que ocurría fuera de sus dominios, que era casi todo, los fenómenos que se sucedían, las cosas que jamás habían visto y de pronto aparecían, y un sinfín de etcéteras que hacían que el mundo volviera a empezar cada día a sus ojos, procedían de algún ser, de algo desconocido y misterioso a lo que empezaron a adorar y respetar, y después, a lo que comenzaron a pedirle favores. El hombre creía. Necesitaba explicaciones para lo que no comprendía, empezando por la vida, y requería de motivos para vivir y seguir viviendo y honrar la vida. Muy en el fondo, enterrado en su cuerpo o en sus alrededores o en el más allá que no lograba percibir, había algo, tenía que haber algo que le marcara un camino, un destino.
Y entonces, de repente, por azar, porque el sol dio sobre una piedra o porque esa piedra de color verde intenso se fue transformando con el calor, o por la mezcla de esas circunstancias y algunas más, surgió la metalurgia. Que fue la providencia, que fue la magia, que fue obra de algún dios, que las tierras entre los montes de Elburz y el mar Caspio eran propicias para que eso sucediera por su riqueza de minerales y de aguas, que fue la observación del hombre de aquellos tiempos signados en cuatro o cinco mil años antes de Cristo, o que fue todo eso y un algo desconocido, que fue la naturaleza, y en fin, las hipótesis se acumularon año tras año, o milenio tras milenio, y ninguna fue unánimemente aceptada por los arqueólogos e investigadores de la historia de la humanidad. Sin embargo, casi todos dijeron, más tarde o más temprano, que el descubrimiento fue fortuito, y que por ello, al hombre de la edad del bronce, al hombre y los hombres que lo hicieron posible, que lo seguirían haciendo durante siglos y milenios, los consideraron dioses.
Y fueron dioses, o por lo menos, poseedores de una verdad ancestral y mágica, o enviados de algún dios de la tierra y el sol. Para Peter Watson, “el accidente que condujo al descubrimiento de la fundición debió de haber ocurrido cuando algún alfarero de la antigüedad empleó malaquita para colorear sus cerámicas, ‘y luego —citando a Leslie Aitchinson, en La historia de los metales— se llevó la sorpresa de su vida al descubrir que el color obtenido era muy diferente del que había previsto’”. A ese hombre lo veneraron, y después de las venias y de que se esparciera por aquel comienzo de mundo la idea de que tenía poderes especiales, comenzaron a pedirle favores de diversos tipos, que a la larga eran favores divinos. Todo lo que ocurrió desde su aleación fue un milagro, y desde entonces, aquel hombre era el responsable de lo que pudiera o no acontecer. Los hechos se amoldaron a lo que el pueblo quería ver en ellos, de ellos y por ellos, y el creer se transformó en una forma de vivir, cuyo principio y final era el hombre del bronce, por llamarlo de alguna manera.
Con el tiempo, los reseñadores de la historia ubicaron su época en medio de la edad del cobre y la del hierro, entre el año 3000 y el 800 antes de Cristo, aproximadamente, y la caracterizaron por el descubrimiento de la aleación del cobre con el estaño, que llevó, años más tarde, a una especie de estandarización del hierro como el metal predilecto para la fabricación de armas y diversas herramientas de trabajo. Con el hierro se afianzaron las primeras organizaciones estatales, y el hombre comenzó a ser decididamente agrícola y sedentario. Esas y otras condiciones de vida llevaron a las primeras legislaciones, y a lo que la historia denominó civilización. Poco a poco, suceso tras suceso y, más que nada, decisión tras decisión, el dios hombre de bronce empezó a perder su antiguo y mágico poder, y fue reemplazado, sucesivamente, por gobernantes, emperadores, reyes, guerreros y sacerdotes, y en el contexto de las primeras ciudades, Ur, Eridu, Catal Hüyuk, con su multiplicidad de relaciones y obvios intereses, surgieron algunos profetas.
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Las tierras santas eran el mundo, el verdadero mundo para los creyentes, y lo siguieron siendo por los siglos de los siglos. Eran un mundo nuevo, renovado y, al mismo tiempo, la recreación del principio de todo. El resto era caos, o monotonía. Homogeneidad y sin sentido. Como escribía Mircea Eliade, “se ve, pues, en qué medida el descubrimiento, es decir, la revelación del espacio sagrado, tiene un valor existencial para el hombre religioso: nada puede comenzar, hacerse, sin una orientación previa, y toda orientación implica la adquisición de un punto fijo. Por esta razón el hombre religioso se ha esforzado por establecerse en el ‘Centro del mundo’. Para vivir en el mundo hay que fundarlo, y ningún mundo puede nacer en el caos de la homogeneidad y la relatividad del espacio profano”. El centro de ese nuevo mundo equivalía para los antiguos a la creación del mundo, que era, a la vez, la creación de una nueva vida, de una esperanza y de un ser humano distinto. Sin una tierra santa, el mundo y la vida, el futuro, la creación y la salvación y lo que hubiera más allá, todo, carecía de sentido.
Por eso mismo, la tierra santa era el centro del mundo y de la vida, y sobre ella, los distintos sacerdotes y profetas “edificarían su iglesia”, aunque se llamara de diferentes maneras y se la nombrara en lenguas ininteligibles entre ellas. Planicie, roca, montaña, playa, la forma de aquellas tierras era lo de menos. El hombre, de alguna manera y por miles de razones, les dio relevancia y las volvió sagradas. Las convirtió en el centro de la existencia y, por lo tanto, construyó en ellas una infinita cantidad y variedad de cosas, que también fueron sacralizadas y se convirtieron en sagradas. De muchas maneras, fueron los vehículos de comunicación entre el hombre de todos los días, los dioses, y el mundo de los infiernos. Una columna dejaba de ser un adorno para transformarse en referencia y comunicación. Más allá de que la construyeran hombres absolutamente mortales y ordinarios, el lugar en el que la ubicaban, los materiales con los que se construía y el motivo por el que se hacía le daban su verdadera razón de ser, su propósito, que en el fondo era dios.
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Por un dios, y casi en un mismo acto, la columna, su ubicación, su forma y textura, quienes la idearon y aquellos que la construyeron, su nombre y la tierra circundante pasaban a hacer parte de una religión, que era como decir se volvían algo sagrado, y desde esa sacralidad el entorno también cambiaba. Las sociedades consideraban que eran más o menos sagradas en la medida en que estuvieran más o menos cerca del centro, de lo sagrado o de Dios. Incluso, pasados muchos miles de años, en los tiempos de las grandes iglesias y las catedrales, y de la nueva América y la antigua Europa, era frecuente que los piadosos pretendieran que ellos y sus familiares fueran enterrados en inmediaciones del centro, que por la multiplicación de la especie ya eran varios centros, dependientes todos de uno, el primero y el de origen. Los vivos con sus muertos, todos creían que la “salvación” sería más efectiva, pura y rápida si sus cuerpos permanecían en tierra sagrada.
Para retomar a Mircea Eliade y a su tratado de Lo sagrado y lo profano, “de todo cuanto precede resulta que el ‘verdadero mundo’ se encuentra siempre en el ‘medio’, en el ‘centro, pues allí se da una ruptura de nivel, una comunicación entre las dos zonas cósmicas. Siempre se trata de un cosmos perfecto, cualquiera que sea su extensión. Un país entero (por ejemplo, Palestina), una ciudad (Jerusalén), un santuario (el templo de Jerusalén) representan indiferentemente una imago mundi”. Esa imagen del mundo se ubicaba dentro de lo sagrado, en un espacio que se iba delimitando y empequeñeciendo en una casi infinita sucesión de escalas, sin que el tamaño de una zona tuviera nada que ver con su importancia o su nivel de sacralidad. “Esta multiplicidad de ‘centros’ —en palabras de Eliade— y esta reiteración de la imagen del mundo a escalas cada vez más modestas constituyen una de las notas específicas de las sociedades tradicionales”.
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Más allá de las características de sus dioses, del lugar en el que fueran venerados, de la multiplicidad de sitios y objetos sagrados, el hombre siempre necesitó creer, y casi al mismo tiempo, quiso creer. De alguna manera, su historia es la historia de su fe, o de sus creencias, sin restarle valor al concepto creer. Todo aquello que no tenía explicación, o que los humanos no se explicaban, lo que ocurría fuera de sus dominios, que era casi todo, los fenómenos que se sucedían, las cosas que jamás habían visto y de pronto aparecían, y un sinfín de etcéteras que hacían que el mundo volviera a empezar cada día a sus ojos, procedían de algún ser, de algo desconocido y misterioso a lo que empezaron a adorar y respetar, y después, a lo que comenzaron a pedirle favores. El hombre creía. Necesitaba explicaciones para lo que no comprendía, empezando por la vida, y requería de motivos para vivir y seguir viviendo y honrar la vida. Muy en el fondo, enterrado en su cuerpo o en sus alrededores o en el más allá que no lograba percibir, había algo, tenía que haber algo que le marcara un camino, un destino.